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Precios

Precios libres vs. precios centralizados

La economía en Cuba no deja de ser escenario para un contrapunteo entre los precios formados libremente y los fijados por el Estado.

La Habana
Un pollo en La Habana.
Un pollo en La Habana. Diario de Cuba

La economía cubana ha sido escenario durante las últimas décadas de una especie de contrapunteo entre los precios libremente formados, en el contexto del mecanismo oferta-demanda, y aquellos que son fijados centralmente por el Estado. Una pugna que hemos podido contemplar con nitidez en los precios minoristas de los productos agropecuarios.  

Todo comenzó hacia 1981, cuando tras casi dos décadas de existencia de precios centralizados, el Gobierno estableció los denominados Mercados Libres Campesinos como parte de los mecanismos de mercado que acompañaron el sistema de cálculo económico, derivado de los acuerdos adoptados en el Primer Congreso del gobernante Partido Comunista de Cuba (PCC) celebrado en 1975.

Los precios libres oficiaron de inmediato como un estímulo a los productores, y posibilitaron la presencia en las tarimas de productos del agro que rompían la escasez crónica que había padecido la ciudadanía. La venta liberada de estos productos en dichos mercados sustituía la disminuida oferta que brindaba la libreta de racionamiento. Sin embargo, tal sistema de comercialización chocaba con algunos de los principios del movimiento cooperativo impulsado por las autoridades, lo que se unió al sentimiento antimercado que impuso la línea dura de la nomenclatura castrista ya  a mediados de los años 80. El resultado: la eliminación de los Mercados Libres Campesinos en 1986 como parte de la pomposamente denominada "Política de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas".

Con la restauración de los precios centralizados en todos los mercados agropecuarios del país volvió la escasez. La empresa estatal Frutas Selectas, que según el régimen sería capaz de suplir la gestión de los actores privados, resultó incapaz de acometer con éxito la encomienda. Una situación que se agravó a inicios de los 90 cuando el país entró en el denominado Periodo Especial en Tiempos de Paz.

El cubano de a pie, desesperado, debió gestionar por sus propios medios la adquisición de muchos de estos productos. Fue así como comenzaron los azarosos viajes a poblados como Güira de Melena, bastante alejado de la capital,  con tal de adquirir de manera clandestina, en la denominada bolsa negra, la malanga que precisaban los más pequeños de la casa.

Así las cosas, hacia 1994 el castrismo se vio precisado a retomar ciertas palancas del mercado con el fin de atenuar una crisis que amenazaba con provocar el colapso de la economía. En ese contexto reaparecieron los precios libres con la creación de los Mercados Agropecuarios de Oferta-Demanda. No obstante, el Gobierno mantuvo  los precios centralizados en la red de Mercados Agropecuarios Estatales, que de acuerdo con el discurso oficial competirían con los privados, y así se produciría una disminución de los precios a la población.

Sin embargo, la vida demostró que ello no fue más que una quimera. Los precios libres trajeron nuevamente la abundancia, mientras que los centralizados se mantuvieron acompañados por el desabastecimiento de los puntos de venta. La Empresa Estatal de Acopio, encargada de suministrar los productos a los mercados estatales, fue un clásico desastre.  

Aun así, la línea dura de la nomenclatura iría imponiendo gradualmente su concepción antimercado. Uno a uno los Mercados Agropecuarios de Oferta-Demanda se fueron transformando en mercados estatales con precios centralizados. Una situación que tuvo su clímax a raíz de la implantación de la Tarea Ordenamiento, la cual derivó en el tope —o la centralización— de todos los precios del agro en el país.

Y la reacción de los mercados fue rápida: se perdieron los productos en las tarimas. Los productores comenzaron a enviar sus productos a pequeños puntos de venta que, de manera clandestina,  ofertaban a precios libres.

Las autoridades emprendieron un proceso de consultas con los productores para tratar de concientizarlos y que volvieran a concurrir con sus productos a los mercados con precios centralizados. Pero la charla gubernamental no convenció a nadie, y únicamente cuando fue eliminado el tope de precios los mercados se vieron nuevamente surtidos.  

Hay que destacar que casi siempre la imposición de precios centralizados obedeció a la intención de topar unos precios que parecían elevados para los consumidores. Sin embargo, el desabastecimiento de los mercados estatales con sus precios centralizados obligaba a la población  a acudir a la bolsa negra, donde los precios libres garantizaban la adquisición de una gama amplia de surtidos. O sea, que una supuesta protección  para los consumidores devenía en un fastidio, con el agravante de un posible choque con las autoridades debido a la incursión en un mercado considerado ilegal.

Toda esta historia demuestra que nunca la sabia conducción del mercado puede ser sustituida por los cálculos de un burócrata desde la oficina de un ministerio. 

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