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Narrativa

Chica del Tarot

'Por lo demás, las noches madrileñas siempre estaban llenas de sorpresas y de eventos muy extraños para él. Madrid era una fascinación continua': un fragmento de novela.

Toronto
Tarot de Marsella.
Tarot de Marsella. Redbubble

El más hondo desamparo es no tener historia: ir por una ciudad desconocida como si se hubiese llegado recientemente al mundo. ¿Acaso los bebés lloran, no de hambre o de frío, sino de profunda soledad, aferrándose a los pechos de la madre para beber un poco de tradición, leyenda, anécdotas que alimenten sus diminutos estómagos vacíos? Hasta los traumas de la infancia son fantasmas que acompañan nuestros días en la tierra, efemérides que honramos en silencio e invitamos a la mesa para agregarle al pan un mejor sabor.

Sobrevivir es crear una nueva historia. Es pasar una y mil veces por la misma plaza o esquina, y decir, después de mucho tiempo: por aquí he transitado, aquí he vivido. Las breves anécdotas, que se van acumulando en el agua de los ojos, hacen de nuestra vida una narración compleja que nos otorga otro nombre y otra esencia. Renacemos, sin darnos cuenta, en el pasado. Aprendemos a caminar sin notar que ya estamos lejos, en otro exilio.

Hermes solo descansaba cuatro o cinco horas en el hostal de la vieja. A veces se pasaba en vela noches enteras, como cuando comenzó a reemplazar a Yasiel —el muchacho que habían mandado días antes para Miami, pasando por Lisboa y Alemania, y que nadie aún sabía nada de él— en la repartición de papeletas, un trabajo sencillo, pero muy incómodo: permanecer a la intemperie desde las nueve o diez de la noche hasta las cinco o seis de la mañana, ofreciendo propaganda a los transeúntes, sobre todo masculinos, para que fueran a un club nocturno de la ciudad. El pago eran unas míseras 1.500 pesetas diarias —o nocturnas—, suficiente para sobrevivir con lo más elemental: pan, mayonesa y perros calientes. Lo importante es que estaba ganándose la vida de cierta manera y sin sentir que las horas se iban en vano. Por lo demás, las noches madrileñas siempre estaban llenas de sorpresas y de eventos muy extraños para él. Madrid era una fascinación continua, un aquelarre interminable, como los encuentros, en dos ocasiones, con una muchacha inmigrante que se ganaba la vida ejerciendo el oficio más antiguo de la humanidad. Se llamaba Clara y era albana.

Hermes recién había llegado del lujoso puticlub —ubicado muy cerca de la calle de San Bernardo—, donde le dieron las papeletas, instalándose en la esquina de la Gran Vía y la Plaza del Callao. Eran cerca de la diez de la noche. Puso la cajita con las propagandas en el suelo y comenzó su faena bajo la luz de un farol:

—¡Chicas, chicas hermosas! ¡Buena música y ricas tapas! ¡El primer trago es gratis!

Aquellos gritos y la interacción con los transeúntes, a veces muy jóvenes, le ofrecían una rara sensación de extraversión, algo mágico para él. No se reconocía dando voces a plena luz de la noche. "¿Quién es ese —se preguntaba, mirándose en los cristales— que intenta convencer a los viandantes para que vayan a un antro nocturno?". La sola idea de que existieran tales lugares ya era algo inconcebible para su escasa imaginación.

—Hola, ¿cómo te llamas? —le dijo una chica que de repente surgió de la penumbra de un callejón.

Se asustó, pero, recuperándose, sacó el pecho e irguió un poco la cabeza para lucir más alto. La muchacha era hermosa, sin lugar a dudas, y dueña de una mirada penetrante y cálida. Blanca como la luna, ojos verdes como el mar nublado, cabellos rizos y castaños como un mal sueño. Llevaba puesto un abrigo largo hasta las rodillas y unos zapatos de tacones muy finos.

—Hermes, me llamo Hermes —respondió con seguridad—. ¿Y tú? ¿Cuál es tu nombre?

—Clara.

Vio verdad en aquellos ojos, un poco más jóvenes que los de él.

La chica sonrió, sabiendo lo que ese joven estaba pensando. Poseía el poder de leer la vida de los demás, pero no la suya propia. Su claridad más honda consistía en aconsejar y mostrar caminos; pero su oscuridad más profunda era no intuir su destino. Todos los espejos se apagaban cuando buscaba su reflejo.

Ambos charlaron durante varios minutos. Clara, a pesar de su español imperfecto, era conversadora, y relató un resumen de su historia personal. El padre era serbio y la madre, de la región montañosa de Albania. Tenía tres hermanos mayores que la habían traído a Madrid y le controlaban cada uno de sus pasos. Toda la familia vivía medio nómada desde la guerra de Yugoslavia. En menos de diez años vagaron por Montenegro, Bosnia, Kosovo, Grecia —de donde habían sido expulsados por ser gitanos—, Italia y ahora España. Y aunque ella nunca había ido a la escuela, sabía cinco idiomas y dos dialectos. Había desarrollado su profunda sabiduría intuitiva en el bajo mundo de las calles europeas. Su gran estigma, para bien o para mal, era ser muy bella.

Él la miraba con cierta desconfianza, pero a la vez se sentía muy atraído físicamente. Nunca había visto, casi al alcance de la mano, una mujer de semejante sensualidad y delicadeza. Clara llevaba un perfume tan intenso como un golpe. ¿Por qué estaba allí? ¿Qué quería de él? ¿Dinero? ¿Era aquel algún complot para asaltarlo otra vez? Él hacía todo lo posible para mostrar que no poseía ni un céntimo en el bolsillo. Pero a ella parecía no importarle si tenía o no dinero. Lo había estado observando desde la obscuridad. Vio en él a un ser necesitado de cariño y de atenciones. ¿Quería ayudarlo? No estaba muy segura de sus sentimientos, pero le llamó la atención la tenacidad de Hermes, casi implorando que le aceptasen una papeleta y fuesen directo a aquel maldito antro cerca de la calle San Bernardo.

La primera conversación entre ellos no duró mucho, quizás media hora. Del mismo callejón oscuro de donde la chica había salido, llegaron tres jovenzuelos, fornidos y violentos, que la tomaron por un brazo y, en un idioma incomprensible, le arrojaron una ráfaga de gritos. Se la llevaron casi a rastras hasta una esquina poco iluminada, en la cual, minutos después, arribó un automóvil de lujo conducido por un señor mayor. Clara se montó, fingiendo una sonrisa ingenua, como una niña que quiere ser buena.

Hermes presenció todo aquello con pavor. Bajo la impresionante voluptuosidad de Madrid, más allá de las intensas luces de neón y la señorial arquitectura, vibraba un mundo de sombras y personajes tristes. Por alguna extraña razón se sintió afortunado. Al menos él se estaba liberando de las grandes ataduras. Agarró un puñado de propagandas y siguió su faena sin dejar de pensar en ella. ¿Qué terribles murmuraciones no había en aquel corazón de mujer, al entregarse, noche tras noche, a desconocidos?

—¡Chicas, chicas hermosas, buena mu?sica y ricas tapas! ¡El primer trago es gratis!

La madrugada se le fue volando entre los gritos.

Pero no tardó mucho en encontrarse con Clara de nuevo. Un par de noches después, se le apareció vestida con la misma ropa y sus tacones altos; solo había variado el toque de su cabello, ahora recogido como el de una emperatriz. Unos pendientes de plata, como medialunas colgantes, se balanceaban en sus orejas casi perfectas. ¿Qué hacía ella otra vez allí exponiéndose a la furia de sus hermanos y, peor aun, colocándolo a él en una situación de peligro? ¿Qué tal si aquellos brutos veían en él una amenaza que intentaba arrebatarles su "gallinita de los huevos de oro"? Él salió ileso del asalto con cuchillos de dos marroquíes aquella primera noche en la ciudad, pero ¿se salvaría de la cólera de esos tres bárbaros fornidos como bestias?

—No te preocupes. Mis hermanos están borrachos y viendo la televisión. Eso los entretiene.

Él miró hacia todas las esquinas y callejones. No se fiaba de aquella muchacha persistente y atrevida. Pero era tan agradable estar cerca de ella que una incontenible debilidad de varón lo hizo relajarse un poco.

—Ven, quiero tirarte las cartas —dijo ella.

Se sentaron en una escalera de dos pasos frente a un portón de la Gran Vía. Hermes no tenía mucha idea de lo que era tirar o leer las cartas. Escuchó alguna vez un comentario al margen sobre el tema, en boca de una tía medio bruja, pero jamás había visto un mazo de cartas de las que se usan para conocer la suerte. De caracoles sí sabía un poco, aunque ningún representante de la religión yoruba en la isla le había leído el destino. Ahora, se sentía entre la espada y la pared. No quería hacerle un desaire a la muchacha, pero tampoco deseaba complicarse con ella. La intuición le decía que aquello era una deliciosa fruta envenenada. ¿No debía ella estar buscando clientes a esa hora?

Clara sacó del bolsillo de su abrigo un bultico envuelto en un pañuelo color malva y enlazado con una cinta blanca. Dentro dormía un mazo de cartas muy usadas.

—Es el tarot de Marsella. —Su intención era mostrarle el poder de lo imprevisto, la magnitud del azar en todas sus manifestaciones para así abrirle un universo de posibilidades donde la fatalidad y lo imposible es solo un mundo limitado como la conciencia o la razón —. Te leeré tres cartas. La mejor manera de verlas es como si fuesen una representación de tu pasado, tu presente y tu futuro.

Hermes asintió. Sin notarlo, ya estaba subyugado por el candor de aquella muchacha que tenía plena conciencia de los poderes y la magia.

La joven tendió el pañuelo sobre la escalera sucia y barajó las cartas. Sus manos se movían con agilidad y brillaban bajo la luz de neón. Había algo de águila y de nieve en sus dedos.

—Concéntrate, relájate, respira profundo y déjate llevar por tu voz interior. —Luego desplegó, en forma de abanico, las cartas sobre el pañuelo—. Elige tres, por favor.

Él se dispuso a cogerlas de una vez, pero ella le sugirió que se tomara su tiempo, que deslizara sus dedos con delicadeza sobre el abanico de cartas: "Solo tres detendrán tu mano", le dijo.

Así lo hizo: Nueve de Espadas; Cinco de Bastos; Rey de Copas.

—¡Oh, mi pequeño niño de sol!

Se impresionó más por aquel exceso de confianza —"¿Pequeño niño de sol?"— que por lo que mostraban las cartas en sí. No sabía por qué, pero le había gustado que lo llamara de esa manera. Solo luego se fijó en ese Nueve de Espadas: dos semicírculos entrecruzados, como creando un óvalo o vagina, cada uno hecho con cuatro barrotes coloridos, y una imponente espada flotando en el centro, como una cruz, o pene gigante, que en el mango se convierte en clítoris. Cuatro flores muy extrañas adornaban los extremos. Aquella figura en la carta representó para él algo hipnótico, centrípeto, vertiginoso, pero a la vez sólido y eterno.

—Mi niño de sol. Has tenido, sin lugar a dudas, una infancia muy atormentada y angustiosa. Veo aquí fuertes golpes emocionales, traumas profundos a niveles inconscientes que te quitaron el sueño y te torturaron durante muchos días y muchas noches. Nueve son muchas espadas... Sobre todo, para ti, que tienes un alma tan sensible e introvertida. Lo absorbiste todo y lo fuiste callando, como castigándote, y nunca albergaste ningún tipo de esperanza sobre nada. Durante toda tu vida arrastrarás esa carga como una cruz gigante, aunque podrías transformarla en una energía positiva y creativa. Es una fuerza oscura que, como un resorte, puede impulsarte a una nueva vida, llena de luz. Pero fue, y tal vez aún lo sea, un sufrimiento muy grande y pesado. ¿Por qué, mi niño de sol? ¿Qué pasó?

Hermes escuchó conmovido. Sintió que sus secretos más herméticos habían sido revelados en menos de un segundo. Miró a la chica y al Nueve de Espadas con cierto espanto. Le hubiese gustado acabar aquel "juego" en ese mismo instante, pero la muchacha, que leía los pensamientos tan bien como el tarot, se adelantó a decirle:

—Pero no te preocupes. ¿Ves este Cinco de Bastos?

Contempló la carta: cinco largos bastones —que a él le parecieron flautas— de color azul y amarillo, se entrecruzaban en un punto. Cuatro hojas de una planta rara embellecían la imagen. Él no vio nada más, pero la muchacha sí:

—Es una buena carta. Todas tus energías están unidas en el presente, concentradas en un punto. El cinco es un número de mucha fuerza, que te puede ayudar para ganar espacios. También veo que estás pasando por una situación de conflictos internos y externos. Pero eso es muy positivo, porque, sin lugar a duda, alcanzarás un aprendizaje de enorme valor. Así lo dice la carta. Ahora mismo no ves nada, estás muy confundido; hay tantas cosas sucediendo en tu mundo, tantos truenos y espadas que traes del pasado, que apenas comprendes lo que está aconteciendo en tu vida. Todo eso te hace dudar, como si fueras arrastrado por una voluntad mayor a la tuya. Pero la victoria, mi pequeño niño de sol, será tu premio.

Hermes se veía tan perfectamente retratado que había perdido el habla. ¿Quién era aquella aprendiz de bruja con rostro de ángel? ¿Cómo era posible que aquellas imágenes extrañas con espadas, semicírculos y bastones entrecruzados pudieran de repente hablarle con tanta claridad de su vida íntima? Las manos y la penetrante inteligencia de Clara lo dominaban y lo aterraban al mismo tiempo.

—Pero mi niño de sol, el futuro es tuyo. Aquí tienes el Rey de Copas.

Ahora más crédulo, divisó la carta como quien se inclina sobre un pozo sin fondo. Intuyó, por ver a un rey, que el oráculo era favorable. El monarca estaba sentado en un trono sólido. Tenía una tupida barba blanca y una gran copa dorada en la mano derecha. Llevaba la corona por encima de un sombrero de ala ancha, dando la impresión de que esa joya fina había descendido volando y, volando, se iría en cualquier momento.

—Es una buena carta, ¿no?

—Definitivamente. Es muy positiva como tercera opción. Te está diciendo que saldrás coronado una vez domines las dificultades del presente y superes los traumas de tu pasado. Pero tienes que asumir tu destino con responsabilidad, sabiduría, entereza, como un rey justo y bien amado. ¿Ves la mirada de ese monarca? Es suave, noble, equilibrada. Quiere decir que supo aprender de sus errores, tomar la vida con amplitud de corazón, afrontar su destino con dignidad, luchar sin quejarse, sin remordimientos, sin culpar a los demás, haciendo siempre su deber. Solo así él es rey de sí mismo. La conciencia es su gran premio al final de la vida.

Escuchó con atención. Estaba perplejo. Aquella muchacha de la vida nocturna, sin estudios, y sin una educación tradicional, le había ofrecido, a través de unas barajas muy usadas, una fuente de sabiduría para conducirse entre los mundos turbulentos de su pasado y su presente. Quiso besarla. Clara también lo miró con un brillo esmeralda en las pupilas.

De repente, unos gritos atronadores. Los tres hermanos de la muchacha se acercaban a toda prisa por la acera. Hermes, una vez más, se quedó inmóvil frente al peligro. Ahora, a manos de aquellos orangutanes blancos, parecía terminar su vida. ¿Por qué las cartas del tarot no habían predicho ese final? Clara reaccionó de un modo aún más extraño, mientras recogía las barajas y el pañuelo:

—¡Vámonos! ¡Llévame contigo! ¡A donde sea, por favor...!

Aquel pedido repentino lo petrificó todavía más. ¿De qué hablaba aquella infeliz? ¿A dónde la llevaría si él mismo no tenía a dónde ir? Demasiadas reflexiones para huir a tiempo. Uno de los hermanos tomó a Clara por un brazo y se la llevó a empujones y a golpes por la espalda, mientras los otros dos arrojaron al joven contra suelo y lo patearon varias veces en el estómago.

—¡La próxima vez que te vea con mi hermana, te quedas para siempre en el piso! ¿Me escuchaste? —gritaron aquellas bestias antes de desaparecer por donde mismo vinieron.

Todo sucedió muy rápido. La confusión nubló sus sentidos. Sin aliento, se sentó otra vez en la pequeña escalerita y lloró como un niño hasta que el aire frío lo calmó un poco. Algunos testigos de la escena, se le acercaron y le preguntaron si todo estaba bien y si quería llamar a las autoridades.

Agradeció y respondió que no. La policía era lo último que él quería ver en ese momento, no fuese a ser que, encima de la paliza, terminase también deportado a su isla. Se quedó allí unos minutos recuperándose antes de reiniciar su faena nocturna. Fue entonces cuando vio en la acera una carta del tarot, que se había caído en medio de aquella agitación. La tomó un tanto asustado como quien recoge una zapatilla de cristal. Era la carta de La Estrella. ¿Cayó accidentalmente o Clara la dejó con toda intención allí? La guardó en un bolsillo de su abrigo y continuó repartiendo propaganda.

—¡Chicas, chicas hermosas, buena música y ricas tapas! ¡El primer trago es gratis!

 


Sergio de los Reyes nació en La Habana en 1978. Ha publicado los poemarios Elsewhere (Silueta, Miami, 2013), Queen Street West (Silueta, Miami, 2015) y Ciervo Fugitivo (Editorial Furtivas, Miami, 2020). Este fragmento pertenece a su novela recién publicada Siempre es bueno verte (Traveler, Madrid, 2023).

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