Soy el perro de un abad. Vamos al bosque en la tarde. Cierto frescor, quizás frío pequeño de la tardenoche, y una brisa visible en los árboles. Frío bajo un hayedo, y soy un perro. Mi amo abad se sienta a no hacer nada. A pensar. Soy un perro. Me siento bien. Tengo este paisaje y lo agradezco. Es el paisaje en que me noto feliz. He entendido eso. Puedo decir con total confianza... Soy el perro del abad y créanme es éste mi paisaje exacto de bienestar. Tarde, no hacer, oler. Saber el olor de la hierba húmeda, de las bolas de hierba levantada, del humo de la hierba movida desde el amanecer. El olor de los árboles. El olor de los árboles que he soñado. El olor de los árboles que recuerdo. Olerlos hasta levantar la vista y verlos. Y ver a los pájaros. Los huelo desde aquí. Las ramas después de la lluvia. Las gotas colgadas como una fe de frutos, efímeros frutos en un árbol vacío. Sin hojas. Gotashojas. Es muy difícil atender a quien pretenda hacerme creer a mí, perro y mi abad aquí al lado descansa y parece estar bien, que existe algo fuera de esto. Otro estado mejor o peor que esto. De este grupo de ladridos del alma. Sé mi suerte. Pero no la valoro. Valorarla sería dar razones a quien quisiera convencerme de que existe algo fuera de esto. No considero posible tener este olor y este frío cómodo, bondadoso en pequeños cambios, minúsculos y perceptibles a un tiempo, todo esto y la sensación de compartir (olor y frío) con el no-amo que me escribe y del que no admito estar cerca... al que me doblego. Soy un perro. Tengo el paisaje que... ¿Nos vamos? Mi abad se levanta. Bosque. Bosque.
Soy el perro. El vasto perro de mis asuntos. El bosque para un perro. Y lo que se escribe. El olor y el frío. No existen fuera del perro. Pero el olor y el frío existieron. La ciudad en el cartón, en el seco del invierno. Ventanas sobre árboles. Calles de las afueras. Hierba amontonada. Soy el perro. Y miro a mi mujer, que no es una perra. Soy yo, el perro. Que no quiere que se alegren con mis cosas. Que se rían no es mi asunto. Todo que se reduce. Que es un vaso de agua. Transparente. El que escribe en la tormenta de un vaso de agua me hace invisible la transparencia. Y ni poética ni alimento ni salvación ni testimonio ni abismo ni rezo a la palabra ni verbo ni olor ni frío. El vaso de agua, la transparencia. Todo que se reduce a un veneno. En el vaso de agua de quien intente quitarle al perro que mire a su mujer. Está dormida. Es madrugada. Escribo y miro. Solo el sonido es escribir ahora y la manta sobre el cuerpo. Brisa y escribir desde donde... mirando como a una voz, siendo más bien la sombra de una voz. Escribir el perro de una voz y no de un abad. Escritura con dolor y dicha y gotas y ojales, fondos, allá atrás, donde este o aquel, es decir nada. Donde (aquí y allá sustantivo) en que somos pequeños, lluviosos artefactos, pero lluviosos artefactos del prodigio. ¿Qué hierba del mundo pudiera oler sin temor por mi vida, si pienso (o sea, si soy en el perro) que fuera de esto (bosque, bosque, mi mujer, hermosa, dormir contigo, bosque), mejor o peor que esto, yace algo?
(Fecha y firma)
El perro, el hayedo, lo pensado por cada estructura, el abad, cada gesto o cada nombre, cada raíz, mi mujer y el sueño, unos hollejos, escritura después de tormenta y fecha y firma, el otro estado otro, una luz puede que triste y puede que presencia y puede que tiempo de poema (novela de las venas y papelitos recetados por el último hombre de algún inicio). Todos, en sus impronunciables alfabetos, insinúan un fantasma hacia un título: Hacia un apólogo de la verdad.
Orestes Hurtado nació en La Habana, en 1972. Ha publicado Cuentos de salir (Verbum, Madrid, 2009) y El placer y el sereno (Bokeh, Leiden, 2016), al cual pertenece este texto.
Más narrativa suya: Los dos más raros e Historia de las pelusas.