"Llegó el tiempo de regresar a los valores apreciados por mi madre", declaraba a principios de 2016, Jaroslaw Kaczynski, el hombre fuerte de Ley y Justicia (PiS, por sus siglas en polaco), resumiendo lo que sería la hoja de ruta gubernamental del partido ultraconservador y nacionalista, que acababa de llegar al poder en Polonia.
Una declaración que entrañaba un doble sentido. Ciertamente, apuntaba al regreso a las normas de la Polonia católica y tradicionalista, pero también a una sociedad mucho más homogénea y segura, en sintonía con la nostalgia del "orden" comunista que impregna a ciertos sectores sociales.
Desde entonces se ha puesto en marcha una agenda de corte reaccionario, intentado endurecer aún más la ley de aborto, una de las más restrictivas de la Unión Europea (UE), se ha dejado de financiar la reproducción asistida en la sanidad pública y también se ha restringido el acceso a ciertos anticonceptivos.
Además, el PiS ha votado una controvertida ley que permite procesar penalmente a quien se exprese sobre las complicidades de Polonia con los crímenes antisemitas cometidos por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Esto con el pretexto de defender la dignidad de la nación polaca.
Pero lo que ha hecho saltar las alarmas en Europa es la voluntad mostrada por el Gobierno polaco para someter a sus designios al Poder Judicial, amenazando de hecho la separación de poderes propia del juego democrático.
Deriva autoritaria
Así, este lunes la Comisión Europea, garante de las reglas de la UE, anunció la apertura urgente de un procedimiento de infracción contra Polonia con el fin de "proteger la independencia del Tribunal Supremo" del país, amenazada por la entrada en vigor esta semana de una reforma que supone la jubilación forzada de 27 de los 72 magistrados de la máxima instancia judicial polaca sin que puedan completar su mandato.
La nueva ley extiende además a 120 el número de jueces del Tribunal Supremo, dejando a discreción del partido en el poder el nombramiento de casi dos tercios de sus miembros.
Este es el último episodio de una larga serie de intervenciones por parte del oficialismo, desde su llegada al poder en 2015, para coartar las instancias judiciales. En este sentido, el Gobierno se hizo del control del Tribunal Constitucional y del Consejo Nacional de la Magistratura, que nombra a los jueces, a la vez que inició una purga de los tribunales de justicia ordinarios.
Por otra parte, el PiS también ha conseguido poner bajo tutela al gremio de los funcionarios del Estado, ha hecho un uso partidario de las empresas estatales y convertido los medios públicos en órganos de propaganda.
El Gobierno aduce que sus reformas tienen como objetivo luchar contra la corrupción y la ineficiencia del sistema judicial y supeditarlo al control democrático. Pero, en realidad, estas medidas corresponden al conservadurismo paternalista que caracteriza al PiS y que considera con recelos la separación de poderes propia de las democracias liberales.
Esto hace que las políticas del PiS busquen conciliar sus veleidades morales con las preocupaciones de las clases medias bajas y populares, haciendo guiños a las políticas sociales del periodo comunista.
Por tanto, contempla en su programa planes para la reindustrialización del país y la regulación del mercado de trabajo con el fin de contrarrestar la precariedad laboral. Y, sobre todo, ha implementado una generosa política de subsidios para las familias con vistas a reducir la pobreza y aumentar la natalidad.
No menos cierta ha sido su preocupación por los jubilados, quienes se han beneficiado con un incremento de las pensiones y el descenso de la edad del retiro.
Sanciones en perspectiva
En los últimos años la integración europea ha experimentado graves tropiezos en los países excomunistas. Hasta hace poco el foco estaba en los desvaríos de Hungría, ahora le toca a Polonia.
Y es que ambos casos se está registrando una deriva autoritaria instrumentada por gobiernos de derechas que, escudados en la exaltación de los "valores patrios y cristianos", están desmantelando paulatinamente las instituciones democráticas.
Algo que se acompaña de una retórica que amalgama por igual antiliberalismo y anticomunismo, a la vez que apela a la nostalgia de la seguridad que brindaban los regímenes socialistas para anteponerla a los riesgos para la cohesión nacional que representaría la inmigración.
Todo esto resulta en un nacionalismo estridente que señala al supuesto multiculturalismo promovido por la UE como el origen de todos los males.
Un euroescepticismo paradójico, puesto que tanto en Hungría como en Polonia la mitad de las inversiones públicas, entre 2015 y 2017, han sido financiadas por la UE, asegurando en cierta medida el bienestar económico de ambos.
Las fricciones entre la Comisión Europea y Polonia no son nuevas. En diciembre pasado, para encausar las derivas del Gobierno polaco, Bruselas puso en marcha por primera vez el artículo 7 del Tratado fundacional de la Unión, que prevé entre sus sanciones la suspensión del derecho a voto en las decisiones europeas.
A raíz de este procedimiento, Polonia se convirtió la semana pasada en el primer Estado miembro sometido a una interpelación de sus socios en el Consejo Europeo.
Sin embargo, en la práctica las posibilidades de que las sanciones prosperen con este mecanismo son remotas, puesto que se necesita la unanimidad de los 28 Estados miembros de la Unión. Y es poco probable que Hungría, por ejemplo, dé su consentimiento.
Por ello la Comisión ha optado por abrir también el expediente de infracción contra Polonia y, si en el mes de plazo otorgado no recibe una respuesta satisfactoria por las preocupaciones expresadas, denunciarla por la reforma judicial ante el Tribunal de Justicia de la UE.
Esto implicaría la suspensión de la ley hasta que la instancia judicial europea se pronuncie al respecto, pero también daría lugar a la posible aplicación de sanciones económicas.
En el pulso entre la Comisión y el Gobierno polaco está en juego el respeto de las garantías democráticas por parte de los Estados díscolos de la Unión Europea.