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Crítica

Apuntes del comienzo

En sus memorias familiares, Nicasio Silverio Saínz habla de los primeros años de la República, de sus taras y sus virtudes.

Nueva York

¡Qué bueno que Ana María Silverio haya querido publicar estas memorias de su padre que han estado inéditas por más de cuatro décadas! Noble ejemplo a imitar el de los deudos fieles que no quieren que el tiempo borre la visió­n del mundo —singular y única como la de toda persona— que un ser querido, en este caso un padre (y un abuelo), quiso dejar a sus descendientes.

Nicasio Silverio Saínz escribió estos apuntes que ahora se presentan en forma de libro cuando llevaba varios años viviendo en el exilio y su vida se acercaba, de algún modo, a su fin. Desde esa cima que es la ancianidad, en particular una ancianidad lúcida como fue la suya, contemplaba él su infancia como ese punto de partida que casi siempre se nos presenta teñido de nostalgia —sobre todo cuando en esos primeros años nos ha arropado el amor— y de la imborrable ilusión de comienzo, que es una de las cosas que hacen a la niñez querida y memorable y, por extensión, el entorno donde esta ha tenido lugar.

En el caso de Nicasio Silverio llega al mundo en el apacible poblado que era entonces el municipio habanero de Marianao, en la última década del siglo XIX, y el hombre que recuerda y cuenta consigue, sin esfuerzo evidente, transmitir la atmósfera de sencillez, de devoción familiar, de básicas lealtades, de ideales puros que coinciden con los últimos años de la dominación de España en Cuba, que él vive desde un hogar rebelde, mambí, como se decía entonces, afín a la lucha que los criollos hijos de la tierra —entre ellos mucha de su gente mejor— emprendieron para sentar a aquella plantación y enclave colonial a la mesa de las naciones.

Ese entusiasmo, esa fe, ese desprendimiento, alienta en el hogar de los Silverio, y el narrador de estas memorias lo vive desde que tiene uso de razón. A este tiempo de forja, sigue la guerra hispano-americana y la intervención de Estados Unidos en Cuba que él, objetivamente, registra como un auténtico escalón hacia el progreso, seguido luego por el jubiloso comienzo de nuestra república. Momento fundacional en el que los que han guerreado —y han arrasado el país de un extremo al otro— emprenden la creación de un Estado.

Este libro puede verse como un entramado de tres hilos que Silverio Saínz va tejiendo para sus lectores: el mundo familiar, el entorno natural o geográfico y la situación política. Instancias que se alternan a lo largo de su narración, estableciendo incluso, deliberada o involuntariamente, algunos símiles hermosos: su padre, médico de pueblo que, en el acto de atender a un enfermo, se tropieza de pronto con una muchacha, casi una niña, de uniforme escolar, que dice, sin reparar en la presencia de un extraño: "Mamá tengo hambre", y el médico queda fascinado por el candor y la belleza de aquella criatura que, no mucho después, se convierte en su mujer y en la madre de sus muchos hijos; años más tarde, la historia parece repetirse cuando el joven Nicasio se encuentra, de repente, en su propia casa, a una chica que ha venido a hablar por teléfono y es presa del mismo deslumbramiento por la desconocida que aquel al que le debe la existencia.

Aunque su padre es médico y profesor, y Nicasio va a ser abogado y, por algunos años, juez, ese padre es sin duda su modelo: hombre de hogar, responsable de su profesión , que recorre todas las mañanas caminos intransitables para estar puntualmente en su cátedra de la Universidad de la Habana, señor que vive decorosamente y le inculca el decoro a su familia. Silverio Saínz reproduce los pasos de su padre, en su carrera de abogado y de juez, expuesto también, en el cumplimiento de sus deberes, a una naturaleza inhóspita donde aún perviven terribles enfermedades y a un medio social donde no tardan en resurgir las taras políticas y morales de la Colonia. La perseverancia en nuestros vicios y el olvido y abandono de las virtudes quedan bien documentados en este libro.

Estas memorias comienzan con una evocación de aquel 20 de mayo de 1902 cuando Cuba se convierte en una nación reconocida: sueño por el que habían luchado y muerto muchos de los notables del país. El niño de ocho años que era el autor entonces es testigo del júbilo espontáneo de la gente en el mero principio de este proyecto institucional. Coincide él con otros cronistas del amanecer de la república en la limpieza de ideales de los próceres fundadores, en el desinterés patrio de tantos; pero, es sincero también en contar la manera en que, muy pronto, ese proyecto se pervierte: la tozudez del presidente Estrada Palma que, no obstante su proverbial honradez administrativa, nunca ha dejado de ser maestro de escuela e insiste en tratar a los cubanos como si fuesen sus alumnos de Central Valley; la brava electoral y el fraude que ya se generalizan en las primeras elecciones y que provocan la primera rebelión de la República, que termina con la segunda intervención norteamericana; la matanza de los negros en la guerra de 1912, cuya crueldad y ensañamiento de parte de las tropas gubernamentales Silverio no excusa; la rebelión de los liberales nuevamente en 1917 —mientras en Europa se libra la Primera Guerra Mundial y el imperio zarista se desploma— contra el fraude electoral que ha de perpetuar a Menocal —amigo personal  de la familia— por otros cuatro años; presiones y chantajes políticos y personales que  llevan al hombre que escribe medio siglo después a renunciar a su carrera en la judicatura.

¿Qué socavó el proyecto de la República? ¿Qué profundos vicios emergieron de nuestro pasado para poner en peligro las instituciones de una nación fundada en tan nobles principios y bajo auspicios tan prometedores? Silverio Saínz no es un sociólogo y este libro no es un ensayo, es tan solo un libro de memorias que se deja leer muy bien, pero de su narración —y de algunos juicios que el autor intercala— a uno no le cuesta trabajo  entender que la corrupción política y administrativa que había caracterizado la sociedad colonial no se erradicó porque los cubanos tuvieran una bandera nueva y fueran capaces de realizar una auténtica epopeya para adueñarse de su destino, sino que encontró, desde el principio, nuevos fueros y novedosas formas de expresarse: el pícaro, el mandamás, el logrero, el tramposo, el burlador de la ley eran tipos coloniales que ahora encarnan los criollos a resguardo de su flamante Estado, muchos de los cuales son los mismos que han hecho valientemente la guerra y tienen un nombre bien ganado de héroes. El hombre que cuenta Silverio que viola la santidad del colegio electoral (pág. 104) es un cubano. El que más tarde le propone la comisión de un delito de cohecho es un comandante del Ejército Libertador y representante a la Cámara (págs. 205-208).

Estamos hablando de una república muy joven, cuyos defectos muchos tildan en ese momento de inmadurez. Nicasio Silverio no se engaña, el régimen republicano ha venido a poner remiendo nuevo en paño viejo. Incluso los beneficios administrativos de la segunda intervención norteamericana (1906-1909) —período al que más de un historiador de lo cubano atribuye el origen de los vicios que aquejarán la República, algo que el autor de este libro desmiente— quedan pronto supeditados a los defectos que imponen las raíces:

Las  leyes promulgadas durante esta segunda intervención que, fundadas en la razón de Estado, intentaban dar forma a una nación en germen, eran remiendos puestos a un endémico estado de cosas que volvería por sus fueros en cualquier momento poniendo de cabeza lo que estaba en pie. Montesquieu había dictado la Constitución de 1901, pero quedaba a cargo de los […] dirigentes de la cubanía dar interpretación y alcance a la Carta Magna y a sus leyes complementarias y era muy posible que, al hacerlo, privara lo congénito sobre lo adventicio.

La carrera del autor no queda al margen de estos desmanes, sino que se descarrila por ellos, al menos esa carrera donde, muy joven aún, cree encontrar un destino, en la cual su voluntad de no corromperse provoca una campaña de descrédito que lo lleva a renunciar para iniciar otros rumbos donde terminará por hacerse de un nombre, pero ya ese futuro no pertenece al ámbito de estas memorias.

Sin embargo, los graves desajustes de nuestra vida democrática, que el autor enjuicia desde un exilio al que ha venido a dar como tantos de nosotros,  pueden explicar algunas causas de la mayor catástrofe de nuestra nación, pero no la justifican; por el contrario, Nicasio Silverio al hacer pausas en su evocación del pasado para detenerse momentáneamente en el momento en que escribe, deplora el desarraigo impuesto por un régimen tan ajeno a nuestras tradiciones. Los males que aquejaban a la República pueden haber sido causa de esta desgracia última, parece decir, pero no suficiente; teníamos una democracia deficitaria, pero democracia a pesar de todo, la cual merece nuestro leal recuerdo. Ese es el mensaje que, en lo político, se desprende como corolario de estas memorias que se interrumpen cuando todavía el narrador es un hombre joven y con mucho quehacer por delante.

En contraste con el ambiente político que puede definirse, en alguna medida, como precario o inestable, emerge de este libro una amorosa visión, casi diríamos que idílica, de la naturaleza de Cuba: la que ven los ojos del niño Nicasio en su natal Marianao, o cuando acompaña a su madre y a sus hermanas a los baños sulfurosos de San Diego, en medio de un paisaje que recuerda la visita al ingenio de los Ilincheta por el camino de Vuelta Abajo que tan precisamente describe Cirilo Villaverde en Cecilia Valdés, o cuando una temporada en el oriente de Cuba lo enfrenta a ese otro campo donde los cañaverales se extienden hasta donde alcanza la vista; campos deforestados, ciertamente, pero de los que depende la riqueza de Cuba.

En medio de este entretejer de geografía y de historia del país donde nace, se arraiga mientras se hace hombre, inicia su carrera y establece hogar propio, Nicasio Silverio nos asoma a la vida de su familia: la bella y dulce madre que infunde amor en sus muchos hijos y a quienes deja huérfanos siendo el autor muy joven; la tía Ita, ejemplo de valiente patriota y esposa leal que pierde a su marido en la guerra para ayudar a criar luego a sus sobrinos como los hijos que ya no ha de tener en su viudez definitiva; la mujer a quien todavía ama y que aún le acompaña en el momento de escribir estas memorias, los hijos que empiezan a llegar y algunos que le arrebata la muerte…

Es de lamentar que el autor interrumpa su narración bruscamente cuando tantos acontecimientos de importancia faltan aún por producirse en su propia vida y en la nación que le sirve de marco, pero esa frustración que produce el fin súbito en el lector, no le resta aprecio ni disfrute por lo narrado ni lo que de lección sabia quiso dejar en sus páginas para sus descendientes y para todos los que, gracias a este esfuerzo editorial, quieran acercarse y degustarlo.


Nicasio Silverio Saínz, Memorias del abuelo (Voces de Hoy, Miami, 2014).

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