Rafael Alcides viene de la pobreza. Quizás todo lo que escribe está fundamentado en el afán de una reconstrucción imposible de aquella infancia en Barrancas, un pueblo insignificante y perdido del municipio de Bayamo, que él llegó a mitificar: "Tal vez por eso en Barrancas los muertos duraban eternamente" ("Por una mata de Pascua").
La pobreza radical que experimentó en su infancia lo lleva a sobredimensionar la cacharrería de lo pobre. Alcides escribe de la pobreza no para dignificarla, sino para apropiarse de ella como conocimiento.
La infancia de Alcides en Barrancas se vincula a la madre. Cuando trágicamente desaparece la madre, comienza el largo camino hacia la construcción de su escritura. Se trata de rellenar con palabras la anulación de ella. Las ausencias violentas crean deudas que perduran en el tiempo vivo del poeta. Como cuerpos amputados se convierten en poemas.
Ella era, por una parte, el cuerpo de una muchacha fascinante y, por la otra, un cuerpo calcinado, dividido en dos por aquel cinturón blanco ardido en su cintura, como única marca visible de su desesperación. La mirada de su madre constituye el deseo de una explicación imposible. La madre lo carga, susurra algo al oído de la criatura, lo protege contra su pecho, lo mece, le canta, cuenta con un secreto dañado, ella que es una muchachita que juega con su único juguete: "La iban a matar enseguida./ Es una muerte que nunca olvidaré./ Recuerdo que mi madre lloró cuando la mataron/ y como a un muerto de la familia/ lloramos también mi hermano Rubén y yo/ en esa noche de Bayamo" ("Llamada salvadora").
Alcides se refugió en la evocación de su hermano Rubén y abrió la puerta a la intuición de sus orígenes. ¿Qué quiere decir con ese verso: "La iban a matar enseguida"? De la madre no quiso escapar, en el imaginario secreto de Alcides ella le enseñó a sonreír, a hablar, a sentir cuerpos vivos, los que crecen y los que mueren. Lo atrajo hacia su cuerpo, le enseñó a olerlo, a olfatearlo.
Alcides tuvo hijos muy bellos, a ellos ha dedicado su obra. Se hizo un insaciable descubridor de amigos. Argumentó, como nadie en la Generación de los 50, la importancia salvadora de los amigos y a ellos rindió homenajes insólitos:
"En ese pasado lejano que seremos por entonces, quién sabe qué nieto mío pudiera un atardecer sentarse en el parquecito de Manuel Díaz Martínez en cuyo zócalo estará el inmortal poeta de pie (¿todavía castigado?), leyendo páginas de mármol silencioso a los enamorados de entonces. ¿Y en el parquecito de Efraín Rodríguez Santana quién de los míos se sentara?" (Libreta de viaje (1962-2010)).
Completó ese periplo suyo de los afectos adentrándose, como nadie en la Generación de los 50, en la encarnación de sus espejismos y realidades amorosas. Tales poemas cumplían con una especie de mandato melodramático: "Mátame, anda./ Por lo menos mátame./ Haz que la tierra tiemble,/ que mis zapatos salgan volando/ y no me encuentren al regreso./ Haz que suceda algo./ Quiero morir en tu orilla,/ naufragar en ti, arder vivo/ en tus labios, ser tu prisionero,/ tu esclavo, quien te lave la cabeza/ y prepare tu café" ("Hiperbolero", dedicado a su esposa Regina Coyula).
La eternidad se hizo pasto común de su decir en su escritura. El tiempo es el árbitro más caprichoso y contundente de sus textos. Lo que perdura en el futuro y lo que se ausenta y queda allí estático en el pasado que no renuncia a sus afectos. Alcides no olvida lo que quiso, lo preserva allí con los honores de aquel afecto de antes. Abrimos ese cajón y encontramos recuerdos momificados por sus largos versos.
Son como grandes gavetas donde guarda lo mejor y lo peor de sus amigos, también de sus incontables amantes y sus memorables amores. De ahí ha extraído los argumentos más caprichosos y diáfanos, las mejores conversaciones. Un poema imposible de asimilar como "Cambio de trenes" da fe de la capacidad que Alcides tenía para reunir las tendencias más opuestas de pensar, sentir y actuar entre sus incontables amigos. Parecería que ellos marcan un recorrido hacia la decantación insaciable del poeta: "Tierra donde todavía no es de noche pero donde ya nunca/ será de mañana, continúa el desfile de fantasmas/ que me han devuelto la voz y la respiración". Ser transparente para Alcides es cumplir con el código de honor de los secretos de sus amigos.
Alcides quiere comprender el drama de la gente que quiere y es un amador incontenible, su casa minúscula estuvo siempre abierta a todas las tendencias. Lo desconocido para él es el privilegio de la poesía, para poder nombrar mejor, para idealizar, para estigmatizar las carencias y dar paso a las descripciones ampulosas de sus virtudes. Todos sus amigos son virtuosos, todos sus amores espléndidos, tormentosos e intransferibles. Sabe que allí estarán en su idealización perpetua, pero también es capaz de rechazar las traiciones de aquellos que en el pasado estuvieron al lado de él. Los describe con gran pesar, los comenta como derrota, como si de fallecimientos se tratara.
Entrar en la naturaleza de aquella amistad
Conocí a Alcides en los años 70. Trabajaba yo en una imprentica del Consejo Nacional de Cultura como corrector de pruebas, ubicada en San Ignacio y Empedrado, a un costado de la Catedral. Al concluir mi turno de trabajo, decidí tomarme un trago en el bar de El Patio y disfrutar de aquel recinto refrigerado en medio del calor de la tarde habanera. Abrí la puerta y cuál no sería mi sorpresa al encontrarme a César López, acompañado de otros poetas, bebiendo jaiboles. César me integró al grupo, allí estaban Antón Arrufat, que ya había visto en la Cinemateca, Pablo Armando Fernández, Manuel Díaz Martínez, Rafael Alcides.
Fui inspeccionado y comentado brevemente. Fue Alcides el que se me acercó y me estrechó la mano con gran efusividad. Nunca olvidaré aquel apretón de manos. Así entramos en la naturaleza de una amistad que fue creciendo con el tiempo.
Con él todos se comunicaban de inmediato. Era más bien pequeño, calvo, armónico al caminar, aparatoso al expresarse, con una voz opulenta, grave, sabía decir las cosas mirándote a los ojos. Es inevitable recordar sus manos alzadas al cielo o al techo, sus manos construyendo gestos muy propios en el aire, su seriedad, sus ironías, sus silencios, sus sarcasmos, sus críticas feroces, todo ello elaborado en un escenario donde por lo regular prevalecía la construcción de sus decires y opiniones.
Alcides era un encantador por la palabra, sentenciaba, deslizaba supuestos a veces meditados con anterioridad, construía frases y poemas que pasaban a la instantánea poética de las confesiones. La confesión no escrita para él era también el poema de la amistad y del amor. Sin pretender pose alguna se comportaba como un viejo actor que descansa de los escenarios públicos. En su escenario doméstico podía estar horas reflexionando sobre la historia de Cuba, la sociedad cubana, la imposición de una tortuosa y única ideología.
Hablaba con sus amigos para entenderse, y podía sucumbir, ser arrastrado por la derrota de los actores que mueren sobre las tablas defendiendo su papel. Pudiéramos decir que Alcides al conversar fabricaba numerosas versiones definitivas de sus poemas escritos o por escribir: "Entran los amigos en la casa/ Les doy la mano, / les doy todo./ Los alumbro con los ojos/ y los guardo con el pecho" ("Los amigos", dedicado a Monique, Luis y Alberto Korda).
Hay una línea predominante en sus poemas vinculada a un conversacionalismo insaciable, extremo, en el linde a veces de un realismo demasiado real. Alcides no le teme a las evidencias, quiere por sobre todas las cosas ser entendido, que la carga emotiva de sus versos dejen en sus lectores huellas perdurables de lo más común. Para él la excepcionalidad de la poesía es lo que queremos volver a saber.
Alcides entra en las experiencias más comunes de sus interlocutores, experimenta en ellas aquellas aristas que se han practicado toda la vida y que olvidamos por evidentes y socorridas. Lo que más se ve en Alcides concuerda con lo que han visto y experimentado muchos otros, pero que no pueden explicarlo con la emotividad con que Alcides lo hace. Esta es la fórmula de su popularidad arrasadora. Él es capaz de encontrar la sorpresa en fuerzas que desatan los hechos más simples del quehacer de cualquiera. Trasfunde los lugares comunes, como si la oralidad se impusiera por momentos a la propia escritura de sus versos.
El canibalismo amoroso, la profusión neorromántica, el confesionalismo, lo folletinesco, la cursilería del color lila, que antes T.S. Eliot nombrara en La tierra baldía. En "Crónica de amor", de La pata de palo, dedicado a Ella, César López y Micheline, Alcides escribe: "A veces nos derrumbábamos en un banco del crepúsculo/ para escuchar de cerca el color lila que entonces había alcanzado nuestro silencio".
Poemas que a veces se adentran en el laberinto de lo paródico, como formas insólitas de volver a leer la realidad escrita. Lo imposible y lo creíble como dualismo recurrente en sus textos: "(…) dime corazón, / bestia lila,/ yegua del crepúsculo, pedacito de pan/ con mantequilla del cielo,/ dime, dónde,/ dónde hallar/ la flor del pensamiento (…)" ("Que trata del canibalismo").
También hay otros relatos en sus poemas que se relacionan con un tipo de absurdo incisivo, comprensible, regocijante. Alcides a veces se ha referido a Kafka como una influencia en esa zona de su escritura, sin embargo, cuando leo estos poemas recuerdo más al Virgilio Piñera de Cuentos fríos, que al Kafka brumoso de El Castillo: "La señora entra en la casa desnuda/ mordida agujereada./ ¡Oh Dios qué hermosa está la señora!/ Le faltan brazos pechos piernas que el amor cercenó/ entre los dientes y las furias del otro" ("El caso de la señora").
Los dos metros de novela de Alcides
Como cubrefuego de la poesía se expandió paralelamente la ejecución interminable de sus novelas. Alcides llegó a comentar que había acumulado tantas versiones inéditas que, puestas una encima de la otra, alcanzaban dos metros de altura. Dos metros de novelas que fue escribiendo a lo largo de muchas décadas y que intentó rehacer hasta su fallecimiento.
En cierto sentido podría considerarse como un infierno literario esa construcción permanentemente inacabada de sus textos narrativos. En el fondo, quizás, imperara la necesidad de otra vuelta a sus manuscritos, que le permitieran abrir nuevas puertas a su incesante fabulación. No era un asunto de grafomanía, sino de intensidades descontroladas que lo impulsaban a continuar lo que en apariencias ya debía estar concluido. Se trataba del "gozo" de un trabajo donde su imaginación reinaba en una especie de libertad absoluta, libertad que nacía en él, se cocinaba en él y moría en él.
¿Qué le impidió a Alcides terminar sus novelas en tiempo y forma? ¿Qué le faltó para poner punto final y tramitar la publicación de algunas de ellas? ¿Por qué las escondió detrás de su copiosa, reconocida y publicada poesía? ¿Por qué llegó a quemar algunas de ellas, en un momento de desesperación literaria y cansancio político?
Sus primeras narraciones contenidas en esos dos metros llegaron a esfumarse por sí mismas. La impresión de la cinta de la máquina de escribir se fue disolviendo con el tiempo, desaparecieron las palabras, las frases, los diálogos, capítulos enteros, como si fueran novelas borradas. Alcides asimiló todo aquello como un work in progress perpetuo.
Todas las evidencias nos indican que Alcides nunca quiso dar por concluidas sus novelas. No es que se produjera una decisión de esta naturaleza de manera consciente. Lo que sostenía el sentido de aquella dedicación a lo inconcluso era el más absoluto deseo de escribir por el placer de inventar nuevos trozos narrativos, nuevos personajes, situaciones, progresiones, suspensos, descripciones, ambientes, etc. Alcides rescribía una y otra vez para concluir en el futuro.
En la recta final de su vida se quejaba de no tener suficiente tiempo para concluir quizás un trabajo tan azaroso. Fue esa concepción personal del tiempo lo que acompañó toda su larga y a veces disparatada forma de trabajo. Podía con todo, pasaba a aquel pequeñísimo espacio de trabajo que era su estudio y se entregaba a la reinvención de sí mismo.
Alcides siempre fue vehemente, le gustaba manejar grandes cargas emotivas que solía expresar con la elocuencia de quien no le interesa las definiciones estrictamente lógicas. Su trabajo en aquellos dos metros a lo largo de más de 50 años forma parte de una especie de obra invisible. Las claves están en ese trasvase perpetuo entre narración, poesía y oralidad que penetra en sus muchas caras creativas.
Además de su entrega a la fabulación sin límites, Alcides quizás nunca se sintió lo suficientemente seguro de sus inacabadas obras. ¿Qué tipo de inseguridad tuvo? ¿Formal? ¿De contenido? ¿De vigencia o persistencia de los estilos? No podemos saberlo con certeza.
En la película Nadie declara algo que se evidencia en su dilatado proceso de escritura. Parece ser consciente de que el tiempo se ha acabado y que se ha desleído ese futuro de novelista en un presente sin solución de continuidad: "Yo escribí novelas para que se perdieran. Claro, yo no me rindo nunca. El sentido de mi vida es escribir, viví para eso, porque a mí la muerte me cogerá trabajando. Voy hasta el último momento a tratar de avanzar, salvar una al menos, si tengo tiempo, al fin".
Hasta en los últimos días del agravamiento de su enfermedad, con serios problemas de visión y un dolor cada vez más insoportable del cáncer que lo mató, retornó a su diminuto estudio, empeñado en terminar lo que ya se había terminado: "Aquel hombre vivió todos sus años/ para escribir una página. Una sola,/ aunque fuera. Cada mañana se levantó y escribió/ como un dios o un demonio,/ montones de páginas que no sirvieron para nada,/ pero que le permitieron hacer fuego/ para seguir escribiendo durante la noche./ Por fin, a la caída de una tarde,/ apareció la página./ Entonces nuestro hombre se sentó en una piedra y se murió con dulzura,/ seguro de no haber vivido en vano" ("La página", dedicado a Heberto Padilla).
Casi tres años antes de morir, Alcides se sentó frente a la cámara del cineasta Miguel Coyula y comenzó el rodaje de la película Nadie, como el título de su libro de 1993. Nadie, como Ulises. Nadie, como la sombra de lo que fue. Nadie, como el testigo fiable del desastre de su isla irrecuperable. Se produjo entonces un intenso encuentro entre las asombrosas imágenes del cineasta y la dramática teatralidad del escritor, filmada desde los mismos gestos, énfasis, conclusiones y silencios de quien parece dejar para nosotros un testamento humano de incalculable lucidez.
Alcides parece resumir el sentir de muchos de sus lectores y espectadores, como siempre es entrañable, se dirige a la cámara, habla con ella y con nosotros, nos hace participar de la angustia en lo echado a perder. Alcides y Miguel se entregan al repaso político de la historia de una Cuba moribunda. El poeta escoge sus frases más sencillas, se queja en más de una ocasión del aborto de sus sueños políticos, de la traición a la que ha sido sometido, del desastre incalculable de un régimen insano.
Mira a la cámara, se siente infinitamente solo, se explica con asombrosa claridad. Lo que dice pudiera ser parte de uno de sus poemas más amargos: Dice: "A uno le gusta ver a la gente de antes. Son el archivo de lo que uno fue". Dice: "Yo he visto morir a tanta gente. Yo mismo he estado cerca de la muerte". Dice: "El corazón de este país estuvo en sus manos". Dice: "Cogieron todo esto y lo echaron a perder". Dice: "Cuba no es un país, es una finca, un territorio ahí. Fue un país, o intentaba ser un país, o deseaba ser un país o llegará a ser un país".
Esta conmovedora película expresa el ser mismo del poeta. Alcides se revisa con serenidad, parece cerrar todos los ciclos de vida y creación.
El cáncer de colon fue arreciando, no quiso radiarse en el momento que correspondía, lo dejó a un lado, con ese ademán de hastío con que apartaba las situaciones más incongruentes. Siguió con su escritura, atendiendo también los numerosos encuentros con quienes lo visitaban, conversando con su mujer, sus hijos, sus amigos. Ponía siempre en primer plano su preocupación por lo que ocurría en la Isla, del lado de los que se oponían al poder perpetuo. Su efusividad nunca declinó, contaba con sus propias técnicas de sobrevivencia por el afecto.
Acudí muchas tardes a conversar con él. Fui testigo de la reanudación de un tratamiento de emergencia con radioterapia, que resultó en un alivio efímero, pero que dio paso a dolores más intensos y permanentes.
Alcides se fue reduciendo cada vez más a su cuarto, a sus hijos, a su esposa. No hallaba consuelo a tanto padecimiento. Apenas podía dormir. Una tarde noche decidió despedirse de mí, se sentó a duras penas en uno de los butacones de la salita y me explicó que ya no nos veríamos más. Como los guajiros al amanecer, tenía una toalla sobre sus hombros, tapando parte de la espalda y el pecho. Lo comprendí, acepté su decisión, no nos abrazamos, no nos estrechamos las manos, como siempre sucedía en nuestras despedidas. Su cara estaba surcada por unas ojeras muy pronunciadas, su voz había decrecido hacía un tono lento.
Me aseguró que todo se reducía a lo que ya antes había cantado Arsenio Rodríguez en su famoso bolero "La vida es un sueño": "La vida es un sueño/ que todo se va. La realidad es nacer y morir/ por qué llenarnos de tanta ansiedad/ todo no es más que un eterno sufrir/ que el mundo está hecho de infelicidad".
Fue lo último que me dijo Alcides. Ahora lo cito porque creo que algo esencial de lo que expresa esa canción gravitó siempre en él como una forma radical de superación, para convertir esa "infelicidad" en la inmensa vitalidad de sí mismo, de los suyos, de su poesía. Se despedía diciendo la letra de esa composición hecha por uno de los grandes músicos populares cubanos. Desde aquel sufrimiento incalculable fue capaz de regalarme un bolero.
La Habana, marzo, 2022
Magnifico artículo. Un crimen que no hayamos podido conocer a Alcides y su obra mientras estábamos en Cuba. Ya se ha dicho muchas veces, el socialismo es perverso.
Mira el documental " Nadie" camilito....