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Narrativa

Orlando, dijo Ipatria

'...cuando llovía tan decimonónicamente en Nueva York. Como ahora. Lluvia del diecinueve. Lluvia antes de la telefonía y casi antes de la electricidad. Lluvia pincelada de una sonrisa que se le iba quedando sin labios.'

Boston
Dos halcones.
Dos halcones. Guioteca

Vio gotas de lluvia y se acercó a la ventana. No supo por qué. Fue un gesto automático. Se quedó mirando la lluvia a través del cristal. Pegó la piel al vidrio. Quemaba, de tan congelado. Menos cero, le gustaba decir. La lluvia allá afuera, distante y próxima. De pronto, tan cotidiana y desconocida. Mientras Ipatria permanecía de pie, en puntillas. Viendo aquel país sin paisaje. Todo era raro allá afuera. Reclinada, respirando el tren de olas de la calefacción. Todo era preciso, premonitorio, precario. Estiró los músculos y huesos de su cuerpo flaco. Se sintió crecer. A su edad, cada milímetro es un milagro. Le excitaba estirarse en silencio. Desnuda, desaparecida. Sin angustia, sin ansiedades. Protegida de sí misma, también de la ciudad y su maratón de curiosos. Allí nadie sabía de su existencia. Estaba a salvo, gracias a la penumbra que a las cinco de la tarde se come los mezzanines de Nueva York. Orlando, dijo Ipatria. Sonrió. Tranquila, muchacha, que hay más tiempo que tiranía. Y más tiranía que cumpleaños número 33. Arreciaron las gotas contra el cristal. Ojalá rompieran el vidrio, pensó. Ojalá el vidrio le cortara la cara. O el cuello. O la cordura. Ojalá se le hicieran escarcha sobre la piel, pensó. O cristal. O canción de otro siglo, otra lengua, otro olvido. Ipatria y la inconcebible lluvia cubana en extranjero suelo. Recordó a su vecino José Martí. A estas alturas de la historia, convertido en una cicatriz entre cámara y recámara del corazón. Para Ipatria, Martí era un olor inevitable cuando llovía tan decimonónicamente en Nueva York. Como ahora. Lluvia del diecinueve. Lluvia antes de la telefonía y casi antes de la electricidad. Lluvia pincelada de una sonrisa que se le iba quedando sin labios. Desde niña, aquella era la sonrisa típica de los diez de diciembre. Ipatria adoraba su fecha de nacimiento. Diez del mes diez. ¿No era perfecto? La simetría era su signo desde que nació. Otro viernes, en otra isla. En una Habana donde la lluvia era salud y no pulmonía, como aquí. En una Habana donde el aguacero atraía a la gente en lugar de espantarlas, como aquí. La simetría y lo sensual. También, la simetría y la soledad. Pronto aquella llovizna se convertiría en la nieve anunciada por Google desde temprano. Manhattan se pondría blanca en un par de horas. Ella misma lo era, transparentemente blanca. Mujer traslúcida con biología de muchacha. Vio su edad reversible en el espejo. Treinta y tres años era la edad justa para desconectarse de Cuba y conquistar el planeta. Para escapar un rato del ciclo de las repeticiones y representaciones. Y de las represiones y prisiones. Orlando, repitió Ipatria en voz alta. Es bueno hablar para nadie, amor, es tan bueno hablarte. En dónde estarás metido a esta hora, cuando la lluvia repiquetea sobre un estudio de alquiler que tú todavía no has visto. Es decir, donde nunca me has visto desnudarme. Todavía. Da igual. No da igual. Pensar es parte del problema. Ipatria miró las fachadas grises, aburridas de reciclar biografías, certificados de nacimientos y defunción. Todo con cuño y firma en inglés, esa lengua pobre como un cementerio abandonado. Volvía a ser, por primera vez en el mundo, el viernes diez de diciembre del año dos mil veintiuno. El tiempo solo es idéntico a sí mismo. Nada es viejo bajo la lluvia. Una vez, en una estación de policía en las afueras de La Habana, Orlando le había dicho, abrazándola: "La Seguridad del Estado es tiempo, amor mío. Tiempo en su estado puro, despótico, primordial. ¿Cómo nadie se ha dado cuenta? Tiempo que no transcurre y, por eso mismo, tiempo imaginario". Orlando, que estaba tan loco. Ipatria, que estaba tan loca por él. A ella le pareció al instante una frase hermosa. Belleza a pulso, pronunciada tras los barrotes de un calabozo. Los dos presos por un par de días, mientras durase la Santa Misa del Papa en la Plaza de la Revolución. Aquí su sonrisa tuvo el doloroso destello de una carcajada. No rio, pero Ipatria era feliz con solo recordarlo. Aunque fuera un instante. La eternidad es eso, parece: la intensidad de lo efímero. Deseaba que Orlando estuviera aquí, por supuesto, y ser ella la que le presentase a esa otra isla llamada Manhattan. Le hubiera gustado abrazarlo antes de que escampara. Decirle al oído, bajito, como Orlando le hablaba a ella un quejido antes o después de hacer el amor: "nunca vamos a estar juntos, pero nunca vamos a separarnos". Sería tan fácil quedarse juntos, no tener que volver a irse a ninguna otra parte. Pagar a partes iguales el alquiler, por ejemplo. Dormir bajo el mismo techo, en la misma cama. Darse la mano, tocarse las espaldas. Respirarse. Quererse hasta la próxima vida por lo menos, cuando quizá volverían por primera vez a encontrarse. Libres, limpios, intocados por la utopía. A ver si tenían un poco más de suerte que en el siglo XX de esta vida anterior. Orlando, dijo Ipatria. Al otro lado del cristal, las gotas de lluvia caían en un concierto ensordecedor. A gritos. Ella pegó su ombligo al vidrio. El vientre todavía plano. Restregó sus mínimos senos contra la transparencia de la superficie pulida. A veces el vidrio no le parecía verdad. Hay demasiado misterio en ese acto de no detener la luz, de no oponerse a ser traspasados por ella. Se llama música. Se llama, también, milagro. Un escalofrío se le clavó a mitad de pecho, a la altura del esternón. Hasta salirle por la nuca, después de bajar y subir por sus vértebras, rebotando en sus nalgas de punta, empinadas al falso techo. Como cuando ella era niña, adolescente, joven, mujer. Adoraba su cuerpo de 33 años. Lo entendía tanto como lo entendía Orlando. A pesar de la puñalada gélida del vidrio, Ipatria no se despegó de la ventana. Esperó hasta que la sílice se fuera calentando con la fricción de su pecho. La condensación del vapor de agua, salido como de ninguna parte o precisamente de sus pechos. O de su aliento de cubana que extraña a Cuba y no quiere saber más de esa palabra. Tampoco de Manhattan. Ipatria pensaba en Orlando, en el nosotros que entre los dos habían traicionado. En cómo y por qué y hasta cuándo les estaba pasando lo que todavía les tendría que pasar. Una barcaza de basura newyorker surcaba el Hudson, dando tumbos de Vivaldi a lo larghetto y espirituoso del río, rumbo al mar o hacia ninguna parte. Oyó los violines que ella había descubierto en una escena en blanco y negro de Humberto Solás, casi un día de diciembre. La vibración de las cuerdas decidió a la pareja de halcones que vivía a mitad de cuadra. Y se lanzaron a volar desde su árbol anónimo hasta el alero del townhouse. El macho, primero. La hembra, detrás. Buscaban un refugio más humano. La lluvia y la nieve normalmente les era indiferente, pero la ventisca de hoy los abatía sin piedad. Tal como sin piedad la pareja desplumaba palomas a diario, en la esquina de Broadway y la West 157 calle. Ipatria llamaba a los dos halcones Julián y Juana. Le parecía tierno soñar con que dos poetas cubanos se hubieran reunido en la canopia de Nueva York. Juana, el macho. Julián, la hembra. Alciones, más que halcones. Dos pájaros inconcebibles, anidando sobre el solsticio de invierno a ras del puente George Washington. La simple mención de aquellos nombres le dio ganas de llorar. Julián y Juana parecían una idea de Orlando. Por lo tanto, lo eran. Se despegó del vidrio y bajó las cortinillas plásticas. Adiós, Manhattan de trigésimo tercer cumpleaños. Adiós, trabalenguas de curiosos que corren a mitad de calle, con los ojos vendados por la penumbra de las cinco y cinco de la tarde en los mezzanines de Nueva York. La penumbra y la pesadumbre, esa incapacidad de levantar los ojos más allá de sus tarjetas de crédito o de food-stamps. Total, pensó Ipatria, no habrá tiempo después de la tiranía. Nuestras biografías se llaman todas Revolución. ¿Cómo se llamará el alarido de los halcones un instante antes de matar? Escalofriante. Matar como quien se lava los dientes con una pasta dental de Walgreens. Respiró hondo, para entibiarse hasta el último alveolo. Alguna vez ella había sido bióloga. Es decir, había manoseado los órganos de un animal recién sacrificado. Sin guantes. Sin asco, sin curiosidad. Todo para responder una pregunta escrita al final del turno de laboratorio. Matar por matar. Respiró hondo, para enfriarse aún más el surfactante pulmonar. La calefacción colectiva era, como de costumbre, una miseria. Los norteamericanos son muy tacaños, además de brutos. Nunca pierden en nada, como la Revolución. La dueña del estudio la había engañado encantadoramente. Mejor así. A Ipatria le gustaba darse cuenta de la naturaleza nociva de los demás. Retrocedió hasta la cama. Se tiró bocabajo, sin descorrer la sobrecama tejida por su bisabuela, que con un par agujetas de plata había firmado: Halley, 1910. Ipatria se hizo un ovillo sobre el colchón, las manos hundidas en su entrepierna. Las piernas apretadas muy fuerte sobre sus manos. Su sexo de hembra comprimido hasta el límite, apenas detectable como un pliegue más de la piel. Así lo hacía Ipatria desde que tenía conciencia de ser Ipatria. Cada vez que tenía miedo. Cada vez que estaba creciendo. Cada vez que la abandonaban o ella misma se hacía abandonar. Era su manera de acompañarse, de no olvidar el prodigio de estar viva en el mundo. Así cerraba filas contra la muerte, la de ella y la de los demás. Incluida tu muerte, Orlando. Si no te apuras. Si no te demoras. Si no, por favor, ya. De lo que se trata es de hacer algo. De permanecer despiertos, sin desesperación. Alguna vez algo tendrá que salirnos bien. A nosotros, a todos los cubanos. Pase lo que pase. Digan lo que digan. Caiga quien caiga. Y se fue quedando dormida. El cuerpo de Ipatria como un cadáver mal tendido en la capilla ardiente de su alquiler, columpiándose sobre el tren de olas lejanas de la calefacción. Le hubiera gustado soñar con Orlando. Ser feliz bajo una lluvia de exilio, pero en La Habana. Ser felices como polizones en un ferry de basura compactada, cruzando desde y hacia el Casablanca cubano. Ser feliz ejecutando el acto elemental de abrir a picotazos la crisma de una paloma. Ser felices creando un hogar para Julián y Juana, y para Juana y Julián, pájaros sin patria refugiados en el tronco de una palma irreal. "Píntame una paloma", pediría la pequeña príncipe, que nunca olvidaba una pregunta después de haberla preguntado. "Píntame una paloma dentro de su caja." Y Orlando le devolvería un dibujo diabólico, con los ojos de azabache atroz de una paloma que siente las garras del halcón fracturándole la cervical. Contar entonces las plumas, como copos de la nieve pronosticada por Google, entre el cablerío oxidado de poste en poste desde los tiempos de Thomas Alva Edison. Le dio frío. Temblaba, sin darse cuenta. La temperatura de su cuerpo bajó abruptamente al quedarse rendida. Menos cero, más cero. Déjame que te tape, Ipatria. Se enrolló, sin despertarse, como un insecto atrapado en una sobrecama tejida con los rayos del cometa Halley, hielo sucio del diez de diciembre de 1910. Déjame que te tape a ti y a todos los cubanos que he amado. Dormir tan temprano sería la garantía de desvelarse a la medianoche o en plena madrugada. Nada que Ipatria no hubiera vivido antes. Las madrugadas de cumpleaños son como madrastras malas. En el exilio hasta envejecer es mentira. Nada es nuevo entre los ladrillos pardos y la tibia nieve de Nueva York. Déjame taparnos, Ipatria, hasta que sea la muerte quien nos destape.


Orlando Luis Pardo Lazo nació en La Habana en 1971. Sus libros más recientes son Espantado de todo me refugio en Trump (Hypermedia, Miami, 2019). Uber Cuba (Hypermedia, Miami, 2021) y Diario de Saint Orlando Louis. 59 poemas de desamor y una canción esperanzada (Editorial Casa Vacía, Richmond, 2022). Este fragmento pertenece a la novela inédita Towormo.

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