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Ensayo

Como un ángel que fustiga los soles

'¿Cuántas veces no me he dicho que si aquella noche no hubiera ido a la comida que organizó Fulano en su casa, no se hubiese producido el feliz encuentro con alguien decisivo en mi vida?'

Miami
Marcel Proust.
Marcel Proust. Getty Images

 

                                                                Là, tout n’est qu’ordre et beauté,/ luxe, calme et volupté
                                                                                                                          Charles Baudelaire
      
Marcel Proust le escribe a André Gide el 21 de marzo de 1914.  En el segundo párrafo alude a los versos de Charles Baudelaire en el poema "Invitación al viaje", recogido en Las flores del mal. Dicen que "allá, todo es orden y belleza,/ lujo, calma y voluptuosidad". Sin embargo, "allá" Proust deja borrosa la referencia al azar. Oculta su "azar", su "viaje".

Nada menos que casi cinco años después, el 20 de febrero de 1919, vuelve a escribirle a Gide. Y como si hubiera sido ayer, como si se tratara de un recuerdo en el Combray de Por el camino de Swann, de nuevo aparece Baudelaire, tan admirado por los dos amigos. En esta otra carta la cita no es alusiva sino exacta: "como un ángel que fustiga los soles". Y entonces ya se refiere a "el azar inaudito", a su vida azarosa…

Es el azar quien fustiga los soles. De por ahí llega a Cuba la noción de "azar concurrente", a través del Curso Délfico que impartía un enorme admirador de Proust, José Lezama Lima. Concurrencia que remite a lo inaudito, a una casualidad casi impensable, a una sorpresa cuyas causas se desconocen pero existen, donde los enigmas bailan… De por tales rumbos órficos lo recibimos los afortunados discípulos de Trocadero 162, cuando aprendimos que la  etimología, al remitir a la flor —azahar— añade que para los árabes el azar puede ser tanto positivo como negativo, viaje desconocido donde lo previsible y lo insólito, merecen el vigor de un solo adjetivo: "inaudito".

Proust y Lezama respiran por la noción platónica que se aparta de lo que es considerado "destino" trazado de antemano, inexorable. En ellos siempre queda un espacio para las exploraciones agnósticas, hasta en los momentos o periodos de sus vidas donde por recrudecimiento del asma y la depresión (Proust) o por represiones políticas (Lezama), predomina el azar tenebroso, los dos suelen dejar un resquicio esperanzador. Proust invita a Gide a cenar en el cercano Hotel Ritz; Lezama a Manuel Moreno Fraginals o a Chantal y Pepe Triana al restaurante 1830 de El Vedado habanero.

Pruebas del azar concurrente o inaudito creo que cada uno de sus lectores encontramos, si meditamos un poco, en nuestros personales recorridos. A veces las pruebas aparecen agazapadas tras situaciones cuya magnitud opaca las supuestas casualidades. A veces se hallan a la vista perpleja ante lo que es sencillamente increíble que haya sucedido.

Frente a las filosofías que atribuyen a un ser sobrenatural los avatares de cada ser humano, siempre han existido voces libres —¿heréticas?— que desafían los fórceps metafísicos. Si el suicidio —como sostenía Albert Camus— es el axis de la filosofía, no quedan libres los confesionarios religiosos, las resignaciones ante supuestas órdenes fatales. La sonrisa irónica incorpora el azar, aunque sabe —como aparece en la tragedia griega— que la vejez y la muerte están al doblar de la esquina. Pues se trata de un azar donde sencillamente las causas incluyen nuestras acciones, lo que hagamos o no, los lances donde después nos asombramos de los sucesos…

Un formidable soneto de Jorge Luis Borges reconoce en el filósofo judío Baruch Spinoza —además de su peculiar creencia en Dios— que supo darse cuenta de lo que nos pertenece en nuestro destino, cuánto concurre en el azar de cada uno. Su último terceto dice: "Libre de la metáfora y del mito/ labra un arduo cristal: el infinito/ mapa de Aquel que es todas sus estrellas". Por ese infinito cabriolea lo que cada cual ha labrado en su vida, bajo curiosas o inevitables analogías —metáforas de todo tipo, por supuesto que no solo literarias— que pueden sacudirse como las creencias e ideas —los mitos—; que acostumbran a dar la impresión de ser accidentales, fortuitas.

¿Cuántas veces no me he dicho que si aquella noche no hubiera ido a la comida que organizó Fulano en su casa, no se hubiese producido el feliz encuentro con alguien decisivo en mi vida? ¿Qué me hizo leer tal libro, comprado apenas por el lejano título y una lejana referencia al lejano autor, natural de un lejano país? ¿Quién retrasó este reloj para evitar la tragedia de un accidente? ¿Por qué conseguí trabajo en Phoenix, cuyo nombre indicaba mi renacimiento profesional en los Estados Unidos? ¿Cómo fue que mis huesos transterrados vinieron a caminar cada mañana por este aventurero barrio frente al mar? ¿Fue en Oslo o Friburgo, en Palermo o Ávila, donde sentí que mi patria estaba en las nubes de Baudelaire, en las maravillosas nubes de El extranjero?¿Por qué tuvo que ser en la iglesia parroquial del Espíritu Santo, en la esquina de las calles Cuba y Acosta de La Habana Vieja, dónde aseguré por primera vez que lo inaudito y lo concurrente del azar pueden ser una manera del autoengaño, de soñar que los enigmas desaparecen?

También de ese azar en su vertiente de buena suerte ha sido el encuentro y la lectura del tan admirable volumen de las Cartas escogidas  (1888-1922) de Marcel Proust, cuya edición, prólogo y notas estuvieron al cuidado de Estela Ocampo, sobre una traducción de José Ramón Monreal, para la editorial Acantilado (Barcelona, 2022). De esas cartas recibí el leitmotiv para esta nota. Desde ellas abro el nuevo año para que lleguen otros inauditos azahares, que serán concurrentes.

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1 comentario

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Comparar la obra de Proust con la de Lezama es un sacrilegio.