Los discretos resultados obtenidos por los equipos cubanos en los Juegos Panamericanos de Lima de 2019 deberían de ser un baño de realidad para el gobierno que preside Miguel Díaz-Canel.
A pesar de las previsiones optimistas, el triunfalismo crónico de la prensa, los "abanderamientos" de la delegación y los discursos épicos de los dirigentes, Cuba logró una cosecha similar a las 97 medallas (36 oros) que le valieron el cuarto puesto en Toronto 2015 —que fue su peor actuación en 44 años—. En la capital peruana las huestes revolucionarias conquistaron 98 metales, pero solo 33 oros, y bajaron al quinto escalón. Quedaron muy lejos de las 114 medallas con que soñaban los voceros del régimen.
Durante 40 años, entre 1971 y 2011, Cuba mantuvo el rango de subcampeona panamericana, por detrás de Estados Unidos. Incluso en una ocasión logró superar al archienemigo imperialista y (casi) eterno vencedor, cuando en 1991 La Habana fue sede de los Juegos y la Isla acumuló 265 medallas que le valieron el primer lugar de la competición.
A partir de esa fecha se inició una lenta decadencia que en 20 años fue reduciendo la cosecha de preseas hasta llegar a las 136 obtenidas en Guadalajara en 2011, cifra que todavía alcanzó para conservar el segundo lugar en la clasificación general. Pero la debacle estaba cantada. Cuatro años después, en Toronto 2015, la Isla bajó del podio, superada por Estados Unidos, Canadá y Brasil. Ese declive marchó en paralelo a los resultados logrados en las Olimpiadas, en las que Cuba pasó de las 31 medallas conseguidas en Barcelona 1992, a las 11 de Río en 2016.
Ahora, Cuba brilla en la tercera categoría, en la que se disputan los puestos del quinto al séptimo, en pugna este año con Argentina y Colombia. La primera la monopoliza sin discusión Estados Unidos, que en Lima ganó 293 medallas (120 de oro), con las que el país superó su marca histórica. En la segunda categoría, donde se dirimen los dos peldaños restantes del podio, figuraron esta vez Brasil, México y Canadá.
En cualquier país normal, los números de este año serían simplemente resultados comparativos mediocres, que a lo sumo acarrearían la dimisión de algunos funcionarios menos diligentes. En Cuba, el fracaso de Lima es una humillación de magnitud nacional, que adquiere tintes de catástrofe para el régimen. Porque durante más de medio siglo el deporte, junto con la educación y la asistencia médica, fue uno de los pilares ideológicos del castrismo.
Si el Gobierno cubano construía más escuelas (especialmente en el campo) que ningún otro país latinoamericano, graduaba más médicos por habitante que Dinamarca y ganaba más medallas que el 95% de los Estados del mundo, era gracias a la indiscutible superioridad moral y material del marxismo leninismo y la clarividencia del Máximo Líder. Esa superstición explica la liturgia previa, aún vigente, de poner a desfilar a los atletas ante la estatua de José Martí y hacerles jurar que, una vez más, están preparados para derrotar al enemigo y humillar su ideología burguesa. El honor de la patria y el destino de la nación dependen de los puños de sus boxeadores, las piernas de sus velocistas y las acrobacias de sus gimnastas.
Por supuesto, nadie en Cuba tenía derecho a poner en tela de juicio la distribución presupuestaria que asignaba una fracción desproporcionada de recursos a esos sectores, mientras se descuidaban otras necesidades sociales como el transporte, la vivienda, el suministro de agua o de energía eléctrica. Los campeones cubanos ganaban muchos títulos, pero sus parientes en la Isla viajaban hacinados en camellos, comían tilapia transgénica y masa cárnica, tenían que acarrear al hospital sus propias sábanas y medicamentos, y vivían sujetos al alumbrón que amenizaba las noches de verano.
Cuando en 1991 se esfumaron los subsidios soviéticos y hubo que racionalizar el gasto público para frenar la desnutrición y la neuritis óptica, los estudiantes tuvieron que abandonar los colegios rurales, los médicos sobrantes fueron enviados a selvas y barrios marginales de África y Suramérica mediante contratos de explotación leoninos y los deportistas emprendieron un éxodo que todavía continúa.
Sería misión imposible calcular los miles de millones de dólares que se dilapidaron en edificar esas escuelas en el campo que ahora son ruinas cercadas de marabú, en formar un ejército de médicos que hoy andan prófugos por el mundo sin oficio ni beneficio, o en construir piscinas y campos deportivos para atletas que nunca pudieron alcanzar su máximo rendimiento, porque el sistema les impedía confrontarse con los mejores de otras naciones. Quien dude de esto último solo tiene que comparar los resultados de los jugadores de béisbol cubanos que hoy triunfan en las Grandes Ligas estadounidenses con los numeritos que acumulan sus coetáneos del equipo nacional. Son la misma materia prima, pero los que escogieron la libertad han podido perfeccionarse en un circuito profesional de máxima exigencia, mientras que los peloteros que permanecen en la Isla se hunden en la mediocridad, la pobreza y la desesperanza. Durante cuatro décadas –de 1971 a 2011– la novena cubana dominó el torneo panamericano sin mayores dificultades. En 2011 y 2015 ocupó el tercer puesto de la competición, superada por Canadá y Estados Unidos. Este año en Lima, el equipo Cuba, tras un pésimo desempeño, terminó en el sexto lugar, lo que provocó un alud de adjetivos apocalípticos en algunos medios oficiales.
No obstante, entre los funcionarios y periodistas del castrismo siempre habrá quien logre relativizar estos datos. La manipulación informativa pone de relieve el carácter fraudulento del modelo. La "fábrica de medallas" del castrismo era un recurso propagandístico muy costoso, destinado a plasmar la superioridad del ideal comunista sobre el capitalismo egoísta y corruptor. Desaparecidos los subsidios soviéticos, suprimida la hipócrita segregación que impedía que los atletas profesionales financiados por las empresas y el sector privado pudieran competir con los atletas profesionales financiados por los Estados, y prófugos de la Isla muchos de sus mejores deportistas —a los que allí siguen calificando de "desertores" y "ex cubanos"—, los resultados que Cuba obtiene ahora en competiciones internacionales muestran claramente el deterioro del sistema. El mismo que estableció esa escala de valores absurda y ahora no puede evitar que se la apliquen urbi et orbi.
El sufrido quinto lugar que Cuba ha obtenido en estos Juegos Panamericanos es una posición honrosa, que ofrece una buena ocasión para superar el misticismo nacional-revolucionario y dejar de usar el deporte como herramienta ideológica. Bastaría con que las máximas autoridades de la Isla reconocieran que la política anterior era errónea e insostenible, que el país no dispone de recursos para rivalizar con las principales potencias deportivas del continente y que nada hay de vergonzoso en eso. Luego podrían liberar a los atletas de la condición de súbditos y propiedad eterna del Estado, y ascenderlos a la condición de hombres y mujeres libres, capaces de vivir y competir en cualquier lugar del mundo, sin exponerse por ello a represalias gubernamentales. Con esas sencillas medidas obtendrían mejores resultados y se podrían ahorrar la propaganda absurda y envilecedora, que obliga a los cubanos a vivir cada victoria como un triunfo del régimen y cada derrota como una humillación personal y colectiva.
Pero me temo que será otra oportunidad perdida. Y que la continuidad que proclama orgulloso Díaz-Canel consistirá precisamente en prolongar la estupidez y la decadencia en este y otros ámbitos.