La acogida, tan buena como sorprendente, que tuvieron mis versiones al cubano de poemas de Wallace Stevens me ha animado a aventurarme a otros casos de poetas estadounidenses cuya obra refleja su contacto con nuestro país.
El de Hart Crane (1899-1932) es legendario, aunque bien notable resulta la poca atención que se le ha prestado a su experiencia en La Habana e Isla de Pinos. Sobre el tema el único trabajo serio que conozco, aunque tal vez no el único (mi ignorancia es notoria), es el ensayo del profesor Erik Camayd-Freixas, que además provee notables traducciones de fragmentos de poemas.
Como se sabe, el gran poeta Crane, que se tiró de un barco que lo llevaba de regreso de México a Estados Unidos, visitó Cuba en dos, tal vez tres, ocasiones. La primera fue a Nueva Gerona, donde pasó el invierno de 1915 acompañando a su madre y abuela, dueñas a su vez de una finca de cítricos que con el tiempo tuvieron que abandonar debido al eventual traspaso de propiedades a manos cubanas que para entonces exigía el tratado entre Cuba y Estados Unidos.
Fue en esa primera visita que Crane, adolescente, intentó suicidarse por primera vez, por razones y circunstancias que han quedado en el misterio, pero que tal vez se deban a la violencia familiar de la que fue testigo desde niño.
La segunda visita, más larga y fructífera, fue en el verano de 1926, cuando aprovechando el permiso de la madre para que trabajase en la misma finca, Crane regresó a la isla escapando de las penurias del desempleo, mitigando su empedernido alcoholismo, y tratando de saciar su intensa sexualidad gay.
Sus cartas documentan que fue en Nueva Gerona, entre mayo y octubre, que compuso The Bridge (El puente), su obra maestra, durante esa temporada en el paraíso, y que fue allí donde sobrevivió el legendario ciclón del 26, sobre el cual llegó a escribir por lo menos un poema.
La tercera visita —es un decir: fue para quedarse— le quitó la vida. El 24 de abril de 1932, a las 12 del día exacto, a 275 millas al norte de La Habana, donde la noche anterior había desembarcado y agarrado una de sus habituales borracheras, Crane se tiró de la cubierta del crucero Orizaba que lo llevaba a él y a su compañera Peggy Cowley de regreso a Nueva York. Tenía 33 años.
A diferencia de Wallace Stevens, cuya fascinación por Cuba estuvo basada en una sola y breve visita (amén de cartas de Pepe Rodríguez Feo) que lo llevaron a la meditación largamente digerida, Crane, no exento de estimación por la Isla y su gente, siempre optó por la descripción lírica con base en anécdotas directas.
Sus emblemas son concretos: la mata de mango, el bobo, la epifita, el huracán; su lenguaje fuerte y apasionado. Pero al igual que ocurriría pocos años después con Dylan Thomas, su heredero galés, el romanticismo de Crane se cruza con un rudo conceptismo anglosajón cuyos mejores intérpretes son, desde luego, Shakespeare y John Donne.
Por eso el reto de hacer versiones cubanas de esa rudeza no es solo distinto al de Stevens, sino mayor. Tuve que hilar más fino.
Con la excepción de "Forgetfulness", de 1918, y por tanto uno de sus primeros poemas (y uno de mis favoritos), escogí cinco más que sabemos Crane concibió en Nueva Gerona; cuatro de ellos (la excepción es el dedicado a la estatua de Josefina) figuran en una suerte de índice preliminar que el poeta incluyó en una carta (18 de Julio, 1927) a su amigo Yvor Winters de lo que en ese momento llamó su Carib Suite y luego tituló Key West: An Island Sheaf (Cayo Hueso, Una tonga isleña).
Como se verá, cada uno de estos poemas ofrece distintos retos, desde el lenguaje coloquial de "Eternity" hasta el conceptismo alucinado de "Plant Air". Huelga decir, como antes lo hice respecto a Stevens, que no me ha interesado hacer traducciones literales sino versiones al español de Cuba aprovechando el contexto inmediato que inspiró esos poemas y en aras, si no de un vocabulario, al menos sí de cierto tono nuestro. Aunque también, como antes me pregunté, ¿lo habré logrado?
Versiones neobarrocas como "Epifita" o "A la estatua de la Emperatriz Josefina", ¿son realmente cubanas? Unicamente, digo yo, si pensamos en una imaginación como la de Severo Sarduy, como de hecho hice cuando la acometí, y que quiero creer justifica mi humilde dedicatoria, o dedicación.
Lo mismo, pero en otra clave, me ocurrió al trabajar las versiones de "O, Carib Isle", "Eternity" o "Island Quarry": las hice con el recuerdo de Reinaldo Arenas, amigo del vendaval y enemigo de la cárcel, a lo que una isla puede llegar a ser y en su caso, como en el de tantos otros, efectivamente fue. Ninguno de los tres (o cuatro, si contamos a Crane) somos, o fuimos, traductores. Pero sí enamorados del poema. Poema: efímero monumento.
Para estas versiones consulté los textos en The Poems of Hart Crane, edición de Marc Simon (New York, 1986). Vuelvo a invitar al desocupado lector a que contribuya con sus propias versiones de estos mismos, o bien de otros, poemas "cubanos" de Crane —quedan unos cuantos: "The Mango Tree", "The Idiot", "Havana Rose"—y siga la cadena.
La eternidad
Cuando por fin amainó, aunque bateaba bien duro,
la vieja y yo buscando ropa seca,
salimos de la casa. O casi:
el techo, me imagino, debe andar por Yucatán.
La casa salió volando por los yermos
junto a la loma. ¡Y el pueblo…!
Alambres por el suelo y chinos por el aire
con brazos enyesados, barro cubierto de loza
y médicos, soldados, camiones y gallinas.
El único edificio, el hotel de Fernández,
en pie y sin quebradura, lo ocuparon con catres
para los negros heridos para llevárselos después
en el ferry de La Habana, quejándose.
Tremendo embarque. ¿El muelle aquel?
Ahora hay dos, a treinta metros del otro,
Una quilla salió volando hasta el parque
donde dos pavorreales revolcaban laterías.
Y de afuera ni pío se sabe, pero la bola corre
que La Habana, ni hablar de Batabanó,
arde bajo agua hace horas.
Ni radio hay allí, tampoco.
En nuestra llamada casa
dimos pala y empapados. Vimos al ogro sol
sacarle ampolla a la loma, ahora calva y sin palmares,
y hierba prieta carbón
que el viento blanco escarchó. Caramelo.
Todo voló, reguero de gracia extraña,
sendas raíces del trópico flotando allá como tules
y un mulo solo arreciando, dale que dale, Jesús,
como anunciándonos muerte con lomo hundido. En camino
te tapaste la nariz, ¿adónde se habrán metido todas las auras tiñosas?
El mulo falló, tambaleando, y yo apenas
la vista levanté lamentando su estupor.
Sí recuerdo
regalo extraño —caballos,
uno nuestro y otro de otro—
renqueando al amanecer por un matorral bambú
a través de una luz desgañitada
cuando amainaba el viento. Sarita cuando los vió
se echó a llorar enseguida. Esto se acaba pronto. Lo saben
por el hocico. Porque mira bien ahí —¡el blanco Don
que es candela! Y ahí él estaba, ¡verdad,
Vasto fantasma enmelenado por esa noche morosa
de lluvia gritona— la Eternidad!
Al alba del otro día resentía la carroña
regada por todas partes. Precipitados en huecos los cuerpos
sin ceremonia. Y el pueblo, dando martillo.
Que se abrían los caminos, que se traían heridos
y se curaban. A ver.
Por fin
el Presidente mandó un portaviones que dicen
prepara mil flautas de pan.
Antes, de los aviones, se dispararon doctores
Para atajarnos la fiebre. Y mientras tanto yo mismo
en la taberna de Mack, un buen rato con vecinos
vacilando sobre New York, Guantánamo y San Francisco.
Tomando Bacardí, y hablando bobería.
¡Ay, isla Caribe!
Ni la tarántula meneándose al pie de la azucena
frente a muertos dentro de arena blanca
cerca de playa coral, ni los cangrejos
cruzando sendas de lado en un zig-zag
(que altera, subvierte y anagrama tu nombre)
no —nada aquí, bajo el impedimento que ese eucalipto levanta
en sombras arrugadas— se lamenta.
Pero suponte
que empiece yo a contar esos marcos nacarados de muerte tropical,
brutos collares de concha en cada tumba
en orden tan correcto. Entonces
a la arena blanca le daría yo nombres,
fértiles pero en traducción.
De árboles, de flores,
todos adrede, aprovechando esa cripta chiquita de la muerte
mientras el viento que se enreda en su mortaja
se encaracola y se va. Hasta las sílabas querrán respirar.
¿Pero adónde se habrá metido el Capitán de esta doblona isla
que buena falta le hace un torniquete? ¿Y quién sino cangrejos catedráticos
patrullarán las ingles secas del yerbazal?
¿Quién o qué
podrá salir electo Comisionado del Moho a lo largo
de tantos sentidos atrapados?
Su matemática Caribe teje ojos cocinados en calor.
Debajo del framboyán, de tarde o al mediodía,
sus pétalos en llamas van coagulando luz
proyectando mi fantasma
y filtrándolo hacia arriba se lanza por el aire blanco y negro
hasta que al comediante azul plasma.
No dejes que el peregrino vuelva a verse
como lento suicida, preso de ver esos grandes terraplenes
en los muelles del alba con ojos de salmuera,
irritados, revirados, dando trueno a tormentos
y picos apretados, tosiendo para escapar.
Fugitivo del ciclón, yo —fundido en su fluir,
por las tardes me congelo aquí, seda y vacío.
¡Ay, Satanás! Me has regalado una concha,
amuleto cubano.
Mármol soleado que explota en el mar.
A la estatua de la Emperatriz Josefina
Imagen de Constancia
Martinica
Tú, que lágrimas en aumento contuviste, petardos
que has besado, modelos de ciclón lamido
congregado y hecho música en yaguas emplumadas,
raja de eclipse de luna en nudos de palma de pluma,
no me digas que no en esta mañana Caribe;
tú, que recuerdas a Leda y vislumbras al Cisne
ajetreos girando, solicitas las cargas dispuestas
y derrotas a espías y engatusas a flemas,
ahora puedes computar tus puterías
como esta servidor, pero sin a—
porque aun lo reconozco —considérolo seguro— y
deja, déjame a mí el elogio Caribe
que profesa esta fiel devoción,
de quitarte tu puesto en la memoria,
y disponga aquí tu nobleza de renuncia y preocupación.
Que tu muerte sea sacra para los que compartan
el amor y el aliento de fe, ¡trascendente jevita!
No moriste para guardar conquistador a tu lado,
ni para viejo viudo orgullo, fruto del copular.
Olvidar
Olvidar es como un bolero
que vase perdiendo, carente de golpe y compás.
Olvidar es un pájaro, alas juntas,
Recta, inmóvil,—
pájaro que al viento domina, sin cansar.
Olvidar es lluvia de noche
o vieja casa en un monte —o niño.
Olvidar es blanco —tan blanco como árbol tronchado,
y puede hacer que Sibila se vuelque a la profecía
o que a los Dioses entierre.
Yo puedo recordar todo este olvidar.
Epifita*
Gran Caimán
Esta madeja prosperando en sal de nada,
pulpo invertido con brazos hacia el cielo
que impone tronco seco de palma en la caleta—
pájaro apenas— y timbres casi aves,
pulmonar es al viento que rasguña
tentáculos, horror en su amenaza,
corbata del caguayo abierto para mosca,
inflado casi apenas desde su pose. Latir.
Sangran agujas y sierras del cactus
leche de tierra de tallo verde arrancada.
Pero esto —vulnerable, desdentado— derrama nada,
ni sombra casi, mas aire de lenguaje.
¡Dinamo angelical! ¡Ventrílocuo azulejo!
Mientras hacia la playa se arrastra el Caribe tiburón,
¡qué conjunciones designa de los vientos
su apoteosis, al fin —el huracán!
*Versión al cubano dedicada a la memoria de Severo Sarduy
La cantera*
Láminas cuadradas—único mármol que vieron dentro
de las planchas lisas del calabozo ahí en la
cantera,
la que está al doblar de la carretera y alrededor
de la loma con raíces
donde el camino parece hundirse en la piedra,
fino perfil de mármol salpicado de palmas
frente al bravo mar del crepúsculo, y a lo mejor
contra la humanidad.
A veces
al anochecer, es como si la isla se disipara, flotara
en baños turcos. En el anochecer cubano los ojos
van por el camino recto hacia el trueno—
camino seco, plateado hacia la sombra de la cantera—
los ojos, digo, son a veces como si se quemaran mucho y ducho
y no cogieran trillo temblando a la derecha,
a lo ancho de la loma —y de ahí a lágrimas y sueño—
sino entraran dentro del mismo mármol, que por cierto
no llora.
*Versión al cubano dedicada a la memoria de Reinaldo Arenas
Estas versiones al cubano de poemas de Hart Crane llevan el copyright de Enrico Mario Santí, 2014.