Uno de los estereotipos que han definido a La Habana es su colorido. En este caso responde a una práctica asentada a lo largo de su historia, donde el color empleado para amortiguar el resplandor de la brillante luz tropical, ha ofrecido una visión peculiar de las fachadas, convirtiéndolas en un elemento de gran atractivo y vitalidad.
Lo cierto es que el color constituye un aspecto notable en el espacio urbano. Forma parte de la visión general que condensa el conjunto, como lo son también la altura y el volumen de los inmuebles, y por tanto guarda una estrecha relación con la identidad del lugar. Piénsese en ciudades como Curazao, en el Caribe, y Mykonos en Grecia. Pudieran figurarse como el cliché de lo opuesto. La primera por su explosión de colores variados e intensos donde no parece quedar fuera ninguno de los posibles o imaginados, y la segunda por la vista homogénea de las paredes blancas y ventanas azules profundamente conectadas con el mar.
En ambos casos el color funciona como un elemento identificador y tiene gran influencia en la percepción del espacio, así como en las sensaciones y relaciones que con él se establecen. Esto ocurre en todas las ciudades, aunque en algunas se produce de manera más consciente que en otras. Tal es así que, cuando en las últimas décadas se han descubierto los múltiples colores que cubrían los templos y viviendas de la antigua Grecia, Egipto o Mesopotamia, se ha debido reconfigurar completamente la despejada imagen que sobre ellas teníamos, y percibirlas incluso más cercanas a las de la antigua América.
Esta tradición de dar color a los inmuebles ya sea para decorar, diferenciar o distinguir unos de otros, en La Habana tuvo además el objetivo específico de atenuar la intensidad de la luz solar, por lo cual se conoce que desde los primeros siglos se evitó pintar de blanco. Esto resulta curioso, porque en contextos similares otras ciudades optaron por las fachadas blancas para disipar el calor de los interiores. En Cuba el acondicionamiento climático inicialmente se solucionó con muros gruesos, altos puntales, amplias y múltiples ventanas con postigo y luego con persianas, y patio interior.
La práctica colorística de las fachadas pierde su memoria en los primeros tiempos de la villa. Se sabe que varios gobernadores emitieron normas para obligar el uso de algún color sobre el enlucido de cal. Incluso algunos edificios históricos como el Palacio de los Capitanes Generales que hoy observamos sin su revoque, con el sillar a vista, estaba encalado y pintado, empleando el blanco solo para resaltar los ornamentos como las preciosas molduras que decoran cada uno de los vanos.
En 1844, así describía la condesa de Merlín la vista general desde el puerto de La Habana: "Antes de entrar en él, sobre la orilla derecha, al lado del norte, se divisa un pueblo cuyas casas, pintadas de colores vivos, se mezclan y confunden a la vista con los prados floridos, donde parecen sembradas. Parecen un ramillete de flores silvestres en medio de un parterre".
La perpetuidad del color se constata en varias memorias de viajeros, a los que llamaba poderosamente la atención el colorido borde marítimo de La Habana Vieja y su semejanza con otras ciudades de España. Al respecto comentó Federico García Lorca, en 1929: "Es el amarillo de Cádiz con un grado más, el rosa de Sevilla tirando a carmín y el verde de Granada con una leve fosforescencia de pez".
Aunque no se ha podido hacer un estudio generalizado de los colores que históricamente utilizaron los distintos barrios de la capital, sí se ha investigado con minuciosidad La Habana Vieja. Gracias a esto, en 2019 se publicó una carta de colores que registra los 164 empleados en las construcciones del centro histórico.
La acentuada policromía que con seguridad ya mostraba La Habana a mediados del siglo XVIII y en adelante, se pudo demostrar científicamente con el estudio de registros de la aduana y de comercios dedicados a la venta de materiales e implementos de pintura, el testimonio de viajeros, y un número significativo de exploraciones estratigráficas donde se descubrieron múltiples capas de pintura. Muchas de ellas permanecen a la vista del caminante como testigo de los distintos colores y/o decoraciones que tuvieron las fachadas. Porque, además de pintar uniformemente las paredes, se descubrió que casi la mitad de los inmuebles estudiados emplearon decoraciones pictóricas para crear la ilusión de despiezos, líneas y franjas de color, sobre todo desde finales del siglo XIX.
También se demostró que, dentro de la variedad, los colores más habituales fueron los ocres, azules y rojos; y en segundo lugar los beis, amarillos y grises. A partir del siglo XIX también fue muy utilizado el verde. Habría que apuntar que en la carpintería fueron comunes el verde mar, el azul colonial y el castaño oscuro, aunque en las puertas predominó el rojo, el bermellón y el plomo.
Hasta el XIX los colores habían sido más intensos. A finales de este siglo y durante el XX se emplearon tonos claros, sobre todo de la gama de los crema, beis, ocre y lo que se llamó "blanco sucio". Esto estuvo condicionado por la estética del neoclasicismo imperante en esa época y por las Ordenanzas de construcción para la ciudad de la Habana y pueblos de su término municipal (1861) que regularon el uso de los colores hasta 1963. En su Artículo 160 decían que debían ser "medios colores", nunca blanco ni "los que sean muy fuertes y de mal gusto". Si se observan las postales coloreadas de la primera mitad del XX se verá que fueron los colores más habituales en los repartos modernos.
En el caso de La Habana Vieja, a pesar de contar con la referencia de 164 colores, algunos especialistas como el arquitecto Alfonso Alfonso subrayan que se debe ser consecuente en la aplicación de aquellos que fueron propios de la época de origen o del momento en que cada edificio adquirió relevancia. Según él, el uso arbitrario, espontáneo, pragmático y de poca rigurosidad científica que continuamente subestima el valor del color como parte de la memoria histórica del inmueble y de la ciudad, ha hecho que la imagen actual de La Habana Vieja no coincida con la que le caracterizó.
Sería conveniente que tanto el centro histórico como el resto de la ciudad, cuenten con un Plan de Color asentado en el conocimiento de la tradición de cada sitio, de cada etapa, donde pueda crearse un balance respetuoso entre pasado y presente, y se salvaguarde la esencia del lugar.
Durante los últimos 60 años La Habana ha tenido el color que se le ha ocurrido darle al dirigente de turno, siempre como bienvenida a un evento importante o a alguna visita importante también. Ha dependido de la pintura que ha habido en los almacenes. La gente lo ha bautizado como “colorete” , porque debajo de las fachadas pintadas están las grietas y desperfectos de edificios durante años sin mantenimiento. Y no a toda la ciudad, sino a edificios en las calles más céntricas.
Muy buena sugerencia: Plan de Color.
No sé si es porque ya las memorias se van desvaneciendo, pero a La Habana, lo que era el Centro, la recuerdo en tonos beige o crema, esos colores que veo ahora en algunas fotos no corresponden con "mi" Habana, ya nada es lo que fue ni volverá a serlo.