A algunos pudo haberles sorprendido las palabras del arzobispo de Santiago de Cuba, Pedro Meurice, durante la misa celebrada en esa ciudad en el contexto de la visita a Cuba del papa Juan Pablo II, en 1998. Palabras calificadas por no pocos críticos y especialistas como pronunciamientos anticastristas.
Sin embargo, un análisis más mesurado indica que eran elevadas las probabilidades de que ocurriera una declaración de ese tipo. Porque cuando el Sumo Pontífice llegó a nuestro país hacía solo cinco años que el mensaje pastoral de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba "El amor todo lo espera", documento que exponía la crisis por la que atravesaba el país en el "Periodo Especial", así como las medidas que debía tomar el Gobierno para mitigarla, había provocado el repudio de las autoridades cubanas. Podría decirse que se trató del mayor encontronazo entre la Iglesia y el Estado después de la expulsión del país de un numeroso grupo de sacerdotes en 1961.
El hecho de que tal discurso proviniera de la arquidiócesis santiaguera podría interpretarse también como un homenaje al predecesor de Meurice, el arzobispo Enrique Pérez Serantes, el mismo que defendió a Fidel Castro tras el asalto al cuartel Moncada, pero que después se opuso públicamente al castrismo debido al giro hacia el comunismo tomado por los gobernantes de la isla.
Lo cierto fue que las palabras del monseñor Meurice sintetizaron el camino recorrido por el castrismo en aras de establecer su dominio sobre la sociedad cubana.
Señalar a los que habían confundido la patria con un partido era una denuncia del sistema unipartidista implantado por los gobernantes de la Isla, quienes se habían apropiado indebidamente del concepto de cubanía, y en consecuencia tildaban de malos cubanos o poco patriotas —también de anticubanos— a todos aquellos que no comulgaran con las directrices del partido único. Eran los que, además, ignoraban el contenido del Artículo 5 de las bases del Partido Revolucionario cubano creado por José Martí, el que establecía que "El Partido Revolucionario Cubano no tiene por objeto llevar a Cuba una agrupación victoriosa que considere la Isla como su presa y dominio, sino preparar, con cuantos medios eficaces le permita la libertad del extranjero, la guerra que se ha de hacer para el decoro y bien de todos los cubanos, y entregar a todo el país la patria libre".
Presentar a los que habían confundido la nación con el proceso histórico vivido en las décadas pasadas era una acerva crítica de esa especie de teleología histórica adoptada por el castrismo, que impuso una visión del pasado cuyo hechos debían desembocar inexorablemente en la revolución de Fidel Castro. Era, por otra parte, un desmentido de ese embuste histórico que establece la continuidad entre las gestas independentistas del siglo XIX y el régimen comunista de la Isla. No es posible buscar una concordancia entre los que siempre elaboraron constituciones de corte liberal, y estos que rigen la nación con una Carta Magna de orientación marxista-leninista.
Identificar a aquellos que confundían la cultura con una ideología era condenar la práctica oficialista de excluir del panteón de nuestra cultura a los creadores que se oponían al castrismo. Era denunciar ese afán de dividir nuestra cultura; de no considerar como exponentes de la cultura cubana a los escritores y artistas que hubiesen abandonado la Isla por motivos políticos.
Por todo lo antes expuesto, ahora que recordamos el aniversario vigésimo quinto de la estancia en Cuba de aquel ilustre papa de origen polaco, conviene no olvidar las verdades incómodas para el castrismo que el arzobispo Pedro Meurice pronunciara aquel 24 de enero de 1998.