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Narrativa

Los cipreses no creen en Dios

'La primera noche que ella llegó a este mundo, llovía a cántaros, como nunca llueve en Saint Louis. El cielo lloraba un aguacero de La Habana. Su madre y yo, también llorábamos.'

San Luis
Cipreses.
Cipreses. Fundación Acquae

 

Sé muy bien que el título de la novela del español José María Gironella es Los cipreses creen en Dios. Pero, por algún motivo de ritmo y cadencia, el "no" me parece imprescindible en esa oración. Además, la mejor manejar de afirmar algo, es negarlo de antemano.
 
Gironella, de familia pobre, se hizo un humanista cristiano gracias a la literatura. Leyendo la Historia de Cristo, por ejemplo, del mismo autor italiano que diez años después iba a publicar Gog. Es decir, Gironella era un fascista. Alguien que decidió que al comunismo internacional había que ponerle freno. O se comerían a la civilización, como ya se la estaban comiendo en España los comunistas. Y Gironella se opuso al comunismo usando como única arma el "vago temblor" de un ciprés.
 
Yo, que no me opongo al comunismo porque sería oponerme a mí mismo, aproveché que en los Estados Unidos todo puede comprarse y me hice de un cipresito bebé. Un arbolito recién nacido, sembrado por manos veganas en una maceta con suelo artificial, reforzado con hormonas transgénicas tal vez.
 
Mi ciprés sin Cuba, que no necesita creer públicamente en Dios. Al contrario. Porque, a estas alturas del exilio, ya lo único que existe a nuestro alrededor es precisamente el recuerdo cubano de Dios.
 
Los cipreses son pinos erguidos, sin la molesta ramificación de los árboles. Las ramas son la retórica, el tronco es la perspectiva. También, se hunden verticalísimos en su raíz. Son como pararrayos, que conectan el cosmos con las catacumbas.
 
Sin embargo, sus raíces serían incapaces de levantar una acera o violentar una tumba. Por eso los siembran en los cementerios. Por eso y por su "olor de santidad". Los cipreses son los guardaespaldas de la muerte, los que la contienen al otro lado de los muros del camposanto: muerte, míranos desde allí, a la sombra de un ciprés que los vivos no extrañamos en casa.
 
Por eso, tengo uno en casa ahora. Un ciprés de miniatura, para que espante a los megatones de una muerte sin patria, en esta ciudad de Saint Orlando Louis. Sobre todo, ahora que ha nacido mi hija. Mi primera y única hija, a quien le pusimos por nombre la música tetrasilábica de Luna Isabel. Un decagramaton perfecto: l-u-n-a-i-s-a-b-e-l. Diez letras, por el día diez del antiguo décimo mes: diciembre en que yo nací, un milenio atrás.
 
Luna Isabel ya se para por sí sola, sobre sus dos pies de Dios. Va a ser alta, muy alta, como sus padres. Parece una atleta. Tiene justo diez meses, y ya atesora un montón de dientes de leche dentro de su boquita de bebé. En los videos que me envían desde la casa donde mi niña vive, creo comprender que ya articula bastante bien la palabra mamá. El vocabulario humanista siempre empieza por ahí. El hogar es donde esté su mamá. El hogar es a donde la historia se lleve a su papá.
 
Una mujer comienza a avanzar a lo largo y ancho del siglo XXI, como Luna Isabel por su casa.
 
Ella no vivirá el cambio de siglo, como lo viví yo. No será una exiliada de entresiglos, como la palabra papá que Luna Isabel aún no sabe pronunciar. Ella es una ciudadana por nacimiento de los Estados Unidos de América. Y Orlando Luis Pardo Lazo tratará de enseñarle que la felicidad humana es universal, políglota. O, mejor, nilingüe: la dicha no necesita ser dicha por nadie para hacernos dichosos.
 
Luna Isabel es también mi ciprés de verde olivo con esperanza, mi talismán en contra de una muerte temprana (como los son todas las muertes), mi creencia secreta en Dios.
 
Me pregunto con qué edad Luna Isabel leerá este Diario de Saint Louis, que comenzó a ser escrito en su ausencia, pero con su alma tatuada en mi corazón.
 
La primera noche que ella llegó a este mundo, llovía a cántaros, como nunca llueve en Saint Louis. El cielo lloraba un aguacero de La Habana. Su madre y yo, también llorábamos. En ese orden de humanidad. Llorábamos lágrimas mudas, de extranjeros. Nos mirábamos y la mirábamos. Estábamos, por un minuto, en casa. Fuimos, efímeramente, la casa.
 
La madre llevaba dos días sin dormir. Así que se durmió. Y yo, en contra de los estrictos criterios médicos de la primera potencia médica del mundo, cargué a mi bebé y la coloqué sobre mi pecho peludo.
 
Así nos rendimos los dos, con riesgo para nuestras vidas. No quería que en su primera noche viviendo, Luna Isabel se sintiera sola. Ya bastante soledad la esperaba, a lo largo de las décadas, a donde mi destino no parece alcanzar.
 
Por la ventana del hospital BJC, esa noche de sábado, como en las películas norteamericanas de mi infancia, el viento batía duro. Ululaba, al ritmo de las sirenas de las ambulancias y los patrulleros, que traían incesantes cadáveres a la entrada de Emergencias.
 
La Guerra Civil no ha terminado todavía, entre el norte y el sur de Saint Louis. Tal vez, nunca terminará. Dice la novela de Gironella que todos los astros miran siempre a la Tierra, esperando el momento, y que el peor de todos es la Luna. Porque la luna hunde los barcos, hace vomitar a las mujeres embarazadas, trae la sequía y, sobre todo, enciende los cerebros. Estaba loco, el pobre. Como yo.
 
Por eso el humanista cristiano creía que, cuando vemos los cerebros encendidos, hay que mirar a la luna. Ella se está riendo, sí: se pone bigote y ríe. Estos días, como en todos, la luna se está riendo una barbaridad. Hasta que algún día construyan un cohete o un obús y la despedacen. Créeme, Luna Isabel, nunca debemos de creer a ciegas en la palabra de un escritor. Como yo.
 
Los cipreses del parqueo del hospital se doblaban no de pena, sino de ganas de saltar al viento y jugar con su violencia sonora. Los cipreses saben resistirse muy bien a las ráfagas de la realidad. Así debería de ser tu nueva vida, desde el inicio de tu biografía: un arco de violín, una avalancha de notas pulsadas por el amor más virgen, en medio de lo más atroz.
 
Los cubanos somos de una raza exquisitamente extinta, es cierto. Pero nuestra resistencia aún no termina, pequeña Luna Isabel, que ya creces a velocidad supersónica.
 
Una promesa para ti: la antorcha llegará con su luz más pura a tus manos de mejor mujer. Eres muy bienvenida, Luna Isabel. Desde antes del inicio del mundo, con toda nuestra humanidad te esperábamos.
 
No creas que te demoraste demasiado. Viniste tan rápido como pudimos traerte. Gracias por estar aquí. En casa.


Orlando Luis Pardo Lazo nació en La Habana en 1971. Sus libros más recientes son Espantado de todo me refugio en Trump (Hypermedia, Miami, 2019). Uber Cuba (Hypermedia, Miami, 2021) y Diario de Saint Orlando Louis. 59 poemas de desamor y una canción esperanzada (Editorial Casa Vacía, Richmond, 2022), al cual pertenece este texto.

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