"Me dicen mis asesores que no me pelee, que no me caliente", confesó hace poco Andrés Manuel López Obrador, el candidato que lidera, con más de 40% de intenciones de votos, las encuestas para los comicios presidenciales que se celebrarán el próximo mes de julio en México.
Evitar los exabruptos de López Obrador es una de las tareas más delicadas con las que cuenta su equipo de comunicación. El hombre peca de apasionado o de irascible (según se mire) y si a eso se le añade una susceptibilidad a flor de piel, se entiende que no sean pocas las escaramuzas en las que termina envuelto.
Durante esta campaña presidencial –la tercera a la que se presenta después de haber perdido en 2006 (ante Felipe Calderón) y en 2012 (ante Enrique Peña Nieto)– López Obrador ha ido tañendo bien que mal la cuerda de la moderación.
Aun así ha soltado sus perlas. No ha dudado en tachar a sus principales adversarios políticos, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el Partido Acción Nacional (PAN), de "mafia del poder", a sectores del empresariado de sentirse los "dueños del país" o bien a intelectuales detractores de "secuaces de la mafia del poder".
En cierta medida, esto se aviene con una personalidad propensa al mesianismo –recientemente asemejó su hipotética llegada al poder "con la Independencia, la Reforma y la Revolución... pero sin violencia"–, a la que le cuesta lidiar con la crítica, aun en el seno de su partido, que se enardece con su propia oratoria o muestra cierto recelo hacia las instituciones.
No en balde, ha manifestado su admiración por Fidel Castro y Ernesto Che Guevara y en los inicios del chavismo incluso declaró que la democracia venezolana era superior a la mexicana.
Una vena pragmática
Sin embargo, no menos cierto es que López Obrador en los últimos años ha marcado un distanciamiento con la última oleada del populismo de izquierdas en América Latina, llegando a considerar Venezuela "un desastre"; y que siempre ha insistido en la génesis genuinamente mexicana de su filiación política (Benito Juárez, Lázaro Cárdenas).
Además, la coalición que encabeza en esta lid, Juntos Haremos Historia, es la prueba misma de un pragmatismo a prueba de las tensiones ideológicas, puesto que en ella se alistan dos formaciones de izquierda –el Partido del Trabajo (PT) y la que responde al propio López Obrador, Movimiento Regeneración Nacional (Morena)– y una de perfil conservador –el Partido de Encuentro Social (PES)–.
También ha sabido granjearse el respaldo de una franja importante del pequeño y mediano empresariado, aupado por uno de los artífices de su campaña, el empresario Alfonso Romo.
Por lo tanto, no es de sorprender que, cuando de economía se trata, defienda la existencia del libre mercado y la independencia del Banco Central o aun la libre fluctuación del peso mexicano, a la vez que niegue la intención de subir los impuestos o de aplicar expropiaciones.
Este pragmatismo no es solo de fachada. Fue uno de los rasgos de su gestión en la jefatura de gobierno del Distrito Federal de México (2000-2005).
Como alcalde de la capital mexicana aplicó toda una serie de medidas sociales, entre las cuales se cuenta, por ejemplo, la instauración de una pensión para los ancianos de bajos recursos, pero también veló por la creación de infraestructuras (ante todo para la viabilidad) o por la restauración del centro histórico, sin dejar de lado la lucha contra la inseguridad.
Un discurso con resonancia
Con el aval de gestor a cuestas, López Obrador ha decidido centrar su campaña en tres ejes: la lucha contra la corrupción, la suspensión de la guerra contra el narco y el fin de las políticas neoliberales.
En este sentido ha hecho declaraciones que han levantado cierto revuelo, como la posibilidad de una amnistía a los narcos para garantizar la paz en el país o la intención de frenar la construcción (ya en marcha) de un nuevo aeropuerto en Ciudad de México.
También ha abogado por revertir las reformas energética y educativa, los hitos del sexenio de Peña Nieto, pues las considera como un avance inadmisible en la privatización de los bienes públicos.
Toda vez que ha insistido en la necesidad de promover el consumo interno y de implementar políticas redistributivas. Esto es, en resumidas cuentas, un programa de corte keynesiano: impulso de la demanda y mayor intervención del Estado en la esfera económica.
Lo cual refleja una constante en la abultada carrera política de López Obrador: la lucha contra la pobreza. Ya que inició su trayectoria participando en movilizaciones campesinas, antes de formar parte del ala izquierda del PRI hasta que siguiera a Cuauhtémoc Cárdenas, a fines de los 80, en la fundación del Partido de la Revolución Democrática (PRD), y por fin creara, a principios de este decenio, Morena.
Fin de la pobreza y justicia social son los sempiternos leitmotiv de López Obrador. Una invocación lastrada con frecuencia por lugares comunes, pero que en el México actual cobran particular resonancia.
En 2015, un informe de Oxfam estima que al 1% más rico de la población mexicana le corresponde el 21% de los ingresos totales de la nación y que el 10% más rico concentra el 64% de toda la riqueza del país, mientras que más de la mitad de los mexicanos viven en situación de pobreza.
A esto se le suma que, en la última década, en el país azteca ha habido aproximadamente 200.000 homicidios, 30.000 desapariciones, 150 periodistas ejecutados y, en lo que va de campaña electoral, 80 candidatos a puestos de elección popular asesinados.
Lo espeluznante de estas cifras da idea del hartazgo de la ciudadanía ante los partidos que se han turnado en el poder desde principios de siglo, el PAN y el PRI. Y del viento que sopla a favor de López Obrador, pese a sus dislates.
De alcanzar la presidencia, este se las verá probablemente con una mayoría opositora en el Congreso. Es aquí donde empieza la incertidumbre. ¿Qué cariz tendrá su mandato? ¿Gobernará mediante la negociación y la búsqueda de consenso o bien por decreto?
El pejelagarto es un animal, mitad pez mitad reptil, típico de Tabasco, la tierra natal de López Obrador. Este en cada mitin suele decir una frase destinada a resaltar su coherencia política, pero que en estas circunstancias se torna enigmática: "Me podrán llamar Peje, pero no lagarto".