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Crítica

El método Sainte-Beuve de Antón Arrufat

Generoso con los nombres que no le resultaban una amenaza y venenoso con los de mayor importancia, el crítico francés parece haber servido de modelo a Arrufat, que compila sus ensayos.

La Habana

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Cuando pienso en la primera vez que escuché de Antón Arrufat me viene a la mente un reportaje de televisión. Creo recordar, una casa colonial, dispuesta en mi recuerdo de todos los objetos y fetiches que presumiblemente rodean la vida de un escritor. Al centro de la imagen, el personaje en cuestión, que habla de las costumbres de su escritura, de cómo tecleaba de pie (no sé si la práctica era real o producto de una confusión en mi reminiscencia del suceso, pues el sujeto del ensayo sobre Dulce María Loynaz se sienta a teclear, y el de ensayos posteriores ya escribe, suponemos algo deslumbrado, ante una pantalla digital) en una máquina de escribir (ahora sé japonesa, según el mismo texto). De la misma manera, creo oír, no sé si me traiciona el recuerdo, desde su voz algo sobreexpuesta, la advertencia de que el hábito parte de una imitación o un homenaje al gran escritor francés Víctor Hugo, y nada tiene que ver, por supuesto, con el insufrible norteamericano Hemingway.

Y así, en Antón Arrufat, como si toda voluntad estilística, trazado de genealogías o flujo discursivo, estuvieran irremisiblemente enmarcados en el devenir de un programa televiso de gusto dudoso, cualquier amago de agudeza o boutade, cualquier modulación de intensidad por la escritura, parecen diluirse en fragmentos de una egolatría rayana en lo bucólico, en un diálogo con la tradición literaria, y con la imagen que se hace de sí mismo dentro de esta, a veces excesivamente maquillado, pasado por talco, artificial y un tanto ridículo: como de merienda en jardín rococó.

En "Oír conversar a Lezama", por demás uno de los mejores ensayos que integran el volumen El convidado del juicio (Ediciones Unión, 2015), toda la notable intelección sobre el procedimiento de la conversación en la poética de Lezama Lima (procedimiento que es a la vez, según piensa Rafael Rojas, capital en la obra de Arrufat) se ve atravesada e interrumpida, en la mayoría de los pasajes del texto donde se recuerda y explica la costumbre de la conversación entre autor y aludido, por el recuento de un comadreo sensiblero, una narración en tono pastoral donde, por momentos, parecen trastocarse, para salaz satisfacción del autor del ensayo, los supuestos roles de maestro y discípulo.

Por ejemplo, de esta manera se rememora el segmento, supuestamente habitual en la práctica de la conversación entre ambos, donde entre cuchicheos a espaldas de María Luisa, Lezama se interesaba por los escarceos eróticos de su joven amigo: "Sin duda era un juego que Lezama sabía propiciar. Al quedarnos solos, se inclinaba hacía mí con aire de connivencia para hacerme maliciosamente una pregunta, una pregunta también muy suya: '¿Y de amores, qué?'. Permanecía mirándome ansioso, el cuerpo hacia delante en la campechana, a la espera del relato de mis aventuras sexuales" (p. 348).

Aunque quizá sea el fragmento siguiente (con poema incluido), hipérbole y epítome de esta tendencia al patetismo-cursi, al relato molesto de un intercambio de cortesanías o al engrandecimiento de sí mismo, donde se ilustre mejor lo que trato de exponer. Arrufat cuenta ahora la anécdota de las conversaciones telefónicas de los jueves. A todas luces, esto podría figurar en cualquier antología de lo Sublime cubano. Me permito citar in extenso:

En esos largos jueves, durante el que [sic] convertíamos un invento técnico en una posibilidad espiritual, le leí un poema sobre esa misma comunicación entre ambos. Creo que nunca se ha publicado y hoy lo hago dentro de estas palabras de recordación. Tras la lectura hubo un silencio. Lezama fue el primero en hablar. Me dijo: 'El poema tiene en usted una larga estación…'. […] Quiso decirme que el texto acabado de oír, convertido en voz, había permanecido germinando dentro de mí durante tiempo y venía a enlazar nuestra amistad.

[…]

Dice así:

Cuando mi juventud se hacía de derribar estatuas,

jovial se ejercitaba mi lengua en la diatriba,

me acerqué a mordisquear tu mármol

con lengüetazos rencorosos.

 […]

 quiero decirte, cuando miro estallar el cielo

y me siento mortal, quiero decirte,

con pobres vocablos humanos

que tu espíritu perecedero inventa su eterno decir:

no hay otra resurrección que la de tu palabra.

Antes de tu muerte recibe

el temblor de abrazarte en el tiempo y saberte inmortal (pp. 360-361).

 

Y así, en esta cuerda, digamos, solemne…

 

2

 

Pero continuemos (quizá para saciar la usual tendencia de la explicación a quedar contaminada por su objeto de estudio) con una anécdota de otro talante: aquí no figurará el meticuloso personaje que, en décadas de consciente impostura, Antón Arrufat se ha labrado por los cada vez más insulsos corrillos literarios cubanos. No hablaremos en esta narración inicial de mensajes dejados por Antón Arrufat en el contestador,[1] no se dudará de la realidad de sus amigos, no estará implicado nuestro autor en homicidio de ninguna clase, ni, como en las arduas pesadillas tropicales de Reinaldo Arenas, tributará información a órgano de inteligencia alguno. Esta no es una anécdota, al menos en sentido estricto, sobre el avatar público de Antón Arrufat o las variantes, más o menos felices, que con frecuencia inusitada —pero no por eso difícil de explicar— ha merecido (y sufrido) en el cuerpo de la ficción narrativa nacional, sino en verdad acerca de esa nada secreta y casi, me veo tentado a calificar, antropofágica —y quizá poco advertida en toda su amplitud— voluntad de corrección y reescritura de la tradición literaria cubana.

Rafael Rojas, en su desigual estudio en torno a la poética de vanguardia y el linaje de Virgilio Piñera en varios autores prominentes del exilio cubano ("historia de la recepción de Virgilio Piñera", lo define el propio autor) donde, dicho sea de paso, resulta Antón Arrufat el único autor indoor a quien se le dedica un epígrafe (Arrufat recibe aquí el tratamiento de exiliado por razones, dentro de la lógica de Rojas, cuando menos, bastante turbias), nos pone en situación: "su obra [la de Arrufat] es, en buena medida, una prueba de la existencia ontológica de Piñera como referente de la literatura cubana contemporánea. La luz espejeante de Piñera se refleja en los textos de Antón Arrufat".[2] Rojas, en La vanguardia peregrina, proclama entonces a Antón Arrufat como garante y albacea del linaje literario de Piñera y pondera, sin que medie ninguna relación de consecutividad, la grandeza estética per se de la obra de Arrufat.

Como sabemos, estas relaciones maestro-discípulo no suelen ser tan apacibles. El mismo Antón Arrufat no se cansa de declarar (en El convidado del juicio puede cuantificarse por doquier) que no siente a Virgilio Piñera como su maestro y arguye, para justificar su sentir, un razonamiento no exento de cierta ternura, pero totalmente coherente, como veremos, con sus presupuestos de poética: el mismo Virgilio no gustaba considerarse en posición de maestro, prefería una relación de iguales, por tanto, por expreso deseo de Piñera, Arrufat no lo considera su maestro.

Ahora bien, la cuestión no es tan sencilla y, aunque no dudemos de la consabida inocencia de Antón Arrufat en cuanto a lo que a concesión de influencias se refiere, nos asalta la duda de si tanto candor no tributa a una operación de lectura de la obra propia con respecto a la tradición un poco más elaborada. La declaración del Virgilio Piñera que narra desde Tres tristes tigres el asesinato de Trotsky nos parece, a todas luces, más cercana a lo verídico: "No me extrañaría que lo mandaran a matar por envidia [nos dice sobre la muerte del bolchevique esta parodia de Piñera], que crece como verdolanga en el mundillo literario. Si no, ¿por qué quiere Antón Arrufat, escribir un libro-pistola? Pues para matarme a mí, literariamente hablando, claro está. ¡Pero hay Piñera para rato!"

La anécdota que les refiero a continuación tiene como marco un curioso ejercicio de corrección de textos, es, si se quiere, un relato arqueológico, de excavación. Se sitúa en el momento de la edición del texto compilatorio hasta ahora más completo de los ensayos de Virgilio Piñera (texto, aprovecho para anunciar, de reciente publicación)[3] y focaliza de manera específica en uno de los más conocidos ensayos de Piñera: "Opciones de Lezama". Podríamos agregar, para situar en espacio y tiempo al auditorio, que este singular pasaje (que confiemos pase a partir de ahora a los anales de nuestra República de las letras) se desarrolla en dos planos: el plano de la corrección y el plano de la escritura y reescritura.

Protagonizan tan impar lance, desde el plano de la corrección, un servidor (quien a partir de ahora pasará a nombrarse el editor) y uno de los compiladores y prologuistas de tamaña empresa literaria (que, a partir de ahora, pasará a llamarse el coautor); desde el plano de la escritura y reescritura nos acompañan, no podía ser de otra manera, Virgilio Piñera, José Lezama Lima y, last but not least, Antón Arrufat.

El coautor, hombre de rigor estricto y temeroso de la teoría francesa, que sirve de testigo de mi probidad, había acordado, en un estado larval del proceso de edición, ceñirse, por razones obvias, a un criterio editorial que privilegiara los textos más cercanos a los originales de Piñera, para tratar de evitar, en la medida de lo posible, las versiones que para el volumen Poesía y prosa, publicado en edición mexicana, arreglara y antologara Antón Arrufat (todos, coautor y editor, estábamos a buen recaudo, conocíamos la fama de palimpsesto de estos textos; sin más, cierto maledicente polemista cubano-húngaro había rebautizado la versión revisada por Arrufat de La carne de René como El picadillo de Antón).

Aun así, un descuido, de esos tan comunes en nuestro apresurado mundo editorial, había dejado traspapelar, dentro de un corpus por demás casi impoluto, la versión contenida en Poesía y prosa del mentado ensayo "Opciones de Lezama". Procedimos entonces, no quedaba tiempo para otra cosa, a cotejar y, si se me permite el neologismo, desantonificar el ensayo. De lo que encontramos en tan perverso ejercicio, el coautor no me dejará mentir.

Del reacomodo y la variación en el texto de Piñera ya estábamos prevenidos: por ejemplo, encontrábamos, sin ceder al asombro en momento alguno, que donde Piñera decía "todo escritor es Casandra de sí mismo", Arrufat corregía "este escritor es Casandra de sí mismo"; o donde Piñera hablaba de diablillos y demonios, Arrufat simplificaba en demonios. De estas cosas no nos sorprendimos, pero, para lo que sí no estaba preparado nuestro ánimo, era para la constatación de que Antón Arrufat llevaba su procedimiento de reescritura y corrección de estilo hasta las últimas consecuencias: no se contentaba con modificar a Virgilio y así crear el híbrido mitológico que se conseguía en el cruce Arrufat-Piñera, sino que, nadie le puede negar arrojo, corregía, es decir, sobre todo eliminaba adjetivos, los fragmentos de Paradiso que Piñera citaba en su texto, pretendía, se puede decir, convertir a Lezama en un narrador norteamericano, creaba además el híbrido mitológico que se desprende del cruce Arrufat-Lezama.

Imaginemos entonces, para completar el cuadro, la metáfora de lectura que lega a nuestra tradición literaria Antón Arrufat, esta vez no al pie de su máquina japonesa, sino balanceándose cómodo en un sillón (quizás semejante a la poltrona gigante que Lezama usa en los encuentros semanales de "Oír conversar a Lezama"), tabla ensillada sobre los brazos del mueble, papeles viejos y lápiz rojo en mano: una imagen que tiene un poco de reescritura creativa a lo Raymond Carver-Gordon Lish, un poco de traición y chapuza a lo Kafka-Max Brod, y un poco también, en una dimensión estilística, de la censura que, según se relata con fruición reconstructiva en el ensayo que abre Convidado del juicio, "Fin de la Pascua o triunfo de la censura", sufre, a manos del señor suspicacia, el censor de la Corona española, uno de nuestros pioneros literarios del xix, Ramón de Palma.

Si he traído a colación esta anécdota, es porque me parece síntoma, como he venido diciendo, de una lógica mucho más ambiciosa, de un procedimiento de colocación de la escritura de Antón Arrufat con respecto a la tradición. La poética de Antón Arrufat, como la de Kafka bajo la lectura de Borges, quiere redefinir a partir de su sola existencia la tradición precedente, en ciertas marcas anteriores pretende vislumbrar su anunciación: su sola fuerza aspira a reordenar una genealogía que la justifique, prestigie y haga inevitable. Pero en el caso de Antón Arrufat, esta pulsión de reordenamiento y precedencia que una poética puede implicar por sí sola se dinamita y recarga.

La reescritura literal de los así llamados grandes maestros de nuestra tradición, que la anécdota anterior quiere ilustrar, no resulta más que el ejemplo extremo de lo que esta poética, a lo largo de más de cinco décadas, ha pretendido conseguir, y que quizá en los ensayos que hoy presentamos se percibe con más claridad: la instauración de un nuevo orden, un afán canónico de sacudir los cimientos del centro. Antón Arrufat, como bien nos recuerda Rafael Rojas, entiende la literatura como oficio autónomo, como suprema forma de vida, está convencido (en esto no es muy diferente de Virgilio Piñera) de su destino de escritor, incluso aún, de su destino de gran escritor, y se dispone a llevar por consiguiente lo que entiende como el proceso de sedimentación de su obra hacia el centro del canon hasta sus últimas consecuencias, como lo prueban por igual el exemplum referido o el volumen de ensayos El convidado del juicio.

 

3

 

"Sainte-Beuve aleteaba sobre la vida literaria parisina como un tío autorizado y maligno", nos dice Roberto Calasso en La folie Baudelaire: con esa misma imagen de ave rapaz no he podido evitar asociar el locus que Antón Arrufat ha intentado abrirse en la tradición nacional.

Calasso relata, en uno de los capítulos finales de su genial ensayo sobre Baudelaire, la forma y el acontecer de las críticas semanales de Sainte-Beuve, en que se mostraba indulgente y escrupuloso con nombres que no serían, el gran crítico podía olerlo, una amenaza de posteridad, mientras reservaba la invectiva y el apóstrofe (apenas nombraba y cuando lo hacía era solo para disminuir el mérito) para los que sí representaban un motivo de angustia (escritores como Stendhal, Balzac o, según Calasso el caso más cruel, Baudelaire); aunque también, aclara Calasso, Sainte-Beuve destruía por igual a los maestros que en apariencia veneraba (Chautebriand, por ejemplo). Pero en esas críticas inyectadas de veneno también podía Sainte-Beuve, a su pesar y con un golpe de genio, definir a un escritor, a una poética como nadie después lo podría volver a hacer (este es el caso del texto sobre Baudelaire y la Kamchatka romántica). Algo de este procedimiento de escritura sobrevive en los ensayos de Antón Arrufat.

Ya Rafael Rojas nos ha recordado, refiriéndose a la jerarquía de la conversación como procedimiento exegético en los ensayos de Arrufat y a la importancia que posee, en su método crítico, la elucidación de la vida del escritor para la explicación de la obra (en esto no se diferencia mucho Arrufat de Piñera), que, en su opinión, Arrufat pertenece más al linaje de Sainte-Beuve que al de Proust. Y si es a un nivel estilístico, temático, textual, muy lícito (para usar un giro caro a Antón Arrufat) pensar esto; en un nivel macro, de poética, de procedimiento y toma de posición con respecto a la tradición, lo es todavía más.

En los ensayos que contiene este volumen encontraremos la evidencia incontestable de que esto es así. En la misma delimitación entre amigos y enemigos, en la postura de falsa modestia que a ratos se asume, en la facilidad y el clima indulgente con que se habla en estos ensayos de escritores que en nada podrán amenazar la posición de la poética de Arrufat, en el clima de intimidad irrefutable en que se relata la relación con los así llamados maestros, en la batalla entablada sin medianías con el nacionalismo origenista entendido como amenaza a la supremacía en la tradición, en el retrato favorable que hace de su generación, en el trazado de ciertas genealogías literarias, en la repartición que a veces puede parecer arbitraria de flores y veneno, se desovilla y obtiene el método Saint-Beuve en el procedimiento ensayístico de Antón Arrufat.

 

4

 

Solo quisiera aludir brevemente a algunas cuestiones particulares de este libro. No podría dejar de admitir, pese a las objeciones esbozadas con anterioridad, la calidad de algunos ensayos o, más bien, de momentos dentro de algunos ensayos: recomiendo, sobre todo, el citado "Oír conversar a Lezama"; "Una vuelta en Nash", que se ocupa de la correrías habaneras de los años 60 junto a Guillermo Cabrera Infante; "Olvidados de la República: Armando Leyva", un texto de los así llamados de recuperación, no carente de cierto encanto; o "Regreso del hijo pródigo", que, contrario a lo que podría pensarse, pese a ciertas persistentes "marcas de estilo", establece con el objeto en cuestión, esta vez Virgilio Piñera y lo homosexual en su poética, una distancia, se podría decir, conveniente.

Quisiera asimismo señalar la eficacia de algunos textos menores y algo inusuales dentro del corpus: "Poetas de La Habana" con su despliegue, no tan común, contrario a lo que se pensaría, de la veta irónica, o "Presentación de un Nocturno", una exacta nota sobre Sergio Pitol, que nos demuestra la capacidad de Arrufat para, cuando lo desea, sumergirse en el análisis estrictamente textual.

Quizá otro de los momentos más endebles del libro en general, se sitúe en el prólogo y las entrevistas que preceden a cada sección (todo preparado por Cristhian Frías, que figura además como editor del texto). La entrevista, divida en tres partes, me ha hecho recordar en su atmósfera idílica (recurrente, como hemos visto, en todo el libro) lo que opinaba Juan José Saer, en la nota demoledora "Sobre un pavo real", sobre las entrevistas realizadas a Nabokov: "sus opiniones pertenecen al folklore de su personalidad, y se justifican muchas veces no por su pertinencia, sino por su mera extravagancia".

El prólogo de Frías, por su parte, resulta profundamente curioso en la medida que parece replicar los mismos "vicios" que alcanzamos a percibir en la prosa ensayística de Antón Arrufat. Lo que anuncia agudeza o análisis preciso se apura en grandilocuencia y tono pastoral. Notemos, y comparemos con "Oír conversar a Lezama", la naturaleza de este pequeño fragmento, escrito "entre cigarros y caminatas por la casa": "era una forma [la preparación del libro] de imponernos una obligación. 'Ahí tienes para varios años de sabia lectura' me dijo al recoger la papelería. En la puerta verde de la casa de Trocadero, le respondí: 'Este es el homenaje que te voy a hacer en vida'. En una semana lo había leído todo. Ya sabía lo que sí y lo que no pondría" (p. 6).

También, me parece, el libro hubiera ganado en contundencia con la exclusión de algunos textos de ocasión: algunos de Lunes de Revolución que son más propiamente artículos panfletarios (y que ameritarían acaso una compilación aparte) o, por ejemplo, el prólogo a la novela de Barbey dʼAurevilly, que, como pórtico que adelanta el argumento de la novela, resulta bastante ineficaz. Me he detenido solo en alguna que otra particularidad de estos ensayos, les dejo a ustedes, potenciales lectores de El convidado del juicio, la enjundiosa tarea de encontrar las evidencias del método Sainte-Beuve dentro de la selección.

 

[1] "'Dudo mucho de los escritores que no están en su casa'. Esta frase de Henry James suele dejarla en mi contestadora. La pronuncia y se queda en silencio, como si esperara de súbito una respuesta. La entonación y el tempo de la voz parecen la de un sacerdote, quizá a causa de sus años de aprendizaje en colegios religiosos o al énfasis de sus palabras" (Cristhian Frías, "El arte de las ceremonias", prólogo a El convidado del juicio, Unión, La Habana, 2015, p. 5).

[2] Rafael Rojas, La vanguardia peregrina. El escritor cubano, la tradición y el exilio (Fondo de Cultura Económica, México, 2013), p. 138.

[3] Carlos Aníbal Alonso y Pablo Argüelles (compiladores), Virgilio Piñera al borde de la ficción. Compilación de textos (Editorial UH, La Habana, 2015).


Antón Arrufat, El convidado del juicio (Ediciones Unión, La Habana, 2015).

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