Escucho en estos días a sofisticados colegas, simpatizantes de Andrés Manuel López Obrador, decir que no solo necesitan un holgado triunfo de su candidato presidencial, sino también alcanzar una irresistible mayoría en Congresos y los estados. Todo ello ensamblado con una maquinaria partidista leal. Quieren, en pleno siglo XXI, construir otro Partido Revolucionario Institucional.
Con el argumento de que es el único modo posible de impulsar la "agenda de cambios", confunden capacidad de gestión y habilitación decisionista. Equiparan gobernanza democrática y gobernabilidad autoritaria, en su afán por "decidir".
Pongámonos de acuerdo, politólogos: ¿no celebrábamos hasta ayer, en nuestros foros, revistas y charlas de café, la deseabilidad de pactos, consensos y gobiernos divididos frente al riesgo y/o la realidad de la democracia delegativa y el neoliberalismo autoritario? ¿Lo que valía contra Fujimori o Salinas no vale ya hoy? ¿El cambio de ideología lo justifica todo? ¿Acaso semejante carro completo no explica buena parte de la deriva antidemocrática de los gobiernos bolivarianos?
Porque, antes que me lo mencionen, el argumento de la desestabilización derechista no se sostiene empíricamente en todos los casos: en Venezuela, por ejemplo, fue parcialmente así en un período temprano del chavismo, pero luego la oposición regresó masivamente al cauce democrático. Y justo entonces, con los adversarios dentro del juego electoral y con el pico de popularidad y renta petrolera de su parte, Chávez inició su espiral autocratizadora.
Lo mismo sucedió en Ecuador con Correa y está hoy en un impasse —con visos de agravarse— en Bolivia, por los intentos reeleccionistas de Morales. Vulnerando en todos los casos el neoconstitucionalismo garantista y la democracia participativa que forman parte de esos proyectos políticos. Y generando, a la postre, una reversión de los (reales y supuestos) empoderamientos populares tempranamente conseguidos.
Si algo se repite, en varios lugares con similares resultados, ¿no debería ser objeto de revisión?
El decisionismo personalista y la centralización del poder, han sido en Latinoamérica más temas de diseño y tradición políticos, que posturas exclusivamente ideológicas. Constituyen elementos nodales de nuestros populismos, en sus variantes neoliberal y progresista. Cuando un presidente —máxime si se trata de un líder carismático— puede decidir sin frenos ni contrapesos la agenda política, estamos hablando de cualquier cosa menos de una democracia de calidad.
Incluso si es un populismo de izquierda, las organizaciones y movimientos sociales autónomos no identificados con el caudillo, así como la intelectualidad, militancia y ciudadanía identificadas con las agendas (ambientalista, pro derecho, feministas) típicas de un progresismo democrático, sufrieron los embates del líder y sus acólitos.
No veo razones para no alertar ante similar situación en el México que viene. Sobre todo cuando, junto a la ambición por el poder —natural en cualquier político— y a la personalización centralizadora del líder incuestionable, se suman ahora una amalgama de ideologías y figuras conservadoras dentro de Morena.
Si quieren ignorar esta alerta presentándola como un "dogma liberal", están en su derecho. Solo les recuerdo que, con similares reclamos desconcentradores del poder, se han alzado los demócratas de este país, de Francisco I. Madero en adelante. Porque sin poder distribuido no es posible pensar en un Leviatán virtuoso.
Este artículo apareció originalmente en el diario mexicano La Razón. Se reproduce con autorización del autor.