En la unidad de operaciones de la Seguridad del Estado conocida como Pedernales, en Holguín, fui rebautizado. Allí estuve detenido tres días en noviembre de 2017 por ser periodista independiente. Allí me llamaron "el número 60".
Enumerar, además de facilitar el trabajo de los carceleros, busca enajenar al ser humano, que sienta que salió de su grupo, de su zona de confort.
Tras llegar a Pedernales estuve más de una hora solo en una oficina. Un oficial me llevó un almuerzo del que poco pude engullir por su pésima calidad. Me entregó un uniforme gris, de la misma tonalidad que los ataúdes cubanos, y me condujo al área de las celdas.
Una reja las separa de la parte administrativa. Da a un pasillo ancho, de unos 20 metros de largo, con celdas a cada lado. Un extractor de aire, encendido día y noche, produce un ruido ensordecedor que atormenta a los reclusos.
El oficial abrió una puerta de doble chapa de hierro y me ordenó entrar. Tomó más de un minuto que mis ojos se adaptaran a la poca luz para poder ver el interior.
Era una habitación completamente de hormigón, de seis metros de largo por tres de ancho (18m2), para seis reclusos. Había tres literas dobles, una pegada a la otra, también de hormigón. Y, en una esquina, un orificio costroso para hacer las necesidades fisiológicas sin privacidad.
Encima de aquel hueco, en la pared, había un hoyito, vestigio de un tubo, por donde tres veces al día, durante 15 minutos, dejaban salir agua. Mis compañeros de celda habían puesto un tubo vacío de pasta dental para que el agua brotara separada de la pared y poder asearnos los seis. Además, en ese breve tiempo teníamos que llenar pomos, tanto para beber como para evacuar el orine y las heces fecales.
Al entrar, los otros presos me miraron silenciosos. Con discreción, escudriñé también e intenté trazar la mejor estrategia para lidiar con ellos. Cinco hombres curtidos por la vida delictiva y carcelaria, cubiertos de tatuajes burdos, de esos que se hacen en prisión con pedazos de plástico derretido. Todos lucían una década más viejos de la edad que en realidad tenían.
Uno era sospechoso de haber matado a puñaladas a un hombre y echar ácido en la garganta a una mujer; otro de múltiples robos con fuerza; dos de hurto y sacrificio de ganado mayor y, el último, de ser cómplice del abandono de un muerto en un accidente. Uno llevaba tres días en huelga de hambre y otro preparaba una navaja para cortarse las venas con la esperanza de ser trasladado al hospital. El objetivo era poder comunicarse con la familia y abogados para saber de sus procesos, porque allí estábamos todos incomunicados.
Primero me observaban con recelo. Luego fueron muy amables, especialmente cuando supieron que estaba allí por escribir en internet y ser periodista independiente. Enseguida lanzaron improperios del Gobierno y del MININT, y mencionaron a Orlando Zapata Tamayo, fallecido en una huelga de hambre en febrero de 2010.
Dos de ellos lo conocieron en la cárcel, según dijeron. Me advirtieron que si era condenado podrían golpearme reos que aceptan hacer ese trabajo sucio por prebendas simples pero importantes en prisión, como más cigarros o visitas familiares.
Me hablaron de un exrecluso de Holguín apodado "El Pombo", quien habría golpeado a Zapata Tamayo a cambio de cosas así. Es difícil confirmar si la historia es real. El Pombo, relataron mis compañeros de celda, murió de sida.
También me contaron muchas anécdotas, exhortándome a que las publicara si lograba salir. A pesar de nuestras diferencias, hubo empatía. Conversamos mucho para pasar las interminables horas. Así olvidamos la molestia del sudor constante por falta de ventilación y los mosquitos inclementes.
Ellos sabían que yo era un "preso político" por el número que me asignaron, pues los de ellos eran más altos, cercanos al 500. Yo tenía solo un 60. Según me explicaron, eso significaba que hasta el 10 de noviembre de 2017 habíamos pasado por aquel centro de reclusión 60 detenidos por motivos políticos.
Poco a poco fui perdiendo los escrúpulos. Antes de ser liberado ya lograba tomarme el agua envasada en aquellos pomos costrosos y malolientes a cabo de cigarro. Porque los presos fuman sin cesar, sea cigarros o cabos, llenando de humo el aire, que de hecho es pesado por falta de ventilación. Y para prenderlos mantienen una mecha encendida y humeante que empeora la respiración. Para ellos fumar parece algo de vida o muerte, y hasta atentan contra su cuerpo cuando no tienen qué.
Al llegar rompí en estornudos, pues soy alérgico, pero ya al final me acostumbré. Peor era el momento en que alguien hacía sus necesidades a tan poca distancia, en la horrenda esquina de la celda hermética. Con mis captores jamás me quejé, ni les pedí nada, ni me mostré débil. Permanecí inmutable, en mi rincón, soportando la vejación. Solo me angustiaban por segundos pensamientos de preocupación por mi familia, por la salud de mi madre, por mis hijos y mi esposa.
Rápido los apartaba pensando en Martí, que con 16 años sufrió durante meses una prisión muchísimo peor, con grilletes y teniendo que trabajar duro. "El sufrimiento de Leonor debió ser mayor que el de mi madre, él era un niño y yo soy un hombre hecho", me decía a mí mismo. Repetir estas ideas fue como un bálsamo para evitar flaquezas.
Estar en un lugar como ese provoca la sensación de que no podrás salir nunca. Allí percibes que no existe la ley. Al cumplirse las 72 horas de encierro fui llevado a la misma oficina donde comenzó todo. El oficial Parra, creo que con grado de mayor, me dio una "charla política":
"Tú no entiendes el momento histórico que estamos viviendo"; "el enemigo te está utilizando"; "tu trabajo periodístico está siendo pagado con dinero del Imperio y eso te hace mercenario"; "eres cabeza dura"; "este ambiente, rodeado de presos peligrosos, no es para ti, pero tendremos que encarcelarte y juzgarte por cualquier delito común si continúas escribiendo así"; "la Revolución tiene derecho a defenderse y tú estás atacando a la Revolución", fueron algunas de las frases que escuché.
Por el oficial Parra supe que mi esposa y mi padre acababan de irse sin que les permitieran verme. Peor aún, se fueron desolados porque les dijeron que me tendrían preso por tiempo indefinido. Sin embargo, fui liberado en ese mismo momento, a las 6:00 de la tarde. Llegué a mi casa, en Mayarí, minutos después que ellos, pasadas las 10:00 de la noche, entre lágrimas de alegría. Todo indica que la idea fue en verdad darme un "escarmiento", como ellos mismos me dijeron varias veces.