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Política

¿Fin del Foro de San Pablo?

Solo un ajuste de cuentas definitivo con el autoritarismo cubano permitirá a la izquierda continental gobernar sin tentaciones antidemocráticas.

Madrid

La reciente victoria de Jair Bolsonaro en Brasil pone al desnudo no solo la crisis que atraviesa el Partido de los Trabajadores (PT), sino también la nueva izquierda latinoamericana, después de haber dominado el tablero político continental durante los tres primeros lustros del siglo.

En 1990, bajo los auspicios del PT, tuvo lugar el primer Encuentro de Partidos y Organizaciones Políticas de Izquierda de América Latina y el Caribe, luego comúnmente conocido como el Foro de San Pablo (FSP) y que sería durante poco más de dos décadas una plataforma de confluencia de gran parte de la izquierda continental.

En su momento de apogeo, a principios de siglo, el FSP aglutinaba más de 140 partidos. Hoy en día cuenta con menos de la mitad.

La creación del FSP respondía a la necesidad de encontrar otros modos de acción política tras la caída del Muro de Berlín y ante la evidencia de que el ciclo de los movimientos guerrilleros parecía agotado.

En ese sentido, el PT brasileño pasó a encarnar el modelo para la nueva izquierda latinoamericana: una formación política surgida de los movimientos sociales (o fuertemente vinculada con ellos) e inserta plenamente en el engranaje electoral de la democracia liberal.

Esta fórmula se revelaría particularmente exitosa y potenciaría el giro del continente hacia la izquierda, que comenzaría en 1998 con la llegada al poder de Hugo Chávez en Venezuela.

Diez años después una docena de países latinoamericanos habían elegido gobiernos de izquierda. 

Un recorrido impresionante, tomando en consideración que en 1990 el único partido de izquierda en el poder en todo el continente, y a la vez miembro fundador del Foro, era el Partido Comunista de Cuba.

La izquierda en el poder

Sin embargo, como señala el politólogo mexicano Mario Torrico, por lo general, esta izquierda no se caracteriza tanto por sus posturas anticapitalistas como por la búsqueda de un modelo que aúne el crecimiento económico y la inclusión social.

"Actualmente la izquierda no se opone a la propiedad privada ni a la competencia del mercado, pero rechaza la idea de que las fuerzas del mercado no reguladas pueden satisfacer las necesidades sociales."

Prueba de esto es el capitalismo de Estado promovido en Bolivia por Evo Morales y en Ecuador por el exmandatario Rafael Correa, o bien las políticas redistributivas aplicadas en países como Uruguay y Brasil.

Esta estrategia económica se saldó con la reducción de la pobreza en el conjunto del continente de un 43,8%, a principios de siglo, a un 28% en 2014. Incluso, en países como Brasil y Uruguay los índices de pobreza disminuyeron en más de un 50% en el mismo periodo.

Ahora bien, en la mayoría de los casos, los programas sociales y las políticas de redistribución de la renta se beneficiaron del aumento de los precios de las materias primas (minerales, hidrocarburos, alimentos) de la primera década del siglo.

La tendencia contraria durante buena parte de la década siguiente socavó los ingresos fiscales indispensables para mantener políticas sociales de largo aliento y empezó a poner en dificultad a la mayoría de los gobiernos de izquierda ante la demanda creciente de las propias clases medias que habían proliferado durante su hegemonía.

No menos determinante en el declive electoral de la izquierda ha sido la corrupción. Paradójicamente, esto es consecuencia de la normalización de los partidos del cambio, es decir, de su plena inserción en los mecanismos institucionales que hacen de la corrupción un fenómeno estructural en la política regional.

En este punto, por demás, la trama Odebrecht, que ha afectado al conjunto del espectro político continental, arroja sospechas sobre posibles acuerdos entre la constructora y el PT para favorecer a algunos aliados políticos.

Así, de 2003 a 2016 se acordaron 37 contratos entre Brasil y Venezuela, de los cuales 27 fueron a parar a manos de Odebrecht. Es esta misma empresa la que fuera encargada de la construcción de la zona especial de desarrollo del puerto Mariel en Cuba. 

Además, Jorge Barata, exdirector ejecutivo de la constructora brasileña en Perú, declaró, en el marco de las investigaciones sobre las actividades ilícitas de la compañía, haber aportado tres millones de dólares para la campaña presidencial de Ollanta Humala, entre 2010 y 2011, por orden del PT.

La normalización de las nuevas fuerzas de izquierda se evidencia también en su distanciamiento con los movimientos sociales que favorecieron su ascenso. Algo que se corrobora en casos tan diversos como Bolivia, Ecuador y Brasil. 

También el prolongado descalabro de Venezuela, y ahora de Nicaragua, ha contribuido a empañar la imagen de la izquierda latinoamericana. El protagonismo que adquirió Chávez (y luego Nicolás Maduro) no encontró en ningún momento una oposición frontal por parte de las figuras más relevantes de los partidos de izquierda, ya sea Lula, José Mujica o Michelle Bachelet. 

Es más, por lo general, la relación con el chavismo ha sido complaciente, cuando no de absoluto respaldo. 

Una izquierda diversa

No obstante, pese a las derivas autoritarias, la última hornada de la izquierda latinoamericana está lejos de poder ser reducida a un patrón. 

Bien se podría trazar una línea esquemática entre, de un lado, los partidos que se ciñen al orden democrático (Brasil, Chile, Uruguay, Costa Rica) y, del otro, aquellos que han ido socavando las instituciones en aras a la perpetuación en el poder (Bolivia) o bien sencillamente al vaciamiento de la democracia (Venezuela, Nicaragua).

Sin embargo, más allá de la alternancia propia de toda democracia, resulta claro que la izquierda en América Latina tiene en lo adelante el reto de reconfigurarse. Un desafío que supone buscar nuevamente un anclaje en los sectores sociales que la auparan en su momento al poder. Y ello sin ceder a la corrupción –algo que el electorado no perdona en los partidos que se presentan como alternativa a la política tradicional– o sin caer en el despotismo –como sucede en Venezuela y Nicaragua–. 

Por lo pronto, sería apresurado firmar la defunción de la izquierda en el continente. Deja constancia de ello la reciente victoria de Andrés Manuel López Obrador en México. 

Además, si bien los desastres venezolano y nicaragüense ocupan naturalmente la primera plana, y el caso boliviano plantea serias dudas en cuanto a la continuidad de la democracia en el país andino, no hay que olvidar que en Ecuador Lenín Moreno ha intentado corregir el tiro respecto a los excesos de Rafael Correa ni el hecho de que son partidos de izquierda los que gobiernan en Costa Rica y en Uruguay –en este último desde hace 15 años– en absoluto acuerdo con las reglas democráticas.

En el caso de la izquierda latinoamericana el vaivén entre caudillismo e institucionalidad se explica, en cierta medida, porque no se ha abandonado del todo el emblema del régimen cubano. 

Solo un ajuste de cuentas definitivo con el autoritarismo (cubano y, por extensión, venezolano) permitirá a la izquierda continental gobernar sin tentaciones ni complacencias antidemocráticas.

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