En Saint Louis todos tienen tuberculosis. Es normal en los Estados Unidos del 2017. Post-Obama’s America.
Se trata, dicen, de una enfermedad reemergente.
Como el exilio cubano, parias del socialismo continental.
Como el castrismo académico, ese asco entre ascos.
En mi edificio la tosedera comienza desde muy temprano. La mayoría son hombres. Yo diría que ninguna mujer tose hoy por hoy en América.
Las mujeres que tosían y tosían hasta desangrarse magníficamente de tisis, ya se murieron todas el otro siglo.
Heroínas románticas, criaturas consumidas por el XIX en aquella literatura por encargo, por entregas, que era mucho mejor que cualquier literatura de autor.
Entes erotizantes. Porque nada me excita más que la enfermedad. Y una mujer enferma de muerte, desde Edgar Allan Poe, es un furibundo fetiche sexual.
Conjunción de la pequeña muerte del orgasmo con el horror sin adjetivos de la muerte real.
Su vacío imaginario.
Su aterradora corporalidad.
Lo peor de morirse no es desaparecer de un palo y ya, sino la herencia que dejamos: los mondongos amarillentos de los que otros se tendrán que deshacer.
Mientras más adultos, un espectáculo más deplorable.
Nadie debería de morirse después de los siete o diecisiete años.
En la escuela primaria se debería de priorizar esa asignatura básica, elemental: morir tranquilitos, sin tanto aspaviento y tanta no-somos-nadidad.
Oigo toser a mis vecinos. Varones con los bronquios hechos leña, hecho plomo, hecho hollín.
Norteamericanos, algunos. La mayoría, inmigrantes.
De nada valieron vacunas y planillas de control en la frontera.
Salen y entran, tosen.
Entran y salen, tosen.
Ya estamos todos aquí, en la noche pulmonar de mi edificio de Central West End, en un cenicero del Mid-West llamado Saint Louis.
Tanto nadar en la nada para venir a varar en una ciudad tocaya. Saint Orlando Louis.
No todas las toses usan las mismas letras. No todas reverberan con igual terror en mis oídos.
Según se trate de vocales abiertas o cerradas, el fin funerario de cada tos en específico se demorará más o menos.
No voy a revelar aquí cuál vocal anuncia cuál desenlace. Sería cruel y no solo con mis vecinos. Porque tú también podrías estar tosiendo ahora mientras me lees.
Es la ley de la vida.
Razones de fuerza mayor.
En mi caso, sin embargo, la lectura es la mejor manera de no pensar en toser. Hasta en eso me descubro siendo obscenamente original.
Solo al filo de la medianoche comienzan por fin a calmarse, las toses y los televisores. En ese orden.
Uno o uno van rindiéndose al sueño y a los cocteles de medicamentos que noche a noche consumen, cada cual en su cuartico rentado a The Byron Company.
Hombres solitarios.
Dejados a solas con sus mojones.
Profesionales venidos a menos.
Si Estados Unidos aún tiene alguna identidad, esa identidad sería esta: los pacientes, por más solventes que hayan sido en su vida, morirán puntualmente en una pobreza atroz.
Solos, en covachas rentadas.
Entre montañas de recibos sin pagar y pelos de gatos hasta en el páncreas.
Hombres sin orgasmos, por cierto.
Sin una mujer en el mundo que los masturbe por misericordia, para tumbarlos a roncar en paz sobre el colchón, como árboles con comején.
Candidatos a cremación instantánea (no hay dinero para tanto). Carne de carroña, en las morgues de una de esas escuelas de medicina.
Hombres que envejecieron sin hijos. Pero sin hacerse hombres.
Como Dulce María Loynaz, en la trinchera bárbara de su jardín.
Como Juan Carlos Flores, el poeta suicida de Alamar, en La Habana del Este. Quien entre poema y poema también tosía sus consonantes.
El cigarro.
La neurosis.
La edad.
El recuerdo de la tendedera colgada de un extremo a otro de su balcón. Y su caligrafía de caballo, en una nota de último minuto dejada para todos y para nadie en particular:
A aquellos los traidores.
Tal vez fuera una errata. Tal vez Juan Carlos Flores lo que quiso escribir fue:
A aquellos los títeres.
Hombres huecos, tos de tramoya.
Hombres sin efemérides, envejecidos a ciegas y sin sombra en el pasillo o el apartamento de al lado.
Hombres cuyo único testimonio terminal es el corcoveo de sus vías respiratorias en mis oídos. Vía Cubis.
El cofcof de la tos interrumpiendo la rutina de sus vidas y la retórica de mi escritura. Cubanía covfefe de los cadáveres que incubamos.
Como Lydia Cabrera, blanca negrera que pagó el precio apropiado de ser olvidada por un ejército en fuga de blanquitos blanqueados (el exilio es amnesia).
Como Reinaldo Arenas, un central de moler glandes en Cuba (el exilio es, paradójicamente, celibato).
Como José Lezama Lima y Virgilio Piñera, que también se acostaron con muchos cubanos en Cuba. Lo más probable es que hasta por dinero. Pero ni uno solo de sus clientes se los templó con la propina de una pizca de amor.
No sé por qué Lezama y Piñera no se decidieron nunca a hacerlo entre ellos, aunque fuera para probar. Dos hombres que llegaron a amarse tanto entre sí, cuando ya apenas les quedaban pocos días para partir.
Los dos murieron en silencio orgulloso, sin dar ni un bronquio a toser, legándole una lección doble de hombradía a nuestra patria de aliens y alimañas (Fidel tenía razón al llamarnos "gusanos", y en muchas cositas más).
Como José Ángel Buesa, que sí tuvo un hijo.
"Mirad: un extranjero…" Yo los reconocía, siendo niño, en las calles por su no sé qué ausente. Y era una extraña mezcla de susto y de alegría pensar que eran distintos al resto de la gente.
Y hoy, que quizás es tarde, con los cabellos grises, emprendo, como tantos, el viaje verdadero. Y escucho que los niños de remotos países murmuran al mirarme: "Mirad: un extranjero…"
La poesía, como la tuberculosis, es una trampa de tiempo. Una encerrona, un destino común para quienes se criaron con polen y terminaron tiritando en la nieve. Titiriteando.
La poesía no tiene momento fijo. Apoptosis espontánea, amnesia sin anestesia. Por eso es un duelo. Y duele.
La poesía cubana es al castrismo lo que la tuberculosis es a la tos: la estéril esperanza de que todo termine pronto, por favor.
Orlando Luis Pardo Lazo nació en La Habana en 1971. Ha publicado Boring Home (Premio Franz Kafka, 2009) y editó la antología Cuba in Splinters: Eleven Stories from the New Cuba (OR Books, Nueva York, 2014). Este texto es un fragmento de su novela de próxima aparición Que la patria os covfefe orgullosa.
Otro fragmento de esa novela: Basura negra.