Como en las mejores novelas negras de Chandler y Hammett, por estos días en la capital de Cuba la realidad supera la ficción: un numeroso grupo de diplomáticos norteamericanos está manifestando síntomas diversos, atribuibles, hasta ahora, a un llamado "ataque sónico". Sin entrar en detalles clínicos —de los cuales, por cierto, muy poco y de manera confusa se ha informado— los "pacientes" se quejan de molestias neurológicas y sensoriales.
Solo sabemos que varían de un caso a otro, que la intensidad y los daños también son singulares, y para mejor indefinición, se han percibido como "ruidos" en al menos dos locaciones diferentes, un hotel y las casas de los diplomáticos. De ese modo, la labor de los especialistas médicos es de gran complejidad. Puede ser muy difícil establecer una relación causa-efecto, y de esa manera, encontrar a los responsables.
Sin embargo, en este juego de especulaciones que es toda trama detectivesca, se impone un análisis más circular que lineal. Esto sucedió hace varios meses, justamente durante el fragor de la campaña presidencial norteamericana. Tal circunstancia implica que buscar causas y culpables no es tan importante como empezar por los efectos, las consecuencias, el "aquí-ahora". ¿Por qué La Habana y en este momento? ¿Qué reacción en "el otro" buscan "síntomas" individuales tan agresivos, arteros?
Para nadie es un secreto que la apertura de las embajadas en ambas capitales fue una "fuerza" de la administración Obama. El estilo "desafiante-pacifista" del gobierno anterior negoció en silencio primero, y en contra de la mayoría de los congresistas cubanoamericanos después, la relajación de lo queda de embargo, embajada incluida. Nunca el régimen cubano cumplió con mejorar los derechos humanos en la Isla, condición previa por parte de los norteamericanos. La Habana ha sido sinceramente retadora y lo ha reafirmado: en Cuba no hay ni habrá nada que cambiar.
La reinauguración de la embajada en La Habana era un purgante que debía tragar el régimen para mejorar sus relaciones con Europa. Las finanzas comenzaban a airearse, los inversores a llegar en grupos. ¿Y la llamada Posición Común? Cuestión de tiempo. Era presumible que de ganar la senadora Clinton, como casi todo el mundo esperaba, el personal de la embajada aumentara, incluido el nombramiento oficial de un embajador. Ante ese dilema, ¿qué hacer? Lo que se hace contra cualquier enemigo: aumentar la vigilancia.
Estados Unidos fue, es y será siempre para el régimen comunista cubano un enemigo, no importa si usa el carril uno o el dos. Sus armas son demasiado peligrosas. En primer lugar, el bombardeo indiscriminado, masivo, de información de la cual el pueblo carece. Una preparación artillera con algunas revistas y periódicos digitales, un par de canales en español, y una docena de documentales sobre la Cuba de "antes" y de "después", provocarían daños irreparables. Después vendría el desembarco de "tropas" cubano-miamenses, sin restricciones, y la instalación de trincheras de negocios cubanos privados por toda la geografía antillana. La ofensiva final de las grandes compañías norteamericanas, sin otra limitación que la imprescindible soberanía cubana, sembrarían la Isla con franquicias de bancos, automóviles, hoteles, restaurantes y tecnología. La Revolución cubana sería en breve una triste pesadilla.
Ante esa posibilidad, todo cuanto haya que hacer será hecho. Pero tal vez sucedió una chapuza. Algo salió mal. Así es la vida: un hecho nimio, imprevisto, desata circularmente el desastre. Ahora los especialistas del chequeo y el contra-chequeo no se forman en Alemania ni en la URSS. No son los muchachos del Miramar Yatch Club ni los viejos conspiradores del PSP. Tampoco hablan varios idiomas. No saben de buenos vinos ni añejados whiskies de malta. No conocen el Louvre en París, la Colina Vaticana de Roma, el Museo Británico de Londres.
Este incidente podría ser una pifia más después del enroque de los 90 entre el "ministerio" y las FAR; un "descuido" como el que permitió la captura de Ana Belén Montes y la Red Avispa; un "desliz" tragicómico como poner sacos de azúcar encima de un par de aviones viejos con destino a Corea del Norte y hacerlos pasar por el vigilado canal de Panamá. Pero todo tropezón es aprovechable. Cualquier error puede ser convertido en beneficio. En eso el extinto jefe era un maestro.
Podría ser creíble que el general-presidente no estuviera al tanto de los novedosos aparatos que los muchachones de Línea y A colocaron en el Hotel Capri—¡¿qué hacia un gringo en la habitación de un hotel "cableado" hasta sus cimientos?!— y en algunas residencias de la misión norteamericana. Él no puede controlarlo todo. Invita a los especialistas norteamericanos meses después de los hechos porque no se siente responsable. Y al final, nada hallarán; el grupo encargado de limpiar las evidencias sí ha hecho su trabajo con eficiencia.
Cuando los del F.B.I y otros super-especialistas llegaron a la Isla, casi todos los ruidos habían desaparecido. Menos la embajada. Pero ese "ruido" también está a punto de esfumarse. Se cumpliría así el único objetivo: el mundo se abrió a Cuba, y Castro no se abrió al mundo. El general-presidente puede decir, tranquilamente: ¿Embajada americana para qué?