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Poesía

Las yemas de los ojos de los dedos

'Solo unos pocos seguimos de verdad/ en la mascada. Mascar algo y escupir/ para no reventar de su jugo vacío,/ para no morir del veneno/ de su nada infinita. Mascar.'

Missouri
Pepitas de oro.
Pepitas de oro. freepik

 

Minero de estos tiempos
y en dominios feroces,
aunque no tanto que no podamos llamar
nuestros dominios
ni llenarlos de brazos y tripas de acero,
de cuartos de luz negra y estos dientes purpúreos
como el brillo de piedras que buscamos.
Salen de la cueva de la boca estos neones
sin que a nadie —hasta ahora—
se le haya ocurrido divagar
que vive en alguna forma de tesoro,
roedor como todos,
ni se le haya ocurrido dejarse ir
por el hueco profundo de un bostezo,
algún pasadizo desdentado.
(Como gente simple se nos tiene
y a esa opinión parecen seguir atados
nuestros delirios.)
Los ojos, con ser bolas de carne,
también brillan. Pero aquí ya nadie es dueño de sus ojos,
ni en la cámara oscura donde ruedan diabólicos e infantiles
tras las chispas de magma
ni a cielo descubierto, al pie de estos barrancos
que hemos tallado y pasado palmo a palmo
por el cedazo, la comezón descarnada,
las yemas de los ojos de los dedos,
hasta rogar secretamente por algo más severo, más salvaje,
algo que nos distraiga de estas ansias,
que nos cure o nos alivie de vivir
clavados por la idea a estos suelos.

Ah, el ah de las historias de antaño.
La vejiga de cuero cosida al costado de la otra vejiga.
Una para las monedas de orín, la otra para su oro.
El cinturón sin broche, encarnado,
el fardo del que halla
y el fardo del que no halla, que revienta.
El poeta niño por las tierras de África
y el llanto de las madres, las hermanas, los moralistas.
La seña de canalla que se echaban encima
con cada paso dado en ese rumbo, a cada crucecita
dibujada en la tierra…
Todo eso está hoy muy bien reído.
Muy bien disimulado.

Ahora hay matrimonios apacibles y estudiantes
buscadores de ópalo. Ancianos legendarios viajan medio país
para meter la paleta de su uña en el verde de un mapa
—Nueva ruta del oro— que apenas si comprenden.
Y más acá del mapa, o más al fondo,
la decencia de los científicos,
la risa desprendida del amateur,
su pulsar de aparatos rigurosos,
su gracia de gimnastas. Ahora
hay viudas tasadoras y una pierna ulcerada
se pone a descansar a la sombra de un tráiler
con mucho más fastidio que vergüenza.
En la tierra de los diamantes rechina un tiovivo.
Octaedro sobre octaedro
rechina la usura democrática
que ha puesto allí un parque para el solaz
y la fortuna de todos:
se descansa del picnic rebuscando en la hierba.
Y hay cazadores de tesoros
cuyo tesoro más bello y misterioso será siempre
el pedazo de imán que han echado de anzuelo
a la negra barriga de una charca.
Un signo de la ética moderna:
las sandeces jugando a las viejas proezas,
las proezas pasando por sandeces.
La risa congelada en ambos casos.
Una ecuanimidad a punto de caer en otra cosa.
Todo llevado hasta la zona de lo impasible.
Todo explicado, comprendido,
diseccionado…, hecho oficio y literatura de oficio,
y el enjambre esmeralda que busca inútilmente
en el pus de los sueños
y que un largo abanico
lleva y trae.

Solo unos pocos seguimos de verdad
en la mascada. Mascar algo y escupir
para no reventar de su jugo vacío,
para no morir del veneno
de su nada infinita. Mascar.
Echar fuera lo malo, lo peor
y tragar: el deje, los recuerdos,
el afán mascado y remascado,
las venas y los huesos como de éter cautivo
y debajo la tierra, ese lomo de yunque
donde duerme el hallazgo.
Solo unos pocos seguimos de verdad
y sabemos, algo sabemos.
Habrá que ser muy fuerte —casi obtuso—
para dar en las piedras cada día.
Habrá que ser muy frágil —casi vidente—
para sacarles algún destello intacto.
Pasamos entre muchos
pero no nos dejamos confundir
ni dejamos flaquear nuestros anhelos.
Todo es algo más simple, nos decimos.
Sabemos que como antaño
no le hemos arrancado un relumbre a la tierra
ni hemos comenzado a presumirlo
cuando ya se ha perdido en otra escoria:
ese manto más hondo, más cansado y todavía voraz,
que camina empozado entre los hombres,
su dinero.

 


Alessandra Molina nació en La Habana en 1968. Sus últimos libro de poemas publicados son Otras maneras de lo sin hueso (Leykam Verlag, Graz, 2008) y Algodón del sueño, cuchillo de los zapatos (Rialta Ediciones, Querétaro, México, 2017). Rialta Ediciones acaba de publicar su Poesía reunida.

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