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Narrativa

La Onda de la Ucronía

'Que tú sintonices tu emisora. La Onda de la Ucronía se va a llamar el programa estrella. Ahí eliges el destino paradójico que deseas para una noche fría y ventosa.'

Madrid
Radio antiguo.
Radio antiguo. Picafuelle

 

Cuando el televisor se apagó de repente, por falta de actividad, cuando se hizo el negro absoluto y descubrí que me había quedado alelado alternando la mirada de la coreografía peatonal del semáforo a la nada peliculera. Cuando volví de ese asteroide y vi el televisor apagado y tú, bulto amable de sofá, dormida, rendida, acurrucada… te insinué con un beso que nos íbamos a la cama. ¡Eh!, ¿qué pasó? Eso dijiste. Que se apagó la tele, vamos. Mi última revisión a la sala, para cerrarlo todo, recayó en el negro absoluto. La tele en negro, la sala en negro. Me vino como un flashazo. Como una incandescencia de la memoria. Una conversación que podía tener más de veinte años fácilmente. Un amigo de entonces recordaba su desazón cuando el hombre del tiempo de la televisión pública, con su dejo cascado tradicional, anunciaba el final de su sección. "Y hasta aquí… el tiempo". Y un fundido en negro inundaba de sopetón la pantalla. Mi amigo repetía "y hasta aquí… el tiempo". Como recordando que aquel hombre, superhéroe carcomido, ponía el punto final al tremendo señor tiempo. "Una desazón que me entraba". Casi la sentía ahora, en la noche esta, casi sentía el abismo, la antimateria, la despiadada verdad espaciotemporal. Algo así como la rotura de una red que nos recibiría cayendo. El tiempo, el malo, pero también la seda con la que mejor nos vemos. Me acordé de otro trozo de la conversación. "Entonces, ese es el viejo que se robó el tiempo. Un señor muy viejo con unas agallas enormes". La parodia de Marcia Gárquez, la excretora de culebrones, trajo risas. Hubo variaciones. Con unas nalgas enormes, con unas tallas enormes. Un viejo no muy señor con unas antiguallas informes. Nos dimos cuenta que nos deslizábamos hacia las cercanías de nuestro dictador en jefe. "Ese sí que se robó el tiempo, todo el tiempo". Así, con sensación aliviadora de poder burlarnos de quien huimos, terminaba mi memorial. Una conversación que, como esquirla, se me incrustaba ahora. Despertaba cuando me iba a dormir. Más de veinte años después. Atravesando unas telas amarillentas, un espacio casi de celofán, se abrían las ventanas del sueño. Este sueño, el mío. Las ventanas permitían, al ser la casa de la colina, ver todo el valle. Un valle de apacible mixtura. Valle con un demasiado sol y un verde… ¡qué verde era mi sueño! Se sucedían unas redondeces, unos pastos, un bosquecillo. Sobrevolaba icarísimo paisaje esmeraldino. Brillábamos bailando en el aire la fronda y yo, tú y yo. Nos desentendíamos de las ciudades malditas. Nos disponíamos a la novedad del bosque antiguo. A entrar con la paciencia para acostumbrarse a sus secretos. Regresábamos como animales urbanos, nos comenzaba a gustar el aire solo en la cara. Planeábamos en la corriente más agradable. Más o menos aquí principió el desastre. Busqué acomodo, porque ese hombro me duele algunas noches bastante. Debe haber sido eso. Lo que destruiría cualquier universo por alto grado civilizatorio que haya alcanzado y aunque nos hubiese convertido en sus esclavos sexuales. Destruí la égloga. La hice añicos porque me giré ante la avalancha de dolor proveniente del manguito de los rotadores de mi hombro derecho. Te pedí que te me acoplaras para seguir cerca. Para no perder el élan vital, el ectoplasma que de nosotros volaba. Lo hiciste en un movimiento refunfuñón, pero contento. Me diste un beso en mi hombrito dañado como que supieras y adiós, muy buenas. Te dormiste en nada. A mí me costó mucho más. Y cuando retomé el sueño de los inocentes otra vez ya no se trataba de sobrevolar nada. Se oía una voz que no sabía de quién. La oscuridad y el discurso convincente. Lo anterior, todo lo anterior, el vuelo sobre la pradera de un limbo verde. A eso me refiero con lo anterior, era un preámbulo, la entrada. Quisiera que te imaginaras… ah, que ya estás en ello, bueno, no sé yo... Imagina que eso es la entrada de la cosa. Casi se sonríe, la voz. Imagina que no había empezado el programa. Imagina que sintonizábamos una emisora a toda prisa porque va a empezar nuestro programa favorito… Las aventuras insondables del detective Zack Ittome. Algo así. Que corrías, niño gafudo, a sembrarte frente al radio. Un radio cósmico, una sintonía interplanetaria, una maquinita del tiempo. Imagina los estudios de esa radio, que quieres entrar al programa como público. Tal vez me rasqué el pecho o me revisé (déjame situar todo por aquí, que esto se pone bueno) la entrepierna. Alguna maniobra debo haber perpetrado. Porque caí en otro café. ¿Sabes que es buenísima idea para un libro de cuentos? Sí, el sintonizador de ucronías. Uno va buscando su emisora y le suenan por la cabeza una programación a la medida. Los nazis ganaron, esta mierda duró hasta aquella zafra de trompetilla. ¿Tú sabes qué gran satisfacción liquidar a destajo, bajo subscripción, con concursos, sorteos, necropublicidad si quieres…? Poder darles a esas señoras el día de gracia de que su ismo preferido se desarrolle con inédita evolución. Podemos esperar lo más… La voz del café hablaba como si escupiera palabras sobre mí. Veía su excitación, aunque no veía más que una voz monocorde de café en ciudad añeja. Que tú sintonices tu emisora. La Onda de la Ucronía se va a llamar el programa estrella. Ahí eliges el destino paradójico que deseas para una noche fría y ventosa. Podrías presentarlo como libro de cuentos, donde se compilen esos mundos, esos tiemblos de tiempo. Estoy seguro que ya se ha hecho en todos los formatos de las nueve artes y parte de la décima. Esto lo aposté yo. Se me ocurren varios ejemplos. Entre ellos una serie de cómics en que se combinan situaciones históricas distorsionadas. Lo de Kennedy, la luna, los rusos. Todo cambiado y les quedó suculento, colega. Sí, claro. Ya todo está hecho. Ya todas las historias se contaron mientras cenaban Georgie y Adolfito. Pero de lo que se trata esto es de que tú y yo lo recontemos como si nos escuchara un espectro, el único sobreviviente a la bomba. Como si le contaras la historia de un asesino o de un traidor o de un insoportable ardor citadino o de un viaje de amor ácido. Volvemos a contarlo todo y todo debe coger su tono transpersonal de jerigonza, de cotorreo. A eso contribuimos colocando una pizca letal, secreta, de lo más nuestro. Deberías escribir ese libro, breve, 120 páginas. Un puñado de ucronías. El método y cómo pervertirlo para libar jugos raros lo dejo a tu capacidad de eternauta. Sabes que Oesterheld es una de mis debilidades. Lo sé porque me lo has dicho mil veces. Y sé a qué autores te refieres. Pero esa idea de sintonizar ucronías y poder darnos un gusto estelar, nos, los vapuleados sospechosos siempre… Hasta aquí las clases. Un balbuceo, probablemente en voz alta. No te despertaste. Dije que daba para un cuento como mucho o para una miniserie de televisión, concedí. Me salí del círculo de baba. Un desplazamiento de diez centímetros. Así volví a despeñarme, al menos en seco. Fui a parar a un caserón del Vedado que conozco. Donde se pueden comprar tarjetas de teléfono. Quien se adentre irá sobrepasando cuartos y cuartos cerrados, descascaradas maderas y decrépitas, a un lado lavaderos, plantas entinajadas, ropas tendidas del otro. De uno de los cuartos del sueño se asomó una anciana más ensoñada que yo e injurió. "Yo me cago en Esther Borja". Desde dentro alguien le preguntó que qué le había hecho esa señora a ella. "Es que me siento tan jodía, que hasta me cago en quien no me ha hecho ná". Me miró y frunció el ceño. ¿Qué iba yo a hacer aquí? Déjame seguir. Allá atrás está Perdomo y me hace señas. Que me apure. Que debemos almorzar y salir para la estación. El expreso de Cienfuegos sale a las tres y media. Juntamos lo que llevábamos, lo empacamos con doble chequeo de que todo quedaba metido, cerrado, seguro. Resulta que salíamos para Cienfuegos Perdomo, su primo Gary y yo. Frente al Teatro Terry nos esperaría El Corsario, alias que entenderíamos pronto al comprobar su profesión de camionero y contrabandista. Alcancé a ver una revista de béisbol que tenía Perdomo sobre la cama. Los Alacranes del Almendares se habían reforzado para la temporada del 74. El Corsario nos haría repetir contraseña jocosa y con él entraríamos a la oscuridad de unas cocheras y con él saldríamos a la noche más oscura aún que el garaje por ser monte, trepados al monstruo rugidor, un camión Ford argentino. En el 74, "el maestro de la sonrisa franca", un tal Kmylo, propiciaba el amor libre en su comuna cercana al caserío de La Moza, en pleno Escambray tupido. Y nosotros, Perdomo, Gary y yo íbamos para allá. El gobierno tiránico de Machavent no los perseguía. Le parecían unos danzantes singantes inofensivos. Era un pacto, estoy seguro. Mientras no salieran de la espesura, todo ok. Que correteen encueros, pero que no se les vea por Trinidad ni por Santa Clara. A nosotros llegaron rumores orgiásticos que nos entusiasmaron. Perdomo, rápido, dijo "voy en esa". Así preparamos el viaje. En mi sueño había una explicación a la dictadura y a sus protagonistas. Machavent, que llevaba un solo pelo tapando la calva. Un largo cabello único de medio metro que plegaba y plegaba y desplegaba sobre un cráneo de malo. Machavent, gris idiota oportuno, se había hecho con el poder tras la revuelta de los hermanos Zrastro. Cuando los bandoleros llegaron a la capital y comenzaron los desmanes, era un facineroso más y se mantuvo agazapado. Le dieron un mínimo de ascendencia sobre las hordas vencedoras y ahí dio inicio su escalada. El mayor de los Zrastro desapareció en una excursión de pesca submarina. Se habló de un atentado del enemigo (¿cuál de ellos?) y se le venera aún hoy como mártir. Un tabaco a medio fumar en la borda del barco fue su último resto. Se conserva en una urna-humidor del Palacio Presidencial. Su hermano menor, con mala fama desde niño, huyó poco después del oscuro suceso pesquero. Es un hueco en la historia, un borrón. Machavent, un Beria desganado, lo desapareció también, pero de las fotos… Cuando fue a detenerlo, ya Zrastro II navegaba, con mejor suerte que su hermano, el más bandido de su apellido, por la apolítica corriente del Golfo. Al ocurrir estos acontecimientos oníricos, en febrero de 1974, regentaba un cementerio de mascotas en los suburbios de Tallahasse. Kmylo, el maestro del ancho sombrero, también bandolero en sus inicios, se fue apartando e iluminando… Me desperté y ya estabas en la ducha. Fui a buscarte carcajeando. Me metí en la bañera y me pegué a todo tu cuerpo, para que el abrazo me permitiera algo del chorro casi hirviendo. Y también porque quería contarte mi sueño al oído. Nos reímos juntos, como haciendo melodía grata. Alegraba pensar que la vida era buena al propiciar esos halagüeños universos paralelos. Al menos nos entrega boceto de juguetón pujo, otra cosa. Secándome te confesé mi certeza de que en el 75 tumbábamos a Machavent… A mediodía había quedado con Vila para nuestros rituales. Una cerveza roja en Oldenburg y comer cerca y charlar y terminar con chupito y canuto en paseo mientras se hacía tarde la ciudad. Decidimos ir a La Quinta Columna. El restaurante cutrón que llevaban unos lusitanos amables. Saludamos con algo de ternura, hacía mucho que no elegíamos aquella opción. Desde que unos pelos en la sopa y una carne rancia nos llevaron por otros derroteros. Vila quería cocido y entramos. Nos buscaron una mesa cómoda. Lo vi antes de sentarme. Frente a nosotros, comiendo solo, con botella de vino para sí, estaba el triste hombre del tiempo. El del inicio de este relato. La piel ajada, un anciano con nariz carmesí de borracho. Al viejo ladrón de tiempo se le veía como atontado. Dos orujos blancos y trae un par de servilletas, que quiero anotar algo. Vila brindó por la rima sinsonte. ¿Consientes que incluya eso de la rima sinsonte en un cuento? Mis cuatro líneas gnósticas apuntaban… El viejo que se robó el tiempo, el sintonizador de ucronías, Kmylo y Machavent, la rima sinsonte…   


Orestes Hurtado nació en La Habana, en 1972. Ha publicado Cuentos de salir (Verbum, Madrid, 2009) y El placer y el sereno (Bokeh, Leiden, 2016). Este texto pertenece a un libro de cuentos inédito.

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