El camino más largo, sinuoso y amargo entre el capitalismo y el capitalismo es el socialismo, dice el refranero popular cubano. El arte, a su manera, nos ha contado variantes críticas de esta historia.
Muchos de los artistas cubanos de los años 90, por ejemplo, descubrieron en las ruinas el principal logro arquitectónico del periodo revolucionario. El socialismo preservaba en forma de restos los frutos arquitectónicos del periodo anterior. Estos escombros incentivaban el carácter creativo de la posteridad de un modo polémico: expelían un misterio indescifrable—mucho más desconcertante que las fantasmagorías de la mercancía que había detectado Marx— que la economía del tiempo del después no sabría cómo aprovechar ya que a través de ese enigma se exhibía una forma de la materialidad, los desechos, que no era traducible ni en valor de uso ni en valor de cambio.
El otro gran logro de la arquitectura comunista tenía igualmente la forma de un secreto. Un puntal que permitía que dentro de un mismo interior se multiplicaran los espacios habitables; casas que se escondían dentro de otras como las famosas matrioshkas. El jeroglífico que las barbacoas (este es el nombre de ese otro arcano) lanzaban hacia el futuro también pondría en jaque al sistema político y económico que sobrevendrá cuando todo haya colapsado, puesto que el crecimiento infinitesimal que ellas proponen nos obliga a concebir una cantidad infinita que cabe en la más indigente y minúscula de las miserias.
Lo construido por el comunismo, entonces, o se desmoronaba o crecía hacia dentro. Estos dos triunfos de la arquitectura totalitaria fueron leídos también en clave política y/o estético-decadente. Las ruinas no son más que —afirmaba uno de nuestros escritores más célebres— las huellas del bombardeo sobre la ciudad sitiada que nunca ocurrió. Ese montón de escombros hablaba realmente de esa pulsión de muerte que siempre acompañó a la patria en el eslogan revolucionario.
La tesis estético-decadente, sostenida por los traficantes de la indigencia (nombre que subraya su paradójica idea del intercambio ya que lo que domina sus transacciones es la pérdida y no la ganancia), convierte a las barbacoas en el emblema de una estética de la precariedad en la que se cree descubrir una salida a la crisis del arte occidental. Al mercado del arte, estos dealers povera, le oponen "el resolver" del pueblo cubano, en el que creen descubrir la única forma de creatio ex nihilo: ser capaz, como el Dios del Viejo Testamento, de inventar algo de la nada.
La arquitectura revolucionaria, tal y como la imaginan algunos de los grandes artistas y escritores cubanos contemporáneos, intentaba, por lo tanto, imaginar ese tiempo imposible del después del comunismo que se resiste a completar el ciclo, al menos en los casos en que a este se le entiende como un círculo perfecto. Esta arquitectura aspiraba a contradecir la sabiduría popular cubana y a su circular y monótona idea de los tiempos históricos.
Néstor Arenas (Holguín, 1964) nos propone en su obra otra forma de imaginar esa imposible forma del después que propone lo cíclico: un después que es igual, y a la vez heterogéneo, a su antes. Entendido así, como un final que tropieza con un principio no totalmente carente de novedad, el tiempo cíclico absorbe tanto a las ruinas como a las barbacoas. Las ruinas regresan la materia prima a su estado original, aunque un poco más destartalada, y las barbacoas, como las matrioshkas, abisman el espacio doméstico haciendo que nos topemos siempre con un nuevo espacio interior, aunque siempre más diminuto y precario.
Sin embargo, ni las ruinas ni las barbacoas nos sirven para entender el misterio que encierra lo cíclico. Un misterio que propone la imposible fusión entre lo igual y lo heterogéneo, entre lo anterior y lo posterior que ningún círculo supo abarcar. Esta imposibilidad se debe a la insistencia, de la que se considera la más perfecta figura geométrica, en imaginar los tiempos del antes y del después como continuos entre sí; lo que nos habla de la incapacidad de la esfera para vislumbrar la grieta que separa el punto que le dio origen del punto al que se regresa cuando se ha completado un ciclo.
A nuestro rescate vienen las prótesis temporales que coloca Néstor Arenas en el centro de su arte. Prótesis que sí son capaces de imaginar la herida que la duración les inflige a las cosas, el quiebre que separa lo que fue de lo que está por venir. Artefactos ortopédicos unen las moles de concreto que construyó el comunismo, quizás para garantizar que nadie en el futuro derrumbará sus construcciones con fragmentos arquitectónicos emblemáticos del capitalismo global. Pero esta temporalidad postiza, a diferencia de los círculos, une lo que está con lo que ha desaparecido, anuda el vacío con la presencia. Estos injertos articulan lo ausente, o lo arruinado, con lo artificial. Unión paradójica, ya que uno de los elementos ya no existe o solo lo hace de modo precario, manqué, y el otro tiene una forma de existencia en la que se mezcla lo real y lo ficcional, lo actual y lo posible.
Las prótesis de Arenas conciben la temporalidad de un modo geológico. Superponen diferentes sedimentos temporales: funden lo que está enterrado o sepultado por la Historia con la edificación que se ha erigido sobre sus cimientos. Otras veces, sin embargo, invierten los estratos temporales y termina siendo el edificio posterior el que sostiene, aunque sea de forma fantasmal, al que lo había antecedido. La construcción que asumíamos debía estar situada en las raíces, la que debía constituir el fundamento, termina sostenida por un andamio o una grúa que la fusiona como un injerto a la que se supone la sucedería en el tiempo.
Las prótesis también pueden reunir diferentes formas de lo heroico. Los héroes de mármol del comunismo con los héroes de plástico de la sociedad de consumo. El héroe de las mil medallas, que inmortalizó el comunismo soviético, puede terminar calzando, a través de un dispositivo ortopédico, los zapatos de Goofy, el dibujo animado de Walt Disney. Las orejas y los guantes de Mickey Mouse crecen sobre un pedestal concebido para celebrar ese tiempo que, se supone, inauguraría la verdadera historia humana; una historia esterilizada, vaciada de toda contradicción. "The Happiest Place On Earth" o "Where Dreams Come True”, los lemas con que se nos incita a que visitemos Disney World podrían muy bien haber servido para describir la promesa del país de Jauja que proponía el comunismo. Aunque no se debe olvidar el misterio que late en lo cíclico: dentro de lo que parece idéntico se esconde lo más heterogéneo.
Las prótesis de Arenas nos ayudan a entender mejor el acertijo en forma de broma que nos proponía la sabiduría popular cubana. ¿Serán iguales el capitalismo que antecedió al comunismo y el que lo sucederá? Serán tan iguales, nos dicen los íconos pictóricos de Arenas, que nadie podrá sospechar nunca que no se trata de lo mismo. Ese es el misterio de lo cíclico, de las prótesis; que nos permiten soñar con un tiempo en el que todo vuelva a ser como nunca fue.
Este artículo apareció originalmente en Landscapes and Structures, un catálogo dedicado a la obra de Néstor Arenas.