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Narrativa

El aullido del lobo en la distancia

'Aquel era el rostro de su verdugo. Jamás podría olvidar esa cara. Tampoco había querido olvidarla...'

Berlín
Fidel Castro, Erick Honecker y, en la pared, Lenin.
Fidel Castro, Erick Honecker y, en la pared, Lenin. Wikipedia

Aquel era el rostro de su verdugo. Jamás podría olvidar esa cara. Tampoco había querido olvidarla. Desde que lo sacaron de su celda en la prisión de la Stasi en Hohenschönhausen, aquel barrio exclusivo en Berlín para instalaciones del Ministerio para la Seguridad del Estado y viviendas de oficiales de esa institución, lo condujeron en un silencio sepulcral a lo largo de aquellos pasillos franqueados por puertas de celdas que él tan bien conocía, lo empujaron de cabeza y con las manos atadas a la espalda en el asiento trasero de un Travant gris, dejaron atrás el control de seguridad de la puerta y se adentraron en esa parte de la ciudad que tanto había extrañado, el viejo profesor de historia Ulrich Werner se propuso no borrar de su mente ni el más mínimo detalle de todo el horror que había padecido en ese edificio siniestro del que, al fin, lograba salir, y donde estuvo detenido poco más de nueve meses por un delito que consideraba ridículo: comentar con un colega del claustro de profesores que una de las vías de escape de los antiguos torturadores nazis era la colaboración con la policía política de algunos países socialistas y que, sin dudas, eso llegaría a convertirse en el futuro en un tema vital para autores y obras de esa literatura alemana que ellos enseñaban allí, en la Universidad.

El anciano paseaba por el parque, acompañado de un hermoso husky siberiano albino, que saltaba de alegría y daba carreritas alocadas, como hacen los perros cuando los sacan de un encierro largo en sus casas. Iba tranquilo, sonriendo ante las travesuras de su mascota. El profesor Werner notó que muchas personas —quienes caminaban por las cuidadas callejuelas que bordeaban el pequeño lago Ober o los que hacían jogging siguiendo los senderos entre los árboles—, al encontrarse con aquel apacible anciano, lo saludaban con un respeto incluso reverencial. Y ese detalle lo lanzó al escabroso territorio de la duda: ¿sería esa la persona que él tanto había soñado encontrar durante los últimos 20 años? ¿Era posible que algún ser humano en la tierra osara saludar con tanta afabilidad a esa persona que no había abandonado nunca sus pesadillas en aquellas dos décadas desde que cayó el Muro de Berlín? ¿No era alocado pensar que podría reconocerse a alguien, especialmente después de tanto tiempo, solamente por el modo de caminar?

Por eso decidió acercarse. Y cuando estuvo a solo unos pasos del anciano que, al parecer cansado, se había sentado en uno de los pocos bancos de madera que, a esa hora de la tarde y bajo el sol tórrido de Berlín, estaban desocupados, y pudo distinguir mejor aquella frente de grandes entradas, aquellos pómulos marcados por las heridas de un acné mal tratado en la juventud, aquellos ojos…, un manto pesadísimo de sombríos recuerdos congeló su cuerpo… y esas palabras que, para si sucedía el anhelado encuentro, practicó hasta aprendérselas de memoria, y que ahora, frías, hirientes, pegajosas, se negaban a desprenderse de su lengua.

—¿De verdad creíste alguna vez que una garrapata como tú se pondría a chuparnos la sangre así, sin que la descubriéramos y la aplastáramos? —se llamaba Matías y sus ojos escupían cinismo y prepotencia.

Le gustaba mucho utilizar esa imagen: la garrapata aplastada. Muchas veces, el profesor Werner se dijo que justo esa era la evidencia de la falta de imaginación del oficial Stasi encargado de su caso, porque cualquiera sabría que los alemanes están acostumbrados a convivir y combatir a las garrapatas, que campeaban a sus anchas en los parques y, si no se las controlaba, en las casas. Por ello, junto a los líquidos y peines especiales contra los piojos, uno de los productos más vendidos en todos los tiempos en las tiendas y mercados alemanes eran los kits de herramientas para extraer aquellos bichejos. Sin embargo, la recurrencia de su torturador en usar aquella imagen era la más perfecta metáfora del trabajo que hacían en ese edificio al cual había sido conducido para ser interrogado "gracias al aviso que sobre tu desacertado comentario nos hizo llegar tu colega, un verdadero héroe alemán, que se alarmó con esa estupidez de que nosotros trabajamos con los nazis. ¿Tengo yo cara de nazi?", le había preguntado en el primer interrogatorio, con esa ecuanimidad gélida y despojada de cualquier gesto de sensibilidad humana, casi robótica, que mantuvo durante meses en sus encuentros semanales, como una fórmula practicada hasta encontrar la perfección.

—¿Y sabes qué le hacemos aquí a las garrapatas? —y esta vez, el cinismo le llegó con el tufo patibulario de la amenaza—. Las exprimimos —y escenificó el acto apretando la mano y con una mueca de asco—, para que suelten hasta la última gota de la sangre que han chupado, porque las garrapatas malagradecidas como tú ni alimentarse merecen. Y a ti, escúchame bien, 86/86, te voy a aplastar y lo único que voy a dejar es tu apestoso cascarón.

Y eso hicieron. Ni un solo golpe. Todo psicológico. Todo dirigido a desestabilizar, a hurgar y hurgar en busca de todas las resistencias humanas hasta lograr la máxima impotencia en el prisionero: "a nadie le importas", "eres un simple número que podemos borrar cuando queramos", "nadie puede mover ni un dedo para ayudarte", "tu vida depende de nuestra misericordia", "si queremos, le hacemos todo esto también a tu familia", te gritan cada día con lo que hacen, sin pronunciar ni una sola amenaza, porque cuando abren la boca solo se escuchan frases cargadas de frío y teatral humanismo: "Tiene mal aspecto. ¿Le ocurre algo? ¿Puedo ayudarle? ¿Hacer algo por usted?". Se pierde el sentido del tiempo. Se muere la confianza en quienes eran colegas, amigos, incluso familia. Se adquiere una asfixiante conciencia de la indefensión. Aplastan la esperanza y todas las defensas caen. Si afuera, al otro lado de esas rejas, la propaganda hablaba de construir el hombre nuevo, aunque jamás se lograra, allí dentro se concibió la fábrica más aceitada y perfecta de construir en serie a una "no persona". El profesor Werner confiesa que solo consiguió escapar de los traumas psíquicos que le inoculó aquel oficial, esa tarde de verano en la que pudo enfrentarse a su torturador cara a cara.

—No me recuerda —dijo, sentándose en el extremo del banco en el cual el anciano descansaba. Había soltado la correa del husky y lo veía revolcarse, contento, en la yerba poblada de margaritas amarillas, frente a ellos. Y, seguramente, de garrapatas.      

—Soy el profesor Werner… —y algo lo hizo detenerse: quizás aquel anciano no recordaría su nombre, entre tantos miles que seguramente había torturado mientras trabajaba como oficial interrogador en la prisión, a pocas cuadras de aquel parque, o sencillamente porque al entrar a ese sitio los prisioneros dejaban de ser personas con nombres y apellidos y se convertían en simples números de un expediente—. Soy el número 86/86… ¿ahora me recuerda? Me dijo que jamás olvidaría el número perfecto de una garrapata perfecta.

La sensación de terror en los ojos hasta entonces azules, y hasta dulces, de aquel anciano, le hicieron saber al profesor Werner que había comenzado allí —en el Oberseepark—, ese día —8 de agosto de 2010—, a esa hora precisa —4:12 de la tarde— la senda expiatoria y reparadora que cerraría todas sus heridas.

—No se asuste —le dijo entonces, y observó, sonriendo, poseído de una paz interior que jamás había sentido, las manos huesudas del anciano, que temblaban levemente, sus ojos arrugados y azules aún más cargados de indefensión ante lo que evidentemente creía una amenaza merecida—. Solo vine a decirle que gané. Y como ve, no pudo aplastar a la garrapata 86/86. Sigo siendo el profesor de literatura alemana Ulrich Werner.

Se puso de pie. El viejo torturador había bajado la cabeza y, aunque el profesor Werner no supo nunca qué sentimientos provocaron aquella reacción, le escuchó llorar, quedamente, estremecido por aislados temblores. Quiso alejarse, finalmente libre de muchas ataduras de las que creyó no poder desprenderse nunca, disfrutando ya esa victoria que durante tantos años de espera había imaginado, pero sintió que debía decir algo más que, de eso sí estaba seguro, aquel pobre hombre esperaba.

—Por cierto —compasivo, le puso una mano en el hombro al anciano, que pareció encogerse aún más en el banco—, no fue su culpa. Ese engendro que usted defendía manipuló a mucha gente, demasiada gente como ya se sabe, para que hicieran lo mismo que usted, y cosas peores, en nombre de una mentira.

El viejo seguía con la cabeza baja, ahora visiblemente estremecido por un llanto apagado que intentaba contener, sin conseguirlo.

—Míreme, por favor —pidió entonces el profesor Werner.

El anciano ladeó la cabeza y lo miró desde abajo, la indefensión hecha huesos y arrugas.

—No sé a cuántos más usted hizo daño —dijo, mirando los arrugados ojos azules de su torturador. Sí, aquello era la libertad—. No puedo perdonarlo por lo que hizo a esos otros. Le perdonó por lo que me hizo.

 


Amir Valle nació en Guantánamo en 1967. Escritor y Periodista. Además del ensayo-testimonial Habana Babilonia. La cara oculta de las jineteras, Premio Internacional Rodolfo Walsh 2006 a la mejor obra de no ficción publicada en lengua española ese año, ha publicado las novelas Las palabras y los muertos (Seix Barral, 2006, Premio Internacional de Novela Mario Vargas Llosa), Nunca dejes que te vean llorar (Grijalbo, 2018) y el libro de ensayos La estrategia del verdugo. Breve panorama de la censura cultural en Cuba, 1959-2019 (Premio de Ensayo Carlos Alberto Montaner, 2019). Este fragmento pertenece a su libro más reciente: El aliento del lobo. La Stasi, el Muro de Berlín y la vida de nosotros (Oberon, Madrid, 2023).

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