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Narrativa

Según Delio (un fragmento de 'Cervantina')

'Desde que Nandito regresó aquella vez de España no paraba de decir y repetir, ¡sin que nadie en la cuadra se lo preguntara, por supuesto!, que si un tal Paul Auster había escrito una trilogía de Nueva York, pues él iba a escribir otra de Bayamo y sanseacabó.'

Montevideo
Paul Auster.
Paul Auster. Clave de Libros

En fin, lo cierto es que Nandito, es decir, Fernando Manzano, el hijo menor de Clara y Armando, el hermano de Camilo… Lo cierto es que Nandito sabía escribir y se dedicaba a eso. Pero bailando tenía menos ritmo que una herradura. Todos aquí lo sabíamos, como le dije. Y Nandito solo usaba los pies para caminar o montar en bicicleta. En definitiva, Nandito no daba un paso de salsa ni de son. Tampoco de guaracha, rumba ni guaguancó.

Cuando comenzó aquel verano, contra todos los pronósticos, Nandito sacó a Juanita de su cuarto y se puso a desarmarla en el portal, frente a las miradas indiscretas de los vecinos y los vendedores ambulantes. Para quienes no lo conocían, ver a aquel hombre barbudo y flacucho haciendo aquello no podía ser otra cosa que la imagen de un viejo arreglando o rompiendo una vieja máquina de escribir. Para quienes sí lo conocíamos y sí conocíamos las historias de Juanita, aquella situación era grave. Porque aquel tareco era, como quien dice, la mujer de carne y huesos que Nandito nunca tuvo. O no quiso tener, porque en esta cuadra todo el mundo sabe que Rosa y él…

Juanita era su máquina de escribir y en esta cuadra todos la conocíamos, por los libros de Nandito y por el chaca-chaca de su teclear. Y si no me cree, pregúntele a Gladis, la mejor amiga de la difunta Clara. Y si Gladis no quiere hablar o habla poco, pues pregúntele a su hija Lorena y a Gustavo, su marido. Ellos son militares… Y si quiere saber más o de otro modo, pues pregúntele a Perdomo, el vecino del otro costado de la cerca, esa vieja cerca que Clara siempre quería arreglar con el dinero que a veces Nandito ganaba por sus libros. Pero Nandito prefería beber y a veces comer, y nunca gastaba ni un peso en pintar o arreglar la casa. Tampoco gastaba dinero en levantar paredes y muros.

Ahora mismo, si le toca la puerta a Perdomo y él le deja entrar en su patio, podrá ver que después de todos estos años, incluso después de la muerte de Clara y luego de la muerte de Nandito, la cerca sigue llena de trastos que cuelgan, también hay pedazos de tablas podridas, alambres oxidados… Pero la cerca sigue en pie, rodeando por todas partes el patio de los difuntos. En un lado están los corrales hediondos en el patio de Perdomo. En el otro lado sigue viviendo Gladis, con su hija y su yerno en la casa de arriba, y abajo está ella con sus nietos… Aunque de un lado a otro de esa cerca ya no cruzan tazas tempraneras de café, tampoco las conversaciones ni las confesiones de amigas… Todo eso que Clara y Gladis tenían, se daban y se decían. Todo eso que Nandito escribió y repitió en sus libros.

O eso dicen quienes los leyeron…

El caso es que, volviendo a la realidad de los hechos, Juanita no era otra cosa que una vieja y pesada máquina de escribir. Marca Remington, para ser más preciso. Ese dato sí puedo asegurarlo, porque ese día, en medio del molote, yo estaba allí. Y la máquina tenía tantas teclas y un carapacho metálico tan pesado que, a falta de cabillas y aros de acero, bien pudo servir como relleno en el concreto de un arquitrabe o en los tacones de una casa…

En fin, según los amigos de Nandito y sus lectores, que durante muchos años fueron casi las mismas personas, Juanita comenzó a ser personaje cuando él escribió aquel libro de título largo y raro: La mano que el perro llevaba en la boca. Yo sí recuerdo, como le dije, cuando él y Nico fueron a España por ese libro y volvieron diciendo que en el aeropuerto de Madrid no los dejaron subir al avión con el jamón que le habían prometido a Felicia. Así que, después de varias discusiones, ellos tuvieron que comerse el jamón en la parada de taxis, delante de tanta gente.

¡No, por supuesto que ellos no se comieron todo el jamón! Luego aquí contaron que tuvieron que morder y tragar, ¡casi sin masticar!, todo lo que pudieron. Y antes tuvieron que arrancar la carne con los dientes, con las manos, con las uñas… Imagínese usted el compromiso y la desesperación, la incomodidad y el esfuerzo… En fin, en aquel momento, antes de volver a Cuba, después de gastar tanto dinero en un jamón español para complacer del único modo posible a la vieja Felicia… Así y allí ellos tuvieron que masticar y tragar.

¡Mucho! ¡Todo lo posible! Incluso, ya sin tener en cuenta que antes Nandito había comprado una maleta nueva para que el jamón entrara y viajara bien cómodo, discreto entre ropas y tantas cosas lindas y nuevas… Todo eso que él y Nico traían para las familias y para los vecinos de aquí.

Pero cuando entraron por primera vez al aeropuerto y quisieron despachar las maletas, los funcionarios vieron en una pantalla algo raro, ¡según contaron Nandito y Nico después!, y eso raro era el jamón, es decir, la pierna de jamón crudo que traían. Y cuando les dijeron que abrieran esa maleta, Nandito se puso a contar y a explicar, ¡del mismo modo que aquí siempre lo hacía!, que ese jamón era parte de una promesa y de una historia, y que así ya él lo había escrito.

Después aquí Nico era el mejor contando la parte donde los empleados del aeropuerto, con sus uniformes y perfumes, no podían creer que Nandito se empeñaba en leerles el capítulo de esa novela donde le había prometido a Felicia que cuando él viajara a España le traería un jamón. Sin embargo, no hubo manera de pasar el jamón. Tampoco hubo oportunidad de negociar ni resolver nada. Así que cuando se hartaron y se calmaron, volvieron a entrar por las mismas puertas. No sin antes echar en la basura el jamón… ¡Tan bueno! ¡Casi entero!

Yo en silencio comparaba todo eso que ellos decían con el aeropuerto de aquí, adonde vienen dos aviones por semana. Entonces ellos me dijeron algo que me confundió más. Y por la cara que puse y por cómo les dije que se dejaran de joder, y por cómo ellos dos y los demás vecinos presentes empezaron a reírse… En definitiva, para ponerle la tapa al pomo, Nandito y Nico me dijeron que en ese aeropuerto de España también hay un tren.

¡Un tren!, repetí. ¡Sí, chico, un tren que te lleva de un lugar a otro sin salir del aeropuerto!, me explicaron como si ellos fueran muy viajeros y no los mismos culicagaos de siempre. Y cuando les dije que no les creía más nada y todos seguían riéndose, pues ahí mismo Nico mostró unas fotos. Entonces vi el tren, la pierna de jamón envuelta con una tela y una mallita… Todo.

Y cuando Nandito finalmente me devolvió ese mismo día el maletín con un regalito y diez euros que gasté comprando un paquete de jabón, unos sobrecitos de sopa y un litro de aceite, pensé que ese viaje había cambiado a Nandito: se había curado. Incluso, pensé que pronto se mudaría y no viviría más aquí, como todos los vecinos que se fueron y prosperaron… ¡Fíjese que no me estoy quejando! Como usted puede comprender, después que Nandito y Nico llegaron aquí con la historia del jamón y sin el jamón, más un montón de libros de ese título raro y donde Nandito escribió una historia que aquí en Bayamo fue un crimen real y por el que metieron presa a mucha gente… Después de todo eso, Nandito aquí ya estaba condenado.

Para hacer breve este asunto y para que usted comprenda, quiero decirle que ese libro empezó a circular por algunas casas de la cuadra… ¡y del barrio!… Según tengo entendido, porque otros vecinos me lo dijeron, Nandito también dejó algunos libros en la barbería. Y Nico se encargaba de guardarlos en el fondo del cajón donde él siempre tenía revistas y periódicos viejos para los clientes. Así, quienes querían, metían las manos hasta el fondo y se llevaban prestado el libro.

Pues sí, como le dije, después que ellos regresaron de España, Nico volvió a su casa, a su familia y a la barbería. Para trabajar, para vivir, para pagar deudas… ¡Para inflar chicharrones hablando basura de todo lo que hay en España y de cómo es la vida allá! Pero Nandito, luego de ese viaje, quiso volver a la cuadra como todo un escritor. ¡Aquí!

¡Imagínese!… Aquí donde él era el hijo solterón de Clara, un vago flaco y peludo, el dueño de una máquina de escribir llamada Juanita…

Como tantos vecinos lo dijimos entonces y como Clara, aunque le pesaba, terminó admitiéndolo: aquel viaje y aquel libro no le hicieron bien a Nandito, tampoco otros posteriores. Y aunque él ganaba un poco de dinero y viajaba cuando podía, el problema que tuvo desde entonces fue que nunca más regresó a la realidad.

¿Cuál realidad? Pues esta, la nuestra: el barrio y esta calle de tierra que comienza allá y termina acá. Y de noche a veces uno puede pensar y hasta ilusionarse con otras cosas, pero al mediodía… Cuando el sol cae derechito y esta tierra quema y arden las piedras…

No, por supuesto que no. A esa hora del día, como en otras, uno vive aquí y así, o se muere.

Y para darle una prueba de lo que hablo, le pongo un ejemplo. Desde que Nandito regresó aquella vez de España no paraba de decir y repetir, ¡sin que nadie en la cuadra se lo preguntara, por supuesto!, que si un tal Paul Auster había escrito una trilogía de Nueva York, pues él iba a escribir otra de Bayamo y sanseacabó. Y si alguien preguntaba por casualidad quién era ese tal Paul Auster, pues entonces Nandito le decía, le explicaba, le contaba… ¡Así le llenaba de embrollos la cabeza!

Y hablaba tanto de ese tal Paul Auster, que el curioso terminaba recordando hasta cómo se escribe el nombre de ese tipo. ¡Eso mismo me pasó a mí! Y por eso, y perdone que se lo diga de este modo, porque no me gusta faltarle el respeto a nadie ni me gustan tampoco las malas palabras… ¡Pero me cago mil veces en ese tal Paul Auster y en su trilogía! ¡Y mil veces más me cago en Nandito y en la trilogía de Nandito! Si es que por fin la escribió o si fue otro invento suyo.

Perdone que le hablé así, eh. Siempre me enojo un poco cuando recuerdo o me piden que recuerde estas cosas. Lo cierto es que, según me contaron, en la primera de aquellas novelas de Nandito, Juanita aparecía como la máquina de escribir de un escritor empeñado en contar la historia real de aquella niña real que había sido asesinada por chulos locales y turistas extranjeros. Lilian Ramírez Espinoza se llamaba. Doce años tenía. El viernes 14 de mayo de 2010 murió. Por entonces, Nandito nunca había subido a un avión. Tampoco antes había publicado un libro en el extranjero; y aquí, antes y después de ése, mejor no hablar…

Lo importante ahora, para comprender el comienzo verdadero de esta historia, es decirle que el libro La mano que el perro llevaba en la boca fue escrito a partir del contenido de una foto que todos aquí vimos. Clandestinamente… Una foto espantosa, pero real, simplemente real.

Una foto que cualquier vecino o amigo te mostraba en la pantalla de un teléfono moderno. Una foto que era algo oculto de ese crimen real y del cual tanto se dijo. Y lo que importa ahora saber, ¡y que yo sí quiero y estoy en condiciones de decirle!, es que esa mañana, cuando vimos que Nandito desarmaba a Juanita y tiraba a la calle cada pieza que arrancaba, aquello no podía ser entendido de un modo diferente a como en verdad ocurrió: Nandito estaba en el portal de su casa, destrozando su máquina de escribir y hablando solo.

Demasiado solo. Demasiado empeñado en arrancar cada tecla, cada pieza, cada parte de aquella máquina y de aquel oficio que habían sido su vida. No tenía hijos. Tampoco esposa.

Era huérfano de padre desde niño y huérfano de madre ya viejo. Incluso, el único hermano de Nandito vive lejos, muy lejos, en Argentina.

En fin, aquello no era fácil de ver. Sin embargo, él seguía rompiendo y destrozando la máquina de escribir. Su máquina. La Juanita. Y los vecinos mirábamos y fuimos juntándonos frente a la casa. También la gente que pasaba. Un vendedor de limones, por ejemplo, se bajó el saco del hombro, lo dejó en la calle y quiso hablarle. Se parecía un poco al San Lázaro que Clara siempre tuvo en su altar. Pero Nandito le lanzó una pieza del teclado. Y aunque no le pegó, con eso lo detuvo. El vendedor de limones, desconcertado, mirándonos, otra vez se puso el saco al hombro y se fue como si nada, repitiendo su pregón.

¡Limones! ¡Limones! ¡Vamos que se acaban! ¡Para hacer limonada, para echarle a la sopa o al bistec! Si la proteína llega… ¡Vamos que se acaban! ¡Limones! ¡Limones!…

Y allí nos quedamos nosotros, amontonados, mirando hacia el portal de la casa de la difunta Clara, sin encontrar nada bueno en los ojos ni en los actos de Nandito. En aquellas circunstancias, cuando apenas quedaban entre sus manos los restos de la carcasa, Nandito salió a la calle, la misma y única calle de tierra donde siempre vivió, y con una carcajada forzada lanzó por los aires lo que quedaba de Juanita. Es decir, aquel cachivache del cual tantos chismes y tantas historias buenas y malas se decían.

Cuando los restos de la máquina se estrellaron contra la calle terrosa y polvorienta, solo Nandito no se apartó. Todos hicimos silencio. También él. Luego, los primeros vecinos rieron. Así comenzó otra etapa en la "vida" de Nandito. Digo "vida" porque todavía él estaba vivo y porque todavía nadie sabía que pronto iba a morir… El caso es que, ¡y esto fue lo más importante que ocurrió aquella mañana!, cuando el estrépito cesó, Fernando Manzano, es decir, nuestro querido Nando o Nandito, se sacó la camisa y mientras la despedazaba con furia dijo bien alto como para que todos sus vivos y todos sus muertos lo oyéramos: ¡Se terminó, caballeros! ¡A partir de hoy no escribiré más y me dedicaré a bailar!

Entonces las risas irrumpieron libremente. Se multiplicaron. Todos, menos él, que seguía mirándonos muy serio, continuamos riéndonos, una y otra vez, incontrolablemente.

Y algunas expresiones de humor pasaron a las burlas. Y cuando aquello empezaba a crisparse en otro momento de tensión, Nandito, sin mirar a nadie y ya plenamente ensimismado, regresó tranquilo a su casa. Es decir, a la casa que pocos meses antes había heredado de su madre. Aquella casa… Sí, mire, desde aquí puede verla. Aquella con el portal enrejado y el jardincito, ahora lleno de plantas secas…

Cuando Clara vivía, dentro de aquellas rejas y en un costado de la puerta de entrada había un balance. Ella a veces se sentaba de tarde y otras veces de mañana, después de regar las plantas, o se sentaba de noche mientras llovía. A veces Felicia desde su taburete y su portal la saludaba, otras no. Clara siempre mantenía el verdor de sus plantas, incluso en los meses de seca. Nandito nunca les echó ni un jarro de agua. Su mundo era casa adentro, en su cuarto, con Juanita. Todo eso que aquella mañana definitivamente terminó. Y si usted o cualquiera me preguntara quién mató a Nandito, respondería lo mismo. Es decir, la verdad.

Solo la verdad. No sé quién fue. Sí puedo asegurarle que ocurrió en el último día de aquel carnaval. Cuando Nandito, según me contaron, arrollaba entre la multitud y cayó ensangrentado, en el último tramo de la última conga.

Entonces se formó el griterío, vino la policía… Luego otros vecinos de la cuadra le dirán todo eso y más. Incluso, mejor que yo. Sí puedo y quiero decirle que esa misma noche, cuando del otro lado de Bayamo trajeron la noticia, en esta cuadra muchos vecinos salieron a la calle, otros fueron al hospital, otros se hicieron cargo de preparar la casa para el velorio.

Yo no. Ni una cosa ni las otras. No me gustan los carnavales. Dormía.

Aquí no se necesita llegar a viejo para saber que cuando la gente se junta para
festejar libremente, la muerte está cerca.

Y duele…


René Fuentes nació en Bayamo, en 1969. Ha reunido su poesía en el volumen Los mares que me nombran (Iliada Edicioens, Berlín, 2021). Sus novelas más recientes son La mano que el perro llevaba en la boca (Eolas Ediciones, León, España, 2017) y Cervantina (Pre-Textos, Valencia, 2023), a la cual pertenece este fragmento.

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