Pienso que a todos nos ocurre: llegados al final de un año y comienzo del siguiente, tratamos de realizar un inventario sobre lo que hemos logrado y qué nos falta por lograr en nuestra profesión. Al igual que en un balance contable, cada persona tiene sus propias columnas de débitos y haberes. Sin ir más lejos, este artículo que hoy escribo podría anotarlo en la cuenta de mis haberes. No por el texto en sí, que apenas tiene relevancia, sino más bien porque el hecho de escribirlo y publicarlo aquí me recuerda a mí mismo que tengo la capacidad de hacerlo, que puedo llegar con mis opiniones hasta cualquier persona que desee leerlas y confrontarlas con las suyas propias. Y esto, que parecería una obviedad, no siempre fue así. Hubo un tiempo en que la censura —y la autocensura, por supuesto— no me permitían enunciar en público muchas de las ideas que me llegaban a la mente. Hoy puedo escribir columnas como esta, y expresarme libremente en las redes sociales, o en revistas y periódicos de muchos sitios del mundo. Y puedo, sobre todo, poner mis pensamientos en boca de los personajes de las novelas y cuentos que escribo y publico en países que, desgraciadamente, nunca son el mío.
Porque vivo lejos de mi patria, y quienes debieron haber sido mis lectores naturales, apenas han oído hablar de mí. Excepto un puñado de amigos, familiares y algún que otro colega, allí nadie imagina que, en un lugar de Europa, muy lejos de las costas de Cuba, hay un compatriota suyo que escribe sobre su tierra, que sueña ficciones que luego aparecen en libros, y que en muchos de esos libros hay seres como ellos, personajes inspirados en ellos y con un pasado semejante al suyo en la Isla.
Para ilustrar lo que acabo de afirmar quisiera traer un pequeño ejemplo de mi acervo personal. Hablo de mi novela Las largas horas de la noche, que recrea el idilio amoroso de José Martí y María García Granados, La Niña de Guatemala del célebre poema homónimo. ¿Qué cubano no ha leído u oído alguna vez en su vida el poema, aparecido en el libro Versos sencillos, escrito y publicado por Martí durante su exilio en Nueva York? ¿Cuántas personas en Cuba no han fantaseado o comentado algo sobre el tema? Y yo me pregunto cuántas de ellas saben que existe una novela que reconstruye ese episodio de la vida de Martí, una novela escrita por un compatriota suyo y publicada en dos países diferentes al nuestro. Si supieran de su existencia, tal vez algunos de esos cubanos se interesarían por ella. Sin embargo, pasarán los años y puede que yo nunca vea ese libro expuesto en un estante de una librería en Cuba. Y es solo un ejemplo, uno de los muchos libros que publican los escritores exiliados cubanos pensando en sus hermanos de la Isla.
Y todo esto, cómo negarlo, hace crecer la columna de los valores negativos que mencionaba al principio de este artículo. Sí, pero también la de los haberes de los creadores cubanos del exilio. Esta lista es enorme y crece día a día. Porque, quiérase o no, nuestros libros forman parte del patrimonio literario de la cultura cubana. Van apareciendo uno tras otro en países que no son nuestra patria, y así mismo van siendo leídos por personas que no son nuestros compatriotas, pero que siempre sentirán en ellos el aliento del cubano que los concibió, los volcó en la página en blanco y los convirtió en un objeto de consumo cultural.
Así vamos los escritores cubanos por el mundo, buscándonos la vida, cada cual como puede, escribiendo o tratando de hacerlo, publicando allí donde se tercie, sufriendo con toda la dignidad del universo el olvido y la marginación por parte de propios y extraños, pagando con frecuencia el precio de pensar de manera diferente a las elites intelectuales de los países que nos han acogido. Ya en algún otro lugar escribí que, en el divorcio forzoso de los escritores cubanos del exilio con su público y su tierra, nadie gana nada. Todo son pérdidas. Nosotros perdemos lectores, reconocimiento, dinero; perdemos un sitio en la memoria colectiva y, con frecuencia, en las antologías de quienes conciben la literatura cubana como un acto de fe hacia la ideología imperante en nuestra patria. Pero Cuba también pierde. Pierden los cubanos, que están privados de leer obras que en ocasiones conquistan el reconocimiento internacional, que ganan premios y galardones en concursos de diferentes países de nuestro ámbito lingüístico.
Pero la pérdida mayor para nuestro país no proviene del desconocimiento de la obra de los escritores cubanos del exilio. Esa obra llegará tarde o temprano a Cuba y ocupará el sitio que allí le corresponde. Las generaciones futuras tendrán, sin lugar a duda, la posibilidad de leer y valorar lo escrito por sus compatriotas en sus años de destierro. Esta pérdida, con ser grande e importante, es susceptible de ser reparada. La otra, la que sí ya nadie podrá reponer, es la de los escritores en sí. Por mucho y muy rápido que se arreglen las cosas en Cuba, 66 años son demasiados años. Quienes han pasado una parte importante de su vida en otros países y echado raíces en tierras que un día les fueron extrañas, esos —como las golondrinas de Bécquer— esos, con toda probabilidad, ya no volverán. Y lo peor, que su cepa enriquecerá los vinos de otros predios. Esto, sin embargo, no parece importarle demasiado a nadie, excepto quizás a un grupo de poetas y románticos cubanos.
Antonio Álvarez Gil nació en Melena del Sur en 1947. Sus últimos libros publicados son Perdido en Buenos Aires (Editum, Murcia, 2010), Callejones de Arbat (Terranova Editores, Puerto Rico, 2012), Annika desnuda (Verbum, Madrid, 2015) y Triunfo sin gloria (Ediciones Huso, Madrid, 2023).