No nacerás aquí. Vivirás toda tu vida sin saber que existe. Es un lugar como otro cualquiera, ni mejor ni peor, pero un lugar donde una tarde dos amigos están pescando bajo un puente y aparece un perro con una mano en la boca.
La mano es pequeña, no había terminado de crecer, tiene pintadas las uñas. La mano está pudriéndose, hinchada. Los dedos están engarrotados, sucios, envueltos en la saliva del perro que trajo la mano, entre dientes. Del otro lado, donde antes estuvo el brazo, ahora quedan dos pedazos de huesos masticados, partidos. La mano es el bocado de carne que el perro tiene. Después de pelear o compartir la carroña con otros animales. Después de comer y hartarse. La mano es la sobra que quisiera enterrar para comer después, bajo el puente.
La cabeza separada del cuerpo y el cuerpo mutilado tendrán que esperar un día más en el monte, para que encuentren el cadáver de esa niña de doce años que se había extraviado. Cuatro días antes, la madre y el padrastro hicieron la denuncia. Esa tarde ella no vino de la secundaria donde estudiaba el séptimo grado.
La secundaria está en un barrio del montón. La familia vive en otro barrio de otro montón. El puente y el caserío hacia donde luego el perro corre están más allá. Fuera de la ciudad. En los basurales donde nada bueno se busca.
Nombres, datos técnicos, fechas, interpretaciones, afirmaciones y negaciones, detalles de color… todo eso en esta historia no importa. No quiero eso. No soporto más eso. Esta muerte y toda nuestra vida han sido eso.
Yo soy uno de los dos amigos que ese día pescaban bajo el puente. Yo fui el primero que comenzó a correr, a gritar, a no querer saber nada de la mano ni del perro. A mí fue a quien abrazaron y le dijeron quédate quieto que yo me encargo.
Desde el terraplén que une el puente con el caserío vi pasar al perro. Hacia allá corrió con la mano en la boca, con la primera pista de que en algún marabuzal de la zona encontrarían a esa putica que se vendía por unos pesos. Con el uniforme, pero sin blúmer y con la falda remangada. Con las medias blancas, pero con las nalgas llenas de tierra.
La encontrarán. Mañana la encontrarán. Todavía no se sabe nada de esto. Todavía es la noche del día anterior, cuando llego a casa y me encierro a escribir. Como siempre, pero con más miedo que antes. Mi amigo me dijo que no comentara nada. Que ni él ni yo sabemos nada. Yo le juré que sí. Y cumplo. A nadie le digo nada, pero escribo. De noche, antes o después de soñar con el perro y la mano, escribo.
Soy el otro. El idiota que se aturde y no reacciona. Mi amigo sí persigue al perro, corre hasta el caserío y se queda en un matorral, mirando cómo el perro con la mano entra en una casa, sale gente gritando, comienza la noticia.
Yo no. Soy quien tira la caña, anzuelos, todo. Subo al puente temblando, mudo. Solo quiero pedalear, pedalear, pedalear. Mi amigo, a veces, cuando hablamos de esto, me dice que tengo que aprender a olvidar.
Ya no sé cómo hacerle caso. Por eso escribo.
René Fuentes nació en Bayamo, en 1969. Ha reunido su poesía en el volumen Los mares que me nombran (Iliada Ediciones, Berlín, 2021). Sus novelas más recientes son La mano que el perro llevaba en la boca (Eolas Ediciones, León, España, 2017) y Cervantina (Pre-Textos, Valencia, 2023), a la cual pertenece este fragmento y que se presenta este martes 20 de febrero en Madrid, en la Librería Iberoamericana (Calle de las Huertas, 40) a las 6:30PM.
La novela se presentará también en Huesca (Centro Cultural Manuel Benito Moliner, Plaza Alcalde José Luis Rubió, 7:30PM) y Barcelona (Librería Lata Peinada, Carrer de la Verge 10, 6:30PM).