Las medidas populistas que el Gobierno cubano puso en marcha de inmediato tras la victoria revolucionaria de 1959 tenían por objeto preparar el terreno para la implantación de un régimen de partido único, concentración de recursos en manos del Estado y política exterior antiestadounidense. Después de todo, esas eran las premisas de la liberación nacional y el desarrollo acelerado que figuraban en la vulgata tercermundista, inspirada en el marxismo-leninismo.
Era preciso concentrar el poder en manos de los representantes genuinos del "pueblo" (categoría de la que a priori quedaban excluidos quienes no compartieran la ideología de los vencedores), estatizar la riqueza y los medios de producción, invertir las alianzas internacionales para romper los lazos de subordinación establecidos con EEUU y el capital extranjero, y modificar los términos de intercambio para lograr un "comercio justo". Esa estrategia se ejecutaría, naturalmente, bajo la preclara e indiscutida orientación del caudillo victorioso, que guiaría a las masas hacia la auténtica y definitiva liberación nacional.
En años posteriores la propaganda gubernamental explotaría el victimismo y presentaría la preparación del régimen totalitario como un conjunto de medidas defensivas que el régimen fue improvisando en respuesta a la agresión estadounidense. Según esta versión, la revolución de 1959 era democrática y nacionalista, y solo trataba de restablecer las libertades constitucionales atropelladas por Batista en 1952 y proteger los intereses de la población ante la voracidad de los monopolios yanquis.
Estas buenas intenciones del inicio se torcieron por la reacción del imperialismo, que se empeñó en destruir la revolución y terminó por echar a Castro en los brazos de la Unión Soviética. Pero quien conozca los testimonios de los contemporáneos —desde Elena Mederos, Rufo López Fresquet o Manuel Ray, que fueron ministros del primer gabinete revolucionario, hasta observadores extranjeros como el periodista Tad Szulc o el historiador Hugh Thomas— y observe la secuencia de lo ocurrido entre 1959 y 1962, comprobará que la implantación del comunismo en Cuba obedeció a un esquema minuciosamente preparado antes del triunfo del 1 de enero y que empezó a aplicarse en cuanto los centros del poder político y militar quedaron en manos de Castro y sus más cercanos colaboradores.
Oculto tras el caos vital y la logorrea del Máximo Líder, que divertían a los periodistas y seducían a las masas, operaba un equipo discreto y disciplinado de comisarios encargado de eliminar a los opositores políticos, confiscar los medios de producción, someter a los sindicatos, dominar la Universidad, controlar los medios de comunicación y anular a las demás entidades de la sociedad civil.
La aplicación en Cuba de los postulados del marxismo-leninismo se tradujo, como era previsible, en la ruptura con Washington y la creación de un Estado policial y una sociedad militarizada. Las clases altas y medias no se dejaron expropiar y deportar mansamente, por lo que fue preciso multiplicar las cárceles y los paredones de fusilamiento por toda la Isla. Poco después de la imposición del modelo socialista, miles de cubanos de a pie que, seducidos por el discurso populista, habían aplaudido las medidas iniciales del régimen, empezaron a huir del país por cualquier medio. Y 60 años más tarde sus hijos y nietos siguen haciéndolo.
Cuba arrastra todavía la resaca de aquellas primeras decisiones, que rompieron la convivencia, desgarraron el tejido social, trastornaron el aparato productivo y anularon derechos y libertades fundamentales de la población. Esas consecuencias afectan profundamente la vida del país y obstaculizan el desarrollo de su economía, por lo que el Gobierno trata de paliarlas, pero como no va a la raíz del problema se limita a aplicar remedios y arbitrios superficiales. De ahí que las reformas y los decretos que se suceden apenas tengan efectos marginales sobre las condiciones en las que malvive hoy la mayoría de los cubanos.
A mínimos de subsistencia
La estatización de los medios de producción y las leyes que redujeron drásticamente la libertad económica en el decenio de 1960 provocaron el rápido empobrecimiento del país. El Gobierno justificó la caída del nivel de vida con el argumento de que era necesario redoblar la defensa ante el enemigo imperialista, financiar los planes que extenderían la enseñanza y la atención médica a toda la Isla y mejorar la infraestructura, que sería la base del desarrollo posterior.
Cuando, al cabo de unos años, se comprobó que la productividad seguía disminuyendo y que la cartilla de racionamiento y las colas habían venido para quedarse, en lugar de cambiar la política se cambió el relato: ya no se trataba de alcanzar la prosperidad y el desarrollo fulminantes que el socialismo había prometido, sino de vivir austeramente y "crear riqueza con la conciencia", es decir, trabajar mucho, consumir lo menos posible y marchar con el fusil al hombro los fines de semana.
A lo largo de 30 años los subsidios soviéticos garantizaron el mínimo de subsistencia necesario para aplicar esta política y el Gobierno gestionó la pobreza con la garantía de escuelas y hospitales "gratuitos" y de acceso general. Con la desaparición de la URSS en 1991 el PIB cubano se contrajo a la mitad y todavía hoy, 27 años después, no ha recuperado los niveles modestísimos que tenía en la década de 1980, a pesar de la providencial aparición de Hugo Chávez como patrocinador bis del castrismo a finales del siglo XX. Las "vidrieras" del sistema —educación, salud pública, deportes— se desmoronaron rápidamente y la estampida migratoria se multiplicó hasta superar todos los índices precedentes.
En el contexto actual, el nuevo deterioro de las relaciones con EEUU y la crisis que atraviesa Venezuela auguran un porvenir aún más incierto para la Isla, en caso de que los sucesores de Raúl Castro decidan mantener el rumbo presente.
Cuando se examinan las líneas de fuerza que determinarán la evolución del país en el futuro próximo —emigración/demografía, remesas del extranjero, productividad agraria e industrial, perspectivas del transporte, la energía y la vivienda, composición del comercio exterior, tendencias del sector turístico— resulta obvio que la única vía posible para salir de la espiral de empobrecimiento vigente hoy consiste en someter al Estado a una cura de adelgazamiento y mejorar las relaciones con sus vecinos inmediatos, tanto del norte como del sur. Pero a fin de reducir las competencias y la burocracia estatales habría que transferir a la sociedad civil un volumen mucho mayor de actividad económica y abrir el país a la inversión y la innovación tecnológica extranjeras, lo que significaría ampliar el ámbito de derechos y libertades individuales, mediante la reforma de las leyes. Esto solo podría llevarse a cabo si el Partido Comunista de Cuba estuviera dispuesto a ceder parte del poder que hoy detenta en solitario.
La disyuntiva entre controlar o producir —dicho de otro modo, la necesidad de sacrificar una parte del monopolio político en aras del bienestar económico— está lejos de ser novedosa. Tarde o temprano, casi todos los regímenes marxistas han tenido que enfrentarse a ella. La respuesta ha variado, en función de la cultura, las características de la economía, las condiciones geográficas del país, sus vínculos con la población exiliada y el grado de desarrollo alcanzado antes de la implantación del socialismo. Es una ecuación con muchas variables, que admite diversas soluciones.
En Cuba, las respuestas estarán condicionadas sobre todo por dos factores externos: la política migratoria de Washington y la salud del Gobierno de Nicolás Maduro. En eso han venido a parar la "liberación nacional" y la "defensa de la soberanía", coartadas de la represión y la pobreza que desde 1959 ha empleado sin descanso el régimen cuartelario de la familia Castro.