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Narrativa

Knut Hamsun

'Recuerdo la noche en que acudí a un concierto tras zamparme unos chícharos. Los chícharos solos, sin nada que mejore su sabor, luego de unas cuantas tandas pueden ser el alimento más asqueroso de la Tierra.'

Nueva Jersey
Knut Hamsun.
Knut Hamsun. Biblioteca Nacional de Noruega

El hambre del Período Especial no era un hambre Knut Hamsun, ese noruego al que le dieron el Premio Nobel por contar, entre otras cosas, su existencia con el estómago vacío. La nuestra no era hambre de andar por la ciudad rodeado de gente más o menos satisfecha, viendo embutidos a través del cristal de las carnicerías o pasteles de crema a través del cristal de las dulcerías. No era una asquerosa hambre capitalista. No señor. Era la pulcra, organizada e igualitaria hambre socialista. Te ahorraban el espectáculo de los embutidos, de los señores sentados en un café, tomando chocolate caliente con bizcochos mientras se te cae la baba de puro anhelo. Todos pasábamos hambre por igual. Donde único veíamos manjares suculentos era en alguna película que habían programado por descuido o alevosía. O en la mesa de algún restaurante para turistas, pero en ese caso debíamos entenderlo: los turistas venían de otro mundo, un mundo con mucha menos capacidad para el sacrificio, carente de principios que defender a golpe de ascetismo. Los turistas venían —como nos explicara el gran líder— a dejarnos las divisas con la que comprábamos la leche en polvo capitalista para los niños ahora que nuestras vacas ya no tenían pienso socialista que consumir.

La palabra "socialista" andaba por todos lados. Como una plancha de metal con la que tapar las goteras que inundaban nuestra realidad. Se hablaba de la democracia socialista, de la economía socialista, de la cultura socialista, pero —curiosamente— ningún dirigente habló nunca del hambre socialista aunque eso es lo que era.

Ayunar sincronizadamente para luego comer la misma mierda. Papas si eran papas lo que tocaba. Coles si coles. Nabos. Una o dos cosas a la vez. Más de dos sería incurrir en un despilfarro inadmisible.

Recuerdo la noche en que acudí a un concierto tras zamparme unos chícharos. Los chícharos solos, sin nada que mejore su sabor, luego de unas cuantas tandas pueden ser el alimento más asqueroso de la Tierra. Y llevábamos comiendo aquellos chícharos desde la infancia. El concierto era en un teatro elegante al que un millonario del antiguo régimen le había puesto el nombre de su primera esposa y al que Aquello rebautizó con el del fundador del marxismo. No recuerdo siquiera de quién era el concierto. Sí recuerdo ir al baño y ver, cubriendo la blanquísima cerámica del lavamanos, los mismos chícharos que yo había comido horas antes. Vomitados por un estómago más débil y sensible que el mío.  

Imposible no sentirse en ese momento en sincronía con el universo subalimentado que componíamos los asistentes al teatro junto al resto del país.

El hambre como experiencia colectiva, coral, no como síntoma de la explotación capitalista.

No obstante, ciertos detalles venían a romper ese cuadro de unanimidad en la penuria.

El primero de ellos era la conciencia de que los dirigentes que no dejaban de hacer llamados a la resistencia, la austeridad y el sacrificio estaban mucho mejor alimentados que nosotros. Bastaba comprobar en las pantallas de nuestros televisores cómo conservaban el aspecto rozagante de siempre. Nada de pómulos hundidos, ojeras haciendo surcos bajo los ojos, ropa colgando del cuerpo como de un espantapájaros. Nada que nos recordara a nosotros mismos.

Continuamente circulaban historias que venían a confirmar nuestras sospechas. Como la de aquel famoso héroe revolucionario, antiguo campesino de la Sierra Maestra, al que como botín de conquistador le otorgaran una casona en Nuevo Vedado, uno de los barrios más exclusivos de la ciudad. En aquella casona, había un patio y en el patio, unos perros. Se contaba que el antiguo campesino, el tal Universo Sánchez, alimentaba sus perros con aquella carne de vaca apenas recordada por el resto de nosotros. La misma carne por la que si te agarraban con un par de libras podías pasar años en la cárcel. Con esa carne Universo alimentaba a sus perros para ultraje de nuestra sagrada hambre.

La historia no terminaba ahí. Se contaba que un vecino denunció tal afrenta a los estómagos nacionales ante alguna autoridad competente. Antes que la autoridad competente pudiese reaccionar Universo, indignado por la denuncia, le dio tres tiros al vecino, matándolo en el acto. Y que claro, nadie se atrevió a molestar a Universo.

Cuando te lo contaban no quedaba claro qué era más indignante: el asesinato, la impunidad de Universo o que sus perros se alimentaran mejor que nosotros.

Pero la historia no terminaba ahí.

Universo tenía fama de temible, incluso antes de matar al vecino. Se contaba que el policía encargado de su caso no se decidía a proceder contra él y habló con su jefe. Su jefe a su vez no supo qué hacer con Universo y habló con el ministro del Interior, antiguo compañero de armas del asesino. Este pensó que quizás el asesino debía ser arrestado, pero se preguntó:

—¿Quién se lo dice a Universo?         

Así que se dirigió nada menos que a Raúl Castro, jefe de las fuerzas armadas y entonces segundo al mando de la nomenclatura del país, y que este le respondió con la misma pregunta:

—¿Quién se lo dice a Universo?

Y se cuenta que Raúl Castro se dirigió a su hermano y máximo representante de la nación quien a su vez estuvo de acuerdo con que estaba mal andar matando vecinos, pero "¿Quién se lo dice a Universo?"

Y Universo, claro, siguió libre.


Este texto pertenece al libro Nuestra hambre en La Habana (Plataforma Editorial, Barcelona, 2021) que presentarán el cineasta Carlos Lechuga y el autor el viernes 8 de julio a las 7:00PM en la librería Documenta (Carrer de Pau Claris, 144) en Barcelona. En la presentación en Madrid, el autor estará acompañado por el narrador Orestes Hurtado el miércoles 13 de julio a las 7:00PM en la librería Alberti (Calle Tutor, 57).

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