Hagan un momento de abstracción, transpórtense al año 1961. Era época de uniformes: uniformes de milicia, uniformes del ejército, uniformes de becarios, uniformes de alfabetizadores. Los uniformes eran el estado natural de un país que se veía a sí mismo haciendo La Historia.
Adolescentes con un Fal terciado a la espalda, milicianos con pistola al cinto, se podían ver en el transporte público o contando en cadencia la marcha por cualquier calle. La mayoría de la población aceptaba tal excepcionalidad como algo normal.
Había pasado Playa Girón, en cuyo preámbulo, se proclamara el carácter socialista de la Revolución. La amenaza imperialista era lugar común, y probablemente ya estuvieran esbozadas las conversaciones con la cúpula soviética para instalar las ojivas nucleares que tanto darían que hablar al año siguiente.
Recreen la fiebre revolucionaria que contagiara a la mayoría de los cubanos para poner en contexto la breve intervención de Virgilio Piñera en el salón de actos de la Biblioteca Nacional en junio de aquel propio año. Virgilio era un coincidente[1], lo cual tenía lógica, luego de haber vivido la pacatería y la incomprensión de la sociedad anterior. En Lunes de Revolución, había encontrado por fin espacio y cofrades, su trabajo era publicado; llevaba allí las Ediciones R. Sin embargo su entrenada intuición de marginado le decía a Virgilio que aquellas reuniones de fin de semana del mes de junio iban más allá de un documental sobre la noche frívola de una Habana supuestamente heroica[2]. Aún cuando las palabras de Fidel Castro pretendieran apaciguar, el corolario de dentro y fuera de la Revolución no podía sino sobrecoger a su olfato tan fino.
En una muestra de la sincera y enorme preocupación de Virgilio por el costo del mecenazgo gubernamental, fue de los primeros en pedir la palabra el primer día de reunión. Como si con la interpelación de Fidel no hubiera sido suficiente, Virgilio debió sentir muchas miradas de desaprobación, de regreso a su asiento luego de acercarse al micrófono a decir lo que dijo. En la representación de roles entre los intelectuales y el poder, se puede ser maricón, siempre que la adhesión política sea incontestable, ¿pero escéptico?
Debe haberse sentido muy solo Virgilio aquella tarde-noche. Salvo él, Mario Parajón y algún otro, nadie parecía tener dudas, todo fue compromiso y deseo de reafirmarse, de escapar del "pecado original". Se respiraba en la sala la idea de la Revolución misma como objeto de la creación.
Y llegamos al momento de la reunión en que Fidel se desembaraza del zambrán con cartuchera y pistola y lo deja bien visible sobre la mesa. Nadie (o casi nadie) entonces hizo una metalectura del gesto. Como ya he apuntado, los cubanos de la época estaban familiarizados con las armas; muchos allí llevaban el uniforme de las milicias y la mayoría admiraba al barbudo de verde olivo sentado en la presidencia de la reunión.
Es luego, con el cierre de Lunes de Revolución, con las UMAP, con la parametración, la vigilancia y el silenciamiento durante lustros de creadores de diversas disciplinas, que el gesto de Fidel alcanza su definición mejor. Del Piñera entusiasmado de los primeros años quedaría una sombra atrincherada en su rescoldo de creación y la dudosa vanidad de una tertulia casera en extrarradio.
Para la especulación queda la pregunta de si, a la restitución artística que vino con los años, hubiera correspondido una restitución de la fe en "la Revolución" por parte del descreído Virgilio. Me permito jugar con esta idea porque, como se sabe, los creadores suelen ser vanidosos, y el poder de la dádiva y los homenajes ha ablandado a más de un excluido o parametrado de entonces (o de luego). Aunque con Virgilio, al igual que con Lezama, siempre nos quedará la duda, por lo que lo prefiero escéptico y enorme en su posteridad.
[1] Luego de Girón, Virgilio escribiría el poema de homenaje Vamos a ver los muertos de la Patria.
[2] Referencia al documental PM de Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante, censurado poco antes.