La ley 118 de Inversión Extranjera no establece ninguna limitación respecto al origen del capital. En ese sentido ciudadanos de origen cubano no están limitados de invertir en #Cuba. Más información en @MINCEX_CUBA. #SomosCuba pic.twitter.com/VZ5jUrdcOA
— Rodrigo Malmierca Díaz (@R_Malmierca) 31 de mayo de 2019
El ministro de Comercio Exterior e Inversión Extranjera de Cuba (MINCEX), Rodrigo Malmierca, declaró recientemente en un tuit que "La Ley 118 de Inversión Extranjera no establece ninguna limitación respecto al origen del capital". Cinco años antes, él mismo había definido esa Ley como: "una actualización profunda del proceso de transformaciones que se desarrolló al inicio de la Revolución para poner los principales medios de producción en manos del Estado Revolucionario". Es decir, para consolidar el monopolio del Estado.
Para atraer la inversión foránea —excluyendo a los nacionales— se promulgó el Decreto-Ley 50 en 1982, la Ley 77 en 1995, el Decreto-Ley 165 (para crear las zonas francas) en 1996 y el Decreto Ley 313 (para crear la Zona Especial de Desarrollo Mariel) en 2013, sin que se lograran sus objetivos, pues las condiciones impuestas son atípicas para las empresas que operan en economías de mercado.
Las medidas coyunturales introducidas por Fidel Castro en los años 90 y las reformas de Raúl Castro a partir del 2008 —dirigidas a sostener el poder e insuflarle eficacia al modelo totalitario sin alterar su naturaleza— fracasaron. La disminución del Producto Interno Bruto de forma sostenida puso a la orden del día la necesidad de altos montos de inversión, algo que en las relaciones económicas internacionales ningún país puede obviar.
En febrero de 2014, en el XX Congreso de la Central de Trabajadores de Cuba, sin mencionar a los cubanos, Raúl Castro dijo: "debemos tener en cuenta la imperiosa necesidad de fomentar y atraer la inversión extranjera en interés de dinamizar el desarrollo económico y social del país". Según los cálculos gubernamentales, la salida de la crisis requiere de un crecimiento anual del Producto Interno Bruto del 5 al 7%, lo que implica inversiones de entre 2.000 y 2.500 millones de dólares anuales.
Con esos antecedentes se aprobó en 2014 la Ley 118 de Inversiones Extranjeras, más flexible que las precedentes, pero excluyente respecto a la participación de los cubanos independientes del Estado. Sin embargo, en diciembre de 2016 el Ministro de Economía y Planificación reconoció que "la inversión extranjera continúa siendo muy baja". Y en 2017 apenas se sobrepasaron los 500 millones de dólares. La causa: la estatización, la subordinación de la economía a una ideología y la falta de voluntad política.
Ahora, con la situación agravada por la entrada en vigor del Título III de la Ley Helms-Burton, el Gobierno emite una tímida señal, que si viniera acompañada de otras medidas pudiera interpretarse como la disposición —tardía pero disposición al fin— de permitir la participación de los cubanos en el proceso inversionista, cuya exclusión ha sido y es uno de los talones de Aquiles de la economía cubana.
El artículo 2 define al Inversionista extranjero como: "persona natural o jurídica, con domicilio y capital en el extranjero", y al inversionista nacional como “persona jurídica de nacionalidad cubana, con domicilio en el territorio nacional”. Como la personalidad jurídica está limitada a empresas estatales y a “cooperativas”, subordinadas a los fines estatales, el resto de los cubanos queda excluido de dicho proceso, como lo expresó en una oportunidad Rodrigo Malmierca cuando creía que los dólares de los inversionistas foráneos lloverían sobre la Isla: "Cuba no irá a buscar inversión extranjera a Miami. La ley no lo prohíbe, la política no lo promueve". Tampoco en ninguna de las continuas campañas para atraer inversionistas se mencionó a los potenciales inversionistas nacionales.
¿Cómo explicar las palabras de Déborah Rivas, directora general de Inversión Extranjera del MINCEX, según las cuales han existido "varias propuestas" de inversión de emigrados cubanos y sin embargo, ninguno se haya establecido en cinco años, mientras que cientos de empresarios foráneos se han instalado o han escapado nuevamente de Cuba? Esas declaraciones generan dudas sobre la voluntad política para hacer realidad las intenciones expresadas por diversos funcionarios cubanos.
Si realmente no se establece ninguna limitación respecto al origen del capital, ¿por qué el Gobierno no se dirige a los cubanos con independencia de donde vivan?. Pues si injusto es la exclusión de los residentes en el exterior, más injusto es negarle ese derecho a los que residen en la Isla, entre ellos a los miles de cuentapropistas que estarían dispuestos a participar en inversiones más allá de los permitidos puestos de fritas, de los acosados almendrones o de las ventas ambulantes.
El hecho indiscutible es que el caso cubano es el único de la región en que sus habitantes están excluidos de participar como sujeto en los destinos económicos de su nación. Una decisión ideológica que anula el interés de los nacionales por los resultados de la economía y genera sospechas en los inversionistas foráneos, algo ajeno a los derechos más elementales y a la dignidad humana. Se trata de la negación del concepto martiano de República, concebida como estado de igualdad de derecho de todo el que haya nacido en Cuba o el de país de muchos pequeños propietarios.
Por tanto, para darle valor a las declaraciones del Gobierno, entre las muchas medidas necesarias, se imponen liberar definitivamente la economía de las trabas ideológicas y legalizar el derecho de los cubanos a ser propietarios y participar como inversionistas a la par con los inversionistas extranjeros. Es decir, desterrar definitivamente la exclusión.
De no ser así, será otra pérdida de tiempo, si es que queda tiempo para desperdiciarlo.