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Política

Las revoluciones no son educadas

El dilema crucial es que las revoluciones no generan valores sobre los valores que destruyen. La posibilidad de los valores revolucionarios depende siempre de la solidez de los valores burgueses.

La Habana

La educación, distinta de la instrucción, es más importante que la economía.  Es decir, son los valores los que hacen posible el desarrollo económico. Sin valores puede haber crecimiento económico, no desarrollo. Yo creo que hay una relación univoca entre códigos morales y productividad nacional.

El tema de la educación vuelve a saltar en estos días por la cantidad de insultos, no los de tipo fino que pueden encontrarse en el Inventario general de insultos escrito por el español Pancracio Celdrán, sino los del tipo vulgar de las zonas marginadas, de los que Yoani Sánchez ha sido objeto predilecto. Y no por parte de marginados, sino de encopetados e instruidos funcionarios del Estado: de las letras o de la contabilidad.

Me gustaría recomendar un texto magnífico, El vals de las éticas, del pensador francés Alain Etchegoyen, casi un manual para quien quiera comprender por qué las sociedades desmoralizadas, el insulto es desmoralizador, no comen bien. A menos que reciban dinero del exterior. El tipo de pelea, desmoralizadora también por cierto, que ha protagonizado el Estado a través de ETECSA: quién tiene derecho a recibir el dinero del exterior, que es a fin de cuentas de donde viene todo el que se recibe en Cuba. Si lo recibe el Gobierno, pues se lava, si lo recibe el ciudadano pues es sucio, mercenario.

El problema profundo de valores es que las revoluciones no son educadas. O peor. Las revoluciones son mal educadas. Miren si no cómo los revolucionarios son capaces de dar lo mismo un homenaje que un acto de repudio en Ginebra; en Colón, provincia de Matanzas, o en Nueva York. Y sin educación no hay posibilidad de inculcar valores de ninguna clase. Que la institución  dedicada a la enseñanza lleve el nombre de Ministerio de Educación equivale a confundir nomenclatura y propósito.

Y el dilema crucial es que las revoluciones no generan valores sobre los valores que destruyen. Esa es una tarea imposible. El paradigma moral de la educación pública cubana, ser como el Che, —Che para sus amigos— ha sido burlado en cada generación sucesiva con evidente desenfado, casi descaro. De hecho, si las primeras generaciones instruidas a finales de los 60 y principios de los 70 del siglo pasado se acercaban al ideal, no era porque estuvieron cumpliendo la moral incipiente de la Revolución, sino porque eran niños y niñas educados en el pasado que respetaban lo que le dijeran padres, abuelos y aquellos buenos maestros. En la medida en que ese concepto de respeto a los mayores fue degenerando, decaía con la misma fuerza la imitación del modelo revolucionario.

Estoy diciendo lo que digo: la posibilidad de los valores revolucionarios dependió siempre de la solidez de los valores burgueses. La Revolución Francesa se salvó por dos razones ajenas a su dinámica: la primera es que sus ideales fueron elaborados en la mesa de la Ilustración, no imaginados por Robespierre; la segunda es que uno de los hombres más admirados en su historia, Napoleón, fue un contrarrevolucionario a quien se le ocurrió un proyecto excelente para salvar el espíritu igualitario de 1789: un código civil que se deshizo de todo el lenguaje entre ampuloso y vulgar de los revolucionarios. Entonces Francia, sin reyes y más igualitaria, readquirió sus antiguos modales aristocráticos, que perduraron y perduran más allá de la rebelión antiburguesa de mayo de 1968.

Del resto de las revoluciones, ni hablar. Una revolución que dura, como la mexicana o la cubana, destruye valores sin crear aquellos que los puedan sustituir. México pudo irse salvando porque contaba con un Octavio Paz o un Carlos Fuentes que a su manera expresaron el triunfo de la contrarrevolución y con ello la salvación de parte de los ideales originarios de la Revolución Mexicana. Pero la llamada Revolución Cubana no pudo generar a su contrarrevolucionario de talla, decente y de buenas maneras, aunque había gente con estatura para detener la máquina productora y reproductora de sus excesos, salvando así cualesquiera que fueran sus ideales iniciales.

El problema es doble: la violencia y el lenguaje. Como todos sabemos bien y sufrimos a diario: la violencia es indecente por partida doble: no le gustan los argumentos ni se basa en argumentos. Su relación con los demás no tiene racionalidad moral y tiende a destruirlos al primer conflicto. Y el lenguaje típico de ella, que es el otro y mismo rostro de la violencia, solo es capaz de expresar las necesidades reductoras de la revolución en un círculo vicioso entre matar al enemigo y destruirlo con sonidos guturales y palabras soeces.  

Y el asunto es estructural. Sin violencia y reducción ruda y vulgar del lenguaje no hay revolución. Recordemos que el lenguaje de la revolución cubana se alimenta de dos fuentes: la rudeza del habla rural, el gusto hispano por la ofensa, y la dureza de la marginalidad donde se necesita sobrevivir. Cuando se escucha la conga revolucionaria uno se espanta por su lenguaje, pero entiende que sin esos términos el proceso iniciado en 1959 hubiera durado lo que un merengue en la puerta del colegio. Cuando se atiende al discurso oficial nos enredamos entonces entre metáforas violentas como las de las cargas al machete, la del planazo o el darle duro al enemigo.  Frente a estas metáforas, ¿cuál es el poder de la lógica, del más simple silogismo o del pensar complejo?  Me he preguntado siempre por qué la mayoría de los físicos no son revolucionarios. Una respuesta se encuentra en la complejidad de su lenguaje. La otra, en que la mayoría es gente decente.

Pero sin lenguaje no hay valores. Llamo lenguaje al discurso revolucionario por incapacidad para darle otro nombre a la articulación de un habla específico. En puridad, las revoluciones son la eliminación de todo tipo de lenguaje para sustituirlo por la articulación bien estructurada, como en la cubana, del neolenguaje, de la violencia verbal y de la violencia física. No por gusto las revoluciones crean una paradoja a simple vista inexplicable: en ellas el lirismo adquiere una altura tal que confunde a quienes la observan bien de cerca en sus acciones cotidianas y prosaicas.

En este sentido la poesía de Silvio Rodríguez  —"vivo en un país libre, cual solamente quiere ser libre"— enmascara la vulgaridad social, la palabra gusano viene aquí a la mente, y sublima la retórica demagógica y eufemística de un poder   — ¿hay un eufemismo menos imaginativo que el de libreta de abastecimiento?—   que no fue capaz de comunicar ni una sola idea trascendental.

Cuando desaparecen la poesía y la retórica, los únicos momentos en los que las revoluciones viven más o menos en paz, ¿qué queda?  La queja por unos valores destruidos, el intento, bastante hipócrita por cierto, de recuperarlos desde una ficción aristocrática que no va, o no debería ir, con los revolucionarios, y el espanto de cierto  hablar popular que traduce en todos los niveles la ausencia de ideas y de imaginación.        . 

¿Pero no habíamos quedado en que el lenguaje de ayer era el de la burguesía en decadencia, bien retratada en la película Memorias del subdesarrollo? ¿Por qué suponemos que el discurso público del reguetón no es el mismo discurso privado de los revolucionarios? Un revolucionario decente es un disidente inconfeso.

Algo huele mal. Parece que reivindicar el hablar y las maneras del burgués,  lo único que permanece después del desastre de toda la gestualidad revolucionaria, es la operación retórica equivalente a los campeonatos de golf ganados en el seno mismo del castrismo decadente. Esa sería una movida creíble si viniese acompañada de la crítica profunda de la revolución misma. Todo lo demás es como culpar al pueblo de ser culpable por ser el pueblo. Una culpa transferida a un mal lugar, narrada tardíamente y que nos hace lucir como estúpidos.

En todo sentido profundo ser gusano hoy supone el regreso de la ciudadanía, como ser mambí ayer implicó el inicio de una épica: la revolucionaria.

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