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Poesía

Epístola a Lourdes Gil (y a Heberto Padilla)

'Decía María Zambrano que había que aprender a leer la historia en la forma de las nubes./ Las nubes, ya se sabe: aleatorias, imprevisibles, paradójicas, daimónicas.'

Bariloche
Nubes.
Nubes. Meteored

 

¿Cómo amar, Lourdes, un cuerpo dañado, una mente rota, el corazón en bartolina?
Simone Weil hablaba de la gravedad y de la gracia
pero a ti, Padilla, te tocó la gravedad, 
y la peor de todas, la de la Historia, y la de una historia apócrifa.

Decía María Zambrano que había que aprender a leer la historia en la forma de las nubes.
Las nubes, ya se sabe: aleatorias, imprevisibles, paradójicas, daimónicas.
Y tú, Lourdes, ¿viste las nubes que cruzaban como espadas por los ojos de tu amante?
¿Qué decían esas nubes, a quién tenías a tu lado:
a un prodigio o a un muerto, después que le tumbaron a patadas la puerta?
Un monstruo, Lourdes, pero los monstruos no mueren 
dijo el duque Orsini de Bomarzo desde la Boca del Infierno.
Tú viste las cicatrices, los tatuajes fosforescentes,
los rescoldos de un manotazo de plomo
que, como a Zenea, astillaron los espejuelos.
Pero él miraba, miope, a través de las nubes de la Historia 
Y quién fuiste tú para él, Lourdes, sino Coré,
la muchacha indecible, Perséfone, Perséfone.

¿Hacían el amor en el inframundo?
¿Quién era ese amante, un fantasma, estantigua, 
una sombra hecha realidad, 
porque la Historia como Dante, hace realidad la sombra?
Por sus ojos pasaban los cuervos presurosos
atravesando las nubes, nubes de cuervos aladas,
Lourdes, hacia una carroña fosforescente, 
una hoguera epifánica donde guardara la noche el alma trémula y sola.
Lo cubriste con las hojas secas del otoño,
solo se veían entre las hojas los dos ojitos nerviosos miopes, 
que clamaban como Zenea por una salvadora golondrina, 
tú fuiste su Francesca y él Paolo, el poeta mudo.
Lourdes: ¿Francesca o Fidelia, su Beatriz?
Tú sanaste esa sombra con tus cocuyos sanadores: 
esas lucecitas que anunciaban un alba inmarchitable.

Tú vertiste agua en las llagas del crucificado
con tu sexo de nieve tú apaciguaste  esa hoguera encendida.
Lo conocí en Madrid y era todo delicadeza, inimaginable reconciliación.
Él ponía la mano delicada y marchita en vez del odio y el rencor.
¿Tú besaste esa mano sacrificada y bendita por litros de alcohol?
Él era otra vez el Conde Barreto,  
ese personaje de azufre y de tempestades byronianas, que decía Lezama,
porque él era como Zenea, el daimon líquido de la sangre, 
como lo vio el Etrusco, escarnecido por ambos bandos: 
te tocó Lourdes ese centro sufridor entre los dos ladrones
pero alcanzaste a pedir el paraíso, El Reino.
Tú fuiste, Lourdes, su paraíso que no pudieron sombrear 
las nubes presurosas de la Historia atroz.
Un príncipe de la sangre, diría Lezama.
Tú fuiste, como Hamlet, el embajador de la muerte 
porque viajaste al otro mundo 
pero regresaste con esas cicatrices que se encendían y se apagaban, 
que se encendían y se apagaban, como en un enorme tiovivo, 
una vertiginosa calesita en la noche oscura del alma.
Pero tú, Lourdes, ¿no eras la mujer de la lámpara encendida, 
la que llenaste de verdes cocuyos, de rayos verdes, 
la abrumadora gravedad de la noche?
Cuando apretabas, Lourdes, aquellas manos nerviosas y algo ásperas, salvajes
Y él decía: Oh lámparas del otoño.
Tú viste, Lourdes, descender
el rocío de esas nubes grises que nublaban sus ojos
los ojos desmesuradamente abiertos
en la enorme intemperie del bosque.
Tú eras Ofelia y él el dulce príncipe,
príncipe de la sangre.
¿Las nubes lloraban al amanecer?
¿Era la sangre del llagado, el rocío donde se anegaba, naufragaba la culpa?
Oh, tú, mujer de la lámpara encendida,
¿con qué manto de nieve, con qué hojitas de otoño, tú cubriste sus heridas humeantes?
Tu sexo fue el paño húmedo que refrescó sus sienes que deliran,
el néctar sobre las heridas del llagado.
Tú, la bella durmiente del bosque.
Él, el caballero rendido,
que se bebía todo el rocío del amanecer.
Tenía que haber un ángel de piedad
que con sus alas lo recubriera como un manto de nieve…
Sí, Lourdes, tú alumbraste el caminito ciego por el bosque 
donde también se extraviaron Hansel y Gretel.
Lourdes, tú, como Perséfone, también fuiste la espiga 
que crecía en su corazón en la primavera renacida,
lámpara de fuego o llama de amor viva
para ese siervo de la Historia atroz. 
Pero ¿no nos dirás alguna vez el secreto: 
cómo amar y sanar ese cuerpo destartalado, roto, 
esa mente suicida, como un Pinocho contrahecho 
(tú acogiste ese cuerpo expulsado por el ominoso leviatán),
ese cuerpo tembloroso y ávido,
ávido de todos los alcoholes de la noche?
Aquella noche, en Madrid, en la mesa con los españoles, 
cuando te reconocí, estabas ansioso como en una ínsula extraña
"Coge esa botella de vino intacta que han dejado los españoles sin beber", 
le decías a Enrique como un niño al que le niegan un juguete
Ah, regresabas de nuevo a isla del Capitán Garfio,
a la pobreza no irradiante, a la sempiterna escasez,
más bien volviste a decir como aquella vez,
cuando regresabas en una guagua del Congreso sobre Darío a La Habana:
"Y ahora tener que regresar de nuevo al cesarlopismo y la mediocridad".
Solo hiciste una excepción cuando entró en el salón la esposa de Ordoqui, 
aquella mujer siniestra, imagen de la censura, que conociste tan bien. 
"Pero a esa no, a esa no, no me pidan que me reconcilie con esa", 
decías con el ruego de un niño desamparado.
Tuviste la sabiduría del perdón sanador: 
del perdón que regresa como regresa el rayo con que mataste al dragón.
La ansiedad que tenías y que no podías reprimir,
¿era la ansiedad que aprendiste en la mazmorra de la Historia?
Enrique Saínz, sobrio, se reía al ver tu irreprimible ansiedad.
¿Qué hiciste, Lourdes, para aliviar esa turbia ansiedad, ese desasosiego insular?
¿Tú besaste, Lourdes esas llagas húmedas por el vino añejado de la Historia apócrifa?
¿Tú fuiste su perdón?  ¿Tú fuiste el ángel que la inabarcable Piedad 
envió al hijo réprobo y maldito para que la balanza no perdiera el fiel 
y el Universo no se desplomara ante tanta iniquidad?
Tú, fuiste, Lourdes, colibrí, peonía, hojitas secas del otoño, 
cilantro y hierba buena para las heridas del réprobo. 
Ofelia temblorosa, ¿no te alcanzó la dulce demencia que emanaba 
ese cuerpo sobre el pasto del bosque?
Las hojas del otoño como un manto de nieve, 
tú, Hécate, la sangriente luna que vio Quevedo sobre la tumba del duque de Osuna.
Tú, la triple diosa blanca, 
amorosa y tanática,
que curaste al llagado, 
al herido de guerra,
le arrojaste las migas de pan por el caminito sinuoso del bosque terrible
para que pudiera regresar al hogar perdido, 
a una patria extraviada, acaso inexistente,
paisaje después de la batalla que echaste para perder.
Porque como también dijo la sibila de Málaga, 
para ser hombre hay que estar vencido o merecerlo 
con la sabiduría de los derrotados que han ganado su derrota.
Cuánta delicadeza, Lourdes, con la víctima sacrificial, con ese rey destronado.
Cuánta pasión intempestiva para despertar al caballero en el centro del bosque ominoso, 
en el claro del bosque, donde se puede volver a nacer, INCIPIT VITA NOVA.

Tú, la muchacha indecible, le diste como a Parménides 
la sabiduría de la iniciación, la que se entrega como un perdón que no se espera.
Aunque él no tenía que disculparse, nadie se lo exigía, podía haber dicho como Bartleby "Preferiría no hacerlo", pero no lo dijiste, al contrario, 
de cierto modo pedías perdón, y creo que lo recibías.
Aunque tenías que haber dicho como Eliseo Diego: 
Que los perdone Dios, yo, no puedo…

 

San Carlos de Bariloche, 7 de mayo de 2024


Jorge Luis Arcos nació en La Habana, en 1956. Sus últimos libros de poemas publicados son El libro de las conversiones imaginarias (Betania, Madrid, 2014) y Sincronismos (Premio Gastón Baquero, Verbum, Madrid, 2020). Este poema pertenece a un libro inédito.

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