En pleno trópico, la casa cubana ha debido encontrar soluciones para hacer más llevadero el intenso calor y la luminosidad del reinante sol veraniego que caracteriza el clima de la Isla. Los vitrales son con seguridad la más hermosa de sus adecuaciones, por el mágico ambiente de color con que envuelven las estancias, donde se convierten en uno de sus elementos más distinguidos.
Su uso en los inmuebles cubanos se sitúa a partir del siglo XVIII, con la arquitectura barroca, la cual incorporó grandes arcadas de piedra en portales y patios interiores. Esto se observa muy especialmente en los edificios construidos alrededor de las plazas principales. Al inicio se utilizaron soluciones más inmediatas como grandes toldos que guardaban de la incidencia directa de la luz en las galerías. Sin embargo, en el siglo XIX, fue más extendido el uso del vitral, convirtiéndose en uno de los elementos característicos de la arquitectura de la época.
En numerosas viviendas coloniales habaneras se hicieron habituales los mediopuntos y lucetas de vidrios de colores sobre puertas y ventanas para iluminar naturalmente las estancias, pero reduciendo la intensidad solar. Esta práctica estuvo directamente asociada a los oficios del puerto, en particular, a los maestros carpinteros y vidrieros del Arsenal que transfirieron a los inmuebles los vitrales de los alcázares de popa de las grandes embarcaciones.
Gracias a la presencia de esta factoría, se hicieron en la capital muchas piezas con la técnica del embellotado: estructura de madera sobre la cual se montaba el vidrio importado de Bohemia. Solo a inicios del siglo XX se incorporó el vitral emplomado típico de los inmuebles europeos. Se conoce que los oficios empleados en el Arsenal de La Habana, asumieron encargos privados que en ocasiones elaboraban en el propio recinto, con lo cual su labor artesanal se extendió más allá de la construcción naval.
El vitral tiene una doble función: tamizar la luz y decorar. Asimismo, en dependencia del diseño, también puede transmitir un mensaje (religioso, de poder político o económico), tal cual lo haría una pintura o una escultura. De ahí que su uso fuera recurrente en iglesias, sepulcros, palacetes y edificios públicos como bancos o centros recreativos. Durante el siglo XX, estas obras de arte vistieron no pocos vestíbulos con bellísimos lucernarios como el del Banco de La Habana o la moderna sede de la Biblioteca Nacional. En este caso son alusivos al carácter del inmueble, como también puede verse en otros como la antigua sede del Centro Asturiano, hoy Palacio de Bellas Artes, y en el Casino Español, hoy Palacio de Matrimonios y sala de conciertos.
En varias residencias de lujo e instituciones de prestigio, solían hallarse junto a la escalera y en estancias próximas al jardín. Todavía se conservan y son visitables los de las residencias de Narciso Gelats (actual sede de la UNEAC), Pedro Baró (Casa de la Amistad), y en Villa Lita (Museo Servando Cabrera), por mencionar algunos de los más vistosos y reconocidos.
La presencia recurrente de este elemento en la vivienda cubana fue reinterpretada por artistas de la plástica como René Portocarrero y Amelia Peláez. En especial esta última, lo convirtió en protagonista de los interiores que recrean sus obras; donde luz, color, espacio y ambiente tienen lugar a partir del vitral, empleado como un recurso muy expresivo.
En esta época, los diseños de los vitrales solían encargarse a artistas extranjeros. Un caso excepcional fueron los vitrales que representan a San José y a la Virgen de Fátima, realizados por el pintor Mariano Rodríguez para la Iglesia de Bauta. Se ha registrado que, a partir de la década de 1970, con los vitrales del restaurante Las Ruinas del parque Lenin, del Mausoleo de Artemisa y los del Consejo de Estado, fue que comenzaron a emplearse diseños de artistas cubanos. Estos primeros correspondieron a René Portocarrero, Félix Beltrán y Mario Gallardo, respectivamente.
En las últimas décadas, gracias a la amplia y consciente labor restauradora que ha desarrollado la Oficina del Historiador de la Ciudad, se han rescatado varias de estas piezas patrimoniales, tanto del periodo colonial como del republicano, dispersas en numerosos edificios de la ciudad. También algunas construcciones históricas se han vestido con nuevos vitrales desarrollados por vidrieros contemporáneos de gran talento como Rosa María de la Terga, quien tuvo en su haber obras de relevancia como los vitrales de la Iglesia de Paula, del hotel Raquel, de la perfumería Habana 1791 y de la Farmacia Sarrá.
Asimismo, dentro de los oficios rescatados por las Escuelas Taller de la Oficina del Historiador estuvo el de vidriero. Desde 1992, en ellas se han formado varios jóvenes en esta especialidad, que pueden desarrollar en vínculo con los proyectos de la Oficina del Historiador o por encargo de particulares. De este modo, nuevos diseños han surgido en residencias privadas a la par que se recuperan los vitrales históricos de la ciudad y sobrevive uno de los oficios más antiguos de la capital, para la pervivencia de un arte que ha marcado pautas en el diseño interior de la casa cubana.
Cuando voy de visita a cualquier ciudad me encanta entrar a las iglesias y poder admirar sus vitrales.