"Si hay una persona viva a la que dedicarán monumentos de aquí a 100 años es Lee Kuan Yew, el dirigente de Singapur que más hizo para fomentar y llevar a la práctica la combinación de capitalismo y autoritarismo", escribía hace algunos años el filósofo esloveno Slavoj Zizek.
Lee dirigió con mano de hierro el pequeño país asiático entre 1959 y 1990, convirtiendo lo que era un territorio pobre y sin recursos en uno de los más prósperos del mundo. "A menudo, se me acusa de interferir en la vida privada de los ciudadanos. Si no lo hiciera, no estaríamos hoy aquí. Y lo digo sin el menor remordimiento: no habríamos hecho tal progreso económico si no hubiéramos intervenido en asuntos muy personales [...] Nosotros decidimos lo que es correcto, no importa lo que la gente piense", declaró en una ocasión ante la prensa.
Los sucesivos mandatos de Lee no solo se caracterizaron par la restricción de las libertades públicas, sino también por toda una serie de leyes implacables (pena de muerte para los traficantes de droga, azotes como castigo para los actos de vandalismo) o estrambóticas (prohibición del consumo de chicles).
Hasta 2011 se mantuvo en la sombra del poder con cargos de ministro tallados a su medida. Y, desde 2004, es su hijo, Lee Hsien Loong, quien rige el destino de la nación asiática.
Al morir, en 2015, Barak Obama calificó a Lee Kuan Yew como un visionario y verdadero gigante de la historia, mientras que Xi Jinping lamentaba la desaparición de "un viejo amigo del pueblo chino".
Si bien las palabras del expresidente estadounidense rezuman la grandilocuencia de las oratorias fúnebres, no por ello dejan de expresar una verdad: Lee fue sin dudas un visionario. Deng Xiaoping buscó inspiración, desde fines de los 70, en la vía singapurense para lograr el despegue económico de China sin que el partido único cediera un ápice de poder. Lo cual, al cabo de cuatro décadas, ha resultado en una especie sui generis de capitalismo salvaje bajo tutela comunista.
En este sentido, la reforma constitucional recién aprobada por la Asamblea Nacional Popular china, que le permitirá al presidente Xi Jinping renovar su mandato de manera indefinida, no es sino un paso más en la concentración de poder que en los últimos años ha experimentado la segunda potencia mundial.
Así, desde su llegada al poder en 2013, Xi ha implementado una estrategia destinada a reforzar la hegemonía del Partido Comunista en la sociedad china y a la vez a asegurar su propio dominio sobre los estamentos del partido.
Para ello lanzó en un primer tiempo una vasta campaña contra la corrupción, que le ha servido para eliminar a sus principales rivales políticos e intervenir en la reorganización del Ejército. Por otra parte, ha instaurado un asedio continuo de la sociedad civil, ya sea mediante el arresto de activistas o bien una vigilancia férrea de los medios de comunicación y las redes. Todo esto con una política exterior cada vez más ambiciosa (cuando no agresiva), sobre todo en los mares de China.
Modelo de exportación
Ahora bien, el modelo chino no solo constituye una jaula de hierro para su propia población, sino que posee un extraordinario poder de seducción. La vuelta de rosca autoritaria en países como Rusia o Turquía, pese a sus diferencias, parece emular esa conjunción de libertad de mercado y opresión política.
Pero el riesgo de la deriva autoritaria amenaza también a las democracias occidentales. En un libro publicado en 2016, ¿Cómo terminará el capitalismo?, el sociólogo alemán Wolfgang Streeck, quien fuera director del prestigioso Instituto Max Planck para el estudio de las sociedades, sostiene que "desde hace cuatro decenios el desequilibrio es la normalidad y la crisis golpea al capitalismo como orden social".
El desequilibrio en cuestión no es otro que el existente entre política y economía. La globalización de las últimas décadas, impulsada por la liberalización de los mercados y la desregulación financiera, ha terminado varando buena parte de las sociedades occidentales en un bucle estructural de pobre crecimiento económico y de índices de endeudamiento (público y privado) y de desigualdad en continuo ascenso.
Esto se debe en gran medida a una doble tendencia que va de la mano: el desmantelamiento del Estado de bienestar, cuyos programas sociales y redistributivos promovían sociedades relativamente igualitarias, y la instauración de políticas fiscales regresivas (es decir, en favor de las élites).
Para amplios sectores de la sociedad occidental (ya sea en Europa o en Estados Unidos) el día a día confina a la precariedad laboral, el estancamiento de los salarios y la reducción de las prestaciones sociales.
Esto deriva en una polarización cada vez mayor entre masas de "perdedores" empobrecidos, clases medias venidas a menos y una reducida franja que acumula riquezas de modo exponencial –tal como lo han descrito los premios Nobel de economía, Paul Krugman y Joseph Stiglitz–.
Una situación que se salda con una inestabilidad (social, política) latente, que no es ajena al auge reciente del populismo de diverso signo en ambos lados del Atlántico.
¿Capitalismo vs democracia?
Más grave aún, sin embargo, son los dispositivos jurídicos que se han ido normalizando en los últimos decenios para paliar la desaparición del Estado de bienestar. En Estados Unidos, por ejemplo, la criminalización de la pobreza se traduce porcentualmente en la población carcelaria más alta del mundo. Mientras que en Francia, la perpetuación del Estado de emergencia, o en España, la instauración de la "Ley Mordaza", funcionan de hecho como contención de la protesta social.
Así actualmente, al quedar en mínimos la función redistributiva del Estado, la disyuntiva entre imperativos económicos y necesidades sociales se vuelve abismal. Como bien señala Streeck, la democracia como modelo estándar parece de pronto anticuada: "demasiado lenta y perezosa, demasiado colectivista y conservadora, e insuficientemente innovadora en comparación con los individuos ágiles que responden al instante a los mercados y a la competencia."
¿Comienza pues el autoritarismo a insinuarse como la solución más a mano para vencer las reticencias del asalariado o de los sectores de la población en desacuerdo con la imposición de la agenda política según el designio de los mercados?
Xi Jinping presentó la reforma constitucional, que legitima su perpetuación en el poder, como "una medida clave para modernizar el sistema de China y la capacidad de gobernancia".
Sin ceder al dramatismo, es indispensable tener en mente la sospecha de Zizek: "¿Y si el capitalismo autoritario del gigante asiático no es un alto en el camino hacia la democratización sino el estado final hacia el que se dirige el resto del mundo?".
Hace poco, en un editorial dedicado a China, el semanario británico The Economist reconocía el fracaso de uno de los dogmas de la política contemporánea: la integración en el sistema global y el desarrollo de la economía de mercado no garantizan la democratización de una sociedad. Capitalismo y democracia no son sinónimos.
Una constatación que vuelve admonitorio un artículo que la revista le consagrara antes a Singapur: "ofrece mucho para admirar, pero poco para emular".