La década de 1950 protagonizó un gran cambio en el perfil de la capital cubana. En muy pocos años la ciudad comenzó a sumar grandes torres de apartamentos, oficinas y hoteles que marcaron nuevos hitos en la perspectiva general capitalina. Los nuevos rascacielos constituyeron una actualización en términos arquitectónicos muy celebrada por especialistas y por la sociedad.
Paralelamente se construía un mayor número de viviendas y edificios públicos de una o pocas plantas, que supieron resumir también el talento artístico de los arquitectos cubanos y la gran pericia que había en el uso de materiales como el hormigón armado. Sin embargo, las grandes torres tuvieron un poderoso impacto a escala urbana, por lo que fueron percibidas como el principal símbolo de la ciudad moderna.
En décadas anteriores ya habían comenzado a incorporarse importantes edificios altos en la ciudad. Recuérdese, por ejemplo, el Banco Gómez Mena (1918), en Obispo y Aguiar; el inmueble de la Compañía Cubana de Teléfono (1927) en Águila y Dragones; y el Hotel Presidente (1928), en Calzada y G. Sin embargo, la firma del Decreto Ley de la Propiedad Horizontal, el 18 de septiembre de 1953, estimuló e hizo muy lucrativa la concepción de varias plantas en una misma propiedad para la venta o alquiler.
Los edificios altos tuvieron una presencia fundamental en El Vedado, donde destaca el tramo de litoral comprendido entre las calles L y O. Allí se concentran varias torres de apartamentos que protagonizaron una carrera en altura, constatando también la tendencia a multiplicar estas estructuras a la manera de las grandes ciudades modernas que, si no se hubiera cortado abruptamente por el cambio político de 1959, hubiera terminado por perfilar una Habana muy distinta a la de hoy.
Allí se encuentran, por ejemplo, el edificio FOCSA (1954-1956) de 28 plantas, y el Someillán (1957), de 32 plantas. El primero ha sido muy celebrado por la eficiencia con que fue construido y concebido: con un diseño muy funcional de apartamentos tipo, con circulación horizontal diferenciada, parqueo soterrado para 500 vehículos y áreas de jardines y recreación que aprovechan tanto las espectaculares vistas de la última planta como la gran superficie del cuerpo inferior que ocupa toda la manzana, donde se colocaron múltiples servicios y calles peatonales interiores. El Someillán, por su parte, aún tiene el alarde de ser el edificio más esbelto de Cuba, considerando la relación que existe entre el ancho del inmueble y su altura.
Solo en El Vedado, pudiera continuarse con una larga lista de edificios altos de excelente diseño y vistosas fachadas. En ellas los balcones suelen ser uno de los elementos más atractivos y creativos, que establecen ritmos y contrastes con el resto de la superficie. También resulta muy peculiar el uso de quiebrasoles, mosaicos decorativos y persianería empleada muchas veces a tamaño de puntal. Más allá del litoral, estos inmuebles ocuparon distintos lotes en vías principales como Línea, 23, L, G, Paseo y 12.
Algunos fueron reconocidos con la Medalla de Oro del Colegio de Arquitectos, como el edificio del Retiro Odontológico (1955), en 1956; y el del Seguro Médico (1956-1958), en 1959, ayudando a consagrar la carrera de su arquitecto Antonio Quintana, quien también fue el autor del edificio de 20 plantas de 25 y G. El primero de los tres es empleado hoy por facultades de la Universidad de La Habana, como la de Economía; y el segundo, es la sede del Ministerio de Salud Pública.
En 1967, este arquitecto construyó en Malecón y F, el que durante mucho tiempo fue el último edificio alto construido en este contexto. Este edificio experimental de viviendas, ha sido criticado y alabado a la vez. Su principal interés está en su sistema constructivo prefabricado y en la forma en que trabajó los espacios de circulación vertical y horizontal con el objetivo de favorecer la privacidad de los vecinos y la ventilación cruzada en las viviendas.
En la década de 1970 se incorporaron en casi todas las ciudades cubanas anodinas torres de 12 o más plantas realizadas con sistemas constructivos prefabricados de procedencia soviética. A la crítica de su diseño se incorpora la de su emplazamiento, pues con frecuencia irrumpieron en entornos de alta cualificación urbana. En espacios tan distintos como Nuevo Vedado en La Habana, o la plaza mayor de Ciego de Ávila, alteraron la armonía del entorno constructivo y social.
En la década de 1990, cuando el país se abrió al desarrollo del turismo como alternativa ante la profunda crisis económica, se hicieron grandes inversiones en nuevos hoteles, muchos de los cuales fueron altas torres ubicadas junto al litoral que permitían desde cada planta disfrutar del paisaje caribeño. Entre los primeros en La Habana, estuvieron el Neptuno (1991) y el Meliá Cohiba (1993). Aunque mejor valdría mencionar el hotel Meliá Santiago de Cuba (1991), como uno de los mejores ejemplos de su época, obra de José Antonio Choy y Julia León.
Puede afirmarse que desde entonces los nuevos rascacielos cubanos han sido exclusivamente hoteles o condominios para extranjeros, como el edificio Atlantic (2007) construido en 1ra y D, Vedado.
Actualmente, las principales inversiones constructivas del Gobierno están dirigidas a la incorporación de nuevos hoteles en la capital, muchos de los cuales son edificios altos: como las dos torres de 26 pisos del Grand Aston (2022), en 1ra y E; el Gran Muthu (2023) con 27 pisos, en 3ra y 70, Miramar; el que está en ejecución en 1ra y B (Vedado) y que tendrá unos 30 pisos; o el colosal hotel de 25 y K, aún en construcción y que tendrá 42 plantas. Ninguna de estas obras ha sido proyectada por arquitectos cubanos, a pesar de su probada capacidad, talento y voluntad de acometer inmuebles de tal magnitud.
Hace más de una década Choy-León habían proyectado un estupendo hotel para el lote de Prado y Malecón, exhibido en la XIII Bienal de Arquitectura de Venecia después de ser incluido en la plataforma Backstage Architecture 2012 como uno de los proyectos más relevantes del año a nivel mundial. El Gobierno cubano, en cambio, concedió el diseño y ejecución de este hotel a una firma extranjera, que en 2019 inauguró un inmueble que no alcanza la belleza ni los valores del proyecto de Choy-León.
La nueva arquitectura que está variando el skyline capitalino es por tanto ajena, y no ilustra el quehacer de los arquitectos cubanos contemporáneos. Tampoco incorpora obras de arquitectos internacionales reconocidos que puedan prestigiar la ciudad. Anónimas compañías extranjeras asumen la autoría, y como en algunos casos también se ha prescindido de mano de obra nacional, la obra no ha significado una oportunidad para la generación de empleos. De esta forma, las nuevas adiciones como la torre de 25 y K —visible desde múltiples puntos de la capital y que empequeñece al antiguo Havana Hilton (1958), luego Habana Libre, ícono arquitectónico habanero—, son percibidas como un desacierto y no como progreso.
Esto se refuerza por el hecho de que las nuevas torres son ajenas a las necesidades constructivas del país, a sus recursos económicos o a su adecuada planificación, y a la demanda turística de la capital y tipo de turista que la frecuenta. En otras palabras, se percibe como una dilapidación de los recursos urgentes para otros servicios vitales de la sociedad, sin que se visualice ningún beneficio a corto ni a mediano plazo.
En pocas palabras: si no hubiera sido por el Fifo y su régimen, el perfil actual de los rascacielos de La Habana sería el que tiene Miami, que en 1959 era un pueblecito playero de casitas de madera y hoy en día es una gran ciudad, la puerta de Estados Unidos hacia Latinoamérica. Si a Cuba le hubieran caído 25 bombas atómicas, no estaría mucho peor de lo que está hoy, con edificios ruinosos que se derrumban y matan a sus habitantes. Y otro tanto en los aspectos económico, político, y moral.