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Narrativa

Desapariciones, apariciones

'En esos días recuerdo haber visto más perros atropellados en la calle que nunca y supuse que también los perros se cansaban de vivir': un fragmento del libro que se presenta este miércoles en Madrid.

Nueva Jersey
Un camello en La Habana.
Un camello en La Habana. Pinterest/ K. Nepomuceno

Los meses siguientes iban a ser pródigos en desapariciones. Primero desaparecieron el ron y los cigarrillos. El ron desapareció de las cafeterías dejando las botellas de vodka soviético a merced de los borrachines que no les habían prestado atención hasta entonces. Luego el vodka también desapareció. La comida no. La comida había desaparecido de las cafeterías desde los años 60: lo que hacía era reaparecer con más o menos intermitencia. Hasta que en cierto momento difícil de determinar esa intermitencia también desapareció. Algo parecido a lo que le pasó al papel sanitario: luego de tener durante años una relación esquiva con nuestros culos vino a ser definitivamente sustituido por el papel periódico. (Algunos, con talante más vengativo acudían a las páginas de la Constitución Socialista, de la Plataforma Programática del Partido Comunista de Cuba o a las obras completas de Marx, Engels y Lenin impresas por la soviética editorial Progreso en amable papel cebolla).

No mucho después desaparecería el transporte público casi por completo. Los autobuses que antes pasaban cada media hora ahora lo hacían cada tres o cuatro. Muchas rutas de autobuses desaparecieron por completo sin dejar rastro.

También desaparecieron las bombillas que iluminaban el exterior de las casas.

O los muebles de los portales de las casas.

Y los gatos.

Y los gordos.

Los gatos porque los cazaban y se los comían. Y los gordos porque no comían lo suficiente. Todo lo que quedaba de los obesos de antaño eran fotos en blanco y negro, enmarcadas en las salas de las casas junto a las que se sentaban, irreconocibles, con los pellejos colgándoles de los brazos, para evocar lo que ahora veían como sus buenos tiempos.

No todo fueron desapariciones.

También aparecieron algunas cosas y reaparecieron otras que no se habían visto en mucho tiempo, casi todas destinadas a sustituir la ausencia de comida y de transporte. O los cigarros y el alcohol.

Nada como una buena crisis para convertir al alcohol en producto de primera necesidad.

Buena parte de los sustitutos de la comida, del transporte público y del alcohol los aportaba el propio gobierno para hacer más llevadera una crisis que se empeñaba en llamarle Periodo Especial.

Novedades como

picadillo de soya

perros (calientes) sin tripas

pasta de oca

picadillo texturizado

Y, las bicicletas, claro.

Las bicicletas no se comían. Eran para sustituir el transporte. Los perros, el picadillo y la pasta eran igual de indigestos, pero se destinaron a sustituir la comida. (No se dejen engañar por nombres que poco tenían que ver con lo que designaban. Como mismo nuestros estómagos no se dejaban engañar cuando los intentaban procesar.)

También aparecieron:

El ron a granel

El vino espumoso

Los amarillos

Los camellos

(Los amarillos eran empleados del gobierno que, apostados en las paradas de autobuses y en puntos estratégicos de la ciudad y de las carreteras, estaban autorizados a detener los vehículos públicos o privados y embutir en ellos a cuantos pasajeros pudieran. Los camellos eran camiones enormes adaptados malamente para el transporte de pasajeros al punto que los pasajeros salían de ahí convertidos en algo distinto a sí mismos. No en balde los camellos recibieron el sobrenombre de "la película del sábado" por el sexo, la violencia y el lenguaje de adultos que se escenificaban en ellos.)

Entre las reapariciones estuvo el tremendísimo repunte en la producción de alcoholes caseros. Y de los nombres para designarlos: Chispae'tren, Hueso de Tigre, Azuquín, Duérmete mi Niño, El Hombre y La Tierra, y otros todavía más intraducibles a una lengua conocida.

Los cerdos se convirtieron en animales domésticos: crecían junto a la familia y dormían en la bañera para ser devorados o vendidos en cuanto adquirieran suficiente peso.

Si no se los robaban antes.

Aparecieron enfermedades apenas conocidas hasta entonces, hijas naturales de la mala alimentación. De la falta de vitaminas y de higiene.

(Porque los jabones y el detergente —se me olvidaba mencionarlo— también estuvieron entre los primeros caídos en combate.)

Enfermedades que producían invalidez, ceguera o, si no se atajaban a tiempo, la muerte.

Epidemias de polineuritis, de neuropatía óptica, de beriberi, de suicidios.

Suicidios no solo de personas. En esos días recuerdo haber visto más perros atropellados en la calle que nunca y supuse que también los perros se cansaban de vivir. O los choferes de esquivarlos.

Todo lo demás se encogía. Las raciones de alimento que el gobierno vendía mensualmente, las horas al día con electricidad, la llama del gas de las hornillas. La vida.

 


Este texto pertenece al libro Nuestra hambre en La Habana (Plataforma Editorial, Barcelona, 2021) que presentarán en Madrid, el miércoles 13 de julio a las 7:00PM, el narrador Orestes Hurtado y el autor en la librería Alberti (Calle Tutor, 57).

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