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Opinión

¿Algunos prefieren quemarse?

Kim Jong-un, Nicolás Maduro, Miguel Díaz-Canel y los casos de Norcorea, Venezuela y Cuba.

Miami

Hace mucho, Seneca (4 a.C. -65 d.C) afirmó que el primer arte que debían aprender los que aspiraban al poder era el de ser capaces de soportar el odio. El odio, entendámoslo bien, de quienes deben obedecerlos. Rara cosa es el poder ejercido de manera absoluta. Llega a ser una especie de droga cuya adicción solo es posible superar con la muerte o la discapacidad, parcial o total.

Ensombrecen el mundo de hoy algunos de estos individuos encaminados o apoltronados en el mando despótico, a los cuales la repulsa universal, o al menos de una buena parte de sus propios pueblos, en vez de llamarlos a capitulo, parece impulsarlos a ganar aún más poder —más odio— del que ya son dueños también absolutos. Es tan absurdo en pleno siglo XXI hacer alarde de semejante autoridad, que han hecho ellos mismos una suerte de grupo donde se aplauden unos a otros por ausencia de público veraz.

El caso más notorio en el mundo de hoy es el del dictador norcoreano Kim Jong-un. Las apuestas a que lance otro misil provocador cerca del territorio norteamericano están a su favor. Nadie en su sano juicio haría algo así a no ser que crea, firmemente, que no habrá respuesta suficiente del otro lado, o que su poder es tan avasallador que el enemigo se abstendrá de una réplica. En la mente de tales personajes —semidioses, seres tocados por la Divinidad—, la muerte propia no es opción; la de los demás, un sacrificio necesario.

Este chico de Pyongyang ha crecido rodeado de complacientes súbditos quienes para cuidar sus cabezas mienten, ríen —¿por qué siempre ríen cuando lanzan un cohete?— y aplauden cualquier locura. El efecto es exponencial: más poder, más terror, más temeridad e irresponsabilidad y menos sentido común. Puede que el nieto del fundador de la doctrina Juche pudiera hacer las cosas de manera diferente, y salvar a su propio pueblo. Pero como otros tantos en la historia, cree encarnar lo terrenal y lo divino, y si su gente no es capaz de vencer, merece morir.

A miles de millas de distancia, Nicolás Maduro parece vivir los mejores momentos de su farsante presidencia. Como tantas veces se había advertido en estas páginas, cada día va a por más, imparable. Alguna periodista cubana ha dicho que a pesar de su proverbial ignorancia, es un hombre con gran inteligencia emocional (SIC). Como su compinche asiático, se lo ha creído y parece estar dispuesto al martirio, a la oblación. Quienes lo rodean, sobre todo si son cubanos, le han metido en la cabeza que es una suerte de hijo espiritual del difunto coronel golpista Hugo Chávez; un tataranieto político del Libertador Simón Bolívar, cuya misión hoy es comandar a los nuevos libertadores de América.

Maduro tiene la certeza de que el momento de "morir quemado" nunca llegará. Nicolás pudiera haber escogido el verdadero camino del diálogo y la reconciliación si hubiera puesto sobre la mesa la banda presidencial que usa fraudulentamente. Pero también al creerse tocado por un mandato superior, destinado a una misión sublime, la renuncia —que sí es un acto de amor supremo— no está en su ADN dictatorial.

Otro de los mal venidos a esta selecta cofradía, y aun en proceso de elevación a los altares del totalitarismo, es el nombrado vicepresidente cubano —nadie lo ha votado directa y libremente— Miguel Díaz-Canel.

El reciente video con sus declaraciones nos enseña lo que pudiera esperarnos: un talibanismo total, donde todo el que se ha movido en la foto, no ya el que se va a mover, será borrado sin contemplaciones. Díaz-Canel nos ha dicho que él no es una caricatura; que es de carne y hueso y sin corazón; que puede ser tan o más odiado, más mentiroso y aguafiestas que sus predecesores.

Si hiciéramos una encuesta sobre las emociones que provoca esta presentación, con mucha seguridad serían la ira, el desengaño, la antipatía y la tristeza. Y tal vez eso es justamente lo que busca el régimen. Poco importa si el video es viejo o nuevo, porque en Cuba todo es intemporal, como las consignas y fracasos. Poco importa quién fue el "filtrador", porque en la Isla el mensajero nunca es el mensaje, y el mensajero suele desaparecer. Tampoco tiene relevancia si es para consumo interno o externo, porque en ambas orillas estamos acostumbrados a consumir lo que el régimen quiere y no lo que es verdadero.

Por ahora, como en la afamada película de Billy Wilder, el "último talibán" se ha quitado la peluca y ha gritado a decenas de partidarios comunistas que él es un hombre. Detrás de una cortina, alguien puede haberle susurrado: "Bueno Migue, no importa… nadie es perfecto".

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