¿A ustedes les pasa lo mismo? ¿Todo el tiempo están pensando en sexo? Yo, si me siento en el suelo frente a un santero, en el medio de una situación que necesita de la ayuda de los muertos, a punto de ser consultado… de repente me encuentro mirándole la entrepierna al hombre e imaginándome cómo tendrá la pinga. Si me encuentro a una vecina en la esquina y empezamos a hablar de cualquier bobería, empiezo a fabular acerca de sus pendejos, de sus pelitos de abajo del brazo o simplemente me pregunto cómo olerá su coño.
Ahora mismo estoy sentado en el patio de la escuela de cine, interpretando bien mi papel de profesor, y frente a mí tengo a una argentinita gordita de unos veinte años que trata de explicarme por qué los cubanos y las cubanas somos tan sexuales.
Para hacerles un poco más claro todo, les cuento que ser guionista de cine no da para nada, nadie vive de eso, por lo que a veces tengo que venir a este campo de mierda a dar clases.
¿Por dónde andaba? Ah, sí. La alumna argentina y su teoría del sexo en Cuba. Según ella, como el país es tan pobre, la gente no tiene otra cosa en que entretenerse. La moneda de cambio, la única forma para divertirse es singar: chupar, meter, tocar, oler, menear… así hasta venirse. El venirse, el correrse, es el máximo placer que se puede encontrar en la isla. Además, es gratis, remata.
Yo me cruzo de piernas y suelto el humo de mi habano mientras me la imagino en cuatro. Toda esa masita blanca, esas nalgonas, seguro que tiene unos pelitos pequeños y oscuros alrededor del ojo del culo. Me imagino oliéndola, chupándola, metiéndole un dedo mojado en el bollito mientras le lengüeteo el ojete. ¿A qué sabe su ano? A óxido… ¿Lo tiene limpio o huele fuerte?
Si se acuesta boca abajo y se empina bien, yo podría chuparle el culo mientras con una mano le acaricio la perilla y con la otra le meto par de dedos adentro, para rascarla. Así no duraría nada y se dejaría de estar hablando tanta mierda.
Le digo: Tienes que trabajar más en la sinopsis de tu historia. Me da la impresión que estás tratando de hacer una película que no está en el papel.
La alumna me mira y asiente, toma notas. No sé si se creerá con la posibilidad de excitarme. Yo no debo caer en este tipo de juegos. Ahora mismo cualquiera te saca una denuncia por abuso sexual o por comportamiento indebido. Es mejor mantenerse a raya con las alumnas. Miro alrededor. Aquí en la escuela he metido una pila de pasajes.
Acabo la clase y me voy a la cafetería cargando mi maletín lleno de papeles. Me pesa. Es como una cruz que llevo. Me pido un café y le vuelvo a dar fuego al tabaco. De repente veo a dos alemanas, altas, blancas, que avanzan por el pasillo y me miran. La que conozco, que es una alumna de intercambio, baja las escaleras y se acerca. Me aborda y sin saludar me dice que ha venido su amiga fotógrafa de Colonia y que están interesadas en hacerme unas fotos. Así con el tabaco, como el Che Guevara.
Miro a la chica que se queda atrás y me doy cuenta que es una especie de Sigourney Weaver joven con el pelo bien corto, como en Alien.
Ahora no puedo, le digo… Me interrumpe, no, no, es más tarde. En la noche, en el apartamento 104, en el ala de Altos Estudios. Ok, acepto. Nos vemos ahí a las ocho. Genial. Todo bien. Luego de la última asesoría del día, que fue con un muchacho con instintos suicidas que me contó toda su vida y que no tenía aún nada escrito, me voy a mi cuarto en la parte que está destinada a los profesores. Me doy una ducha y salgo para el cuarto de las alemanas.
Caminando por el trillo me convenzo, no estoy haciendo nada malo, no son alumnas mías.
Las fotos son de muy mal gusto, me mojan con agua fría y me ponen unos billetes de veinte pesos cubanos en la mano. Me tiran fotos fumando y echando humo mientras me gotea la cara. El ambiente era bien sano. A media luz. No sentí nada raro. Solo un poquito de tensión sexual, pero podía ser solo mi imaginación. Me despido. Me agradecen. Vuelvo a la cafetería a ver si hay algún movimiento. Tengo que deslechar.
Estoy ahí apoyado en la barra y antes de pedir la primera cerveza veo a las dos alemanas caminando con apuro. Se me acercan y con unas risitas raras me dicen que quieren compartir conmigo. Yo al principio no entendía qué era lo que querían. Les dije, claro, vamos, nos tomamos unas cervezas. La alumna de intercambio se percata que no me he llevado bien la idea y riendo me dice que no, que lo que quieren es tener un trío conmigo. En ese momento como si me hubieran dado un zapatazo por la cabeza me quedo bobo. Es verdad que yo siempre estoy listo para el sexo, pero nunca he estado en un trío de verdad, siempre que he estado con varias en la cama es porque he estado pagando. Todo el mundo sabe que un trío pagado no es un trío serio. Yo soy como un hombre de los años 50: la esposa y las queridas, bien tradicional. Tengo la teoría de que en una cama con dos mujeres, el hombre sobra. Las mujeres saben mamar mejor, tocar mejor.
Debo anotar algo que no les he dicho, la fotógrafa, la Sigourney Weaver, era bien machita, era casi un hombrecito. Los músculos de sus brazos eran fuertes y su andar era retador. Parecía ese tipo de lesbianas que tratan de ser más machos que los propios machos.
Un poco nervioso acepto, compro varias cervezas y pregunto adónde vamos. Ellas creen que en mi habitación es mejor. Ante la mirada de unos alumnos y algunos profesores que se han quedado a pasar la noche (la escuela de cine es una especie de hospital psiquiátrico apartado y alejado de la ciudad), me voy con las dos blancas.
Llegamos a mi habitación y nos sentamos los tres en la cama. Empezamos a beber. En silencio. La más fuertecita me mira y no menciona palabra. La otra sonríe. Los nervios me dan por hablar y hablar. Hablar mierda. Hablar de Alemania y de mis viajes a Múnich, Berlín, Mannheim. Estaba sudando.
La más hembrita, la que más conocía, había visto un video de unos policías abusando y dando golpe. De eso prefiero no hablar. Esas cosas no las veo. Prefiero vivir como si estuviera en una burbuja.
Entonces, como si nada, la más hembrita se levanta y me dice que se va. En ese momento me quedo sin entender nada, sin ella no había trío, es más, sin ella nada funcionaría porque la más machita y yo no podríamos hacer mucho. Se le notaba de lejos que era bien lesbiana. Me empiezo a dar tranque en la cabeza y el pesimismo se apodera de mí. Esta noche tampoco voy a probar lo que es un trío de verdad. Pajita, si acaso, y a la cama.
Cuando la alemana de pelo largo parte, la fotógrafa me agarra y me empieza a besar. Me besa con fuerza. En este nuevo escenario yo soy la hembrita. Me besa y, como si fuera una chica de quince años, me dejo besar. Empiezo a actuar con más suavidad. No queda duda, ella es el macho. Me besa. Le doy besitos cortos en el cuello y veo que además de ser musculosa huele bien. Muy bien. ¿Una colonia de hombre? No sé. Seguimos besándonos y empezamos a desnudarnos. Qué maravilla, no tiene las axilas afeitadas, unos mechones negros de pelos largos lacios me invitan a chupar. Le subo los brazos y me la como a besos. En ese momento ella baja los brazos y me agarra las nalgas como si yo fuese Jennifer López.
Nos quitamos toda la ropa interior y nos abrazamos en la cama. Me doy cuenta que mi pinga parada le causa asco. Con las manos la mueve de un lado al otro. No tiene que decirlo. Me lo huelo. No quiere ser penetrada. Esta va a ser mi primera tortilla. Por cosas de la vida, acabo haciendo el amor con ella como si yo fuera una lesbiana más. Nos apretamos el uno contra el otro. Mi rabo a un lado para no hincarla. Bajo y le chupo el bollo con todas las ganas del mundo. Quiero ser una buena lesbiana. Una buena mamadora. Ella acaba y entonces baja a mi entrepierna, y justo debajo de mis huevos, empieza a lamer. Lame como si estuviese chupando un bollo. Me imagino que ella piensa que yo soy una mujer. En ese momento pienso que yo soy una mujer y que esa mujer me la está chupando. Pienso que tengo una vagina llena de pelos negros. Pelos negros que le restriego en la cara a una alemanita de buena familia.
Tenerla allá abajo es una especie de venganza. Una venganza contra los blancos. Es verdad que yo no soy muy prieto de piel, pero mi padre era mulato y su padre era bien negro, negro como Machín.
Ella sube. Teme que le eche la leche en la cara. Oliéndole el grajo yo me hago una paja y recojo el semen con mi mano para que no lo vea. No quiero que se sienta mal. Ella se viste y me da un beso en la frente. Me dice en un español extraño que soy muy buena persona. Se va. Me acuesto y me duermo como una niñita feliz.
Al otro día en la mañana, antes de entrar al desayuno, la Sigourney Weaver se me acerca con una regadera blanca, de esas metálicas que sirven para echarle agua a las maticas y me dice que me la quiere regalar. Me dice que yo soy una persona muy especial. Nos estrechamos la mano. De hombre a hombre. Me alegra el día.
Carlos Lechuga nació en La Habana en 1983. Guionista y director de cine, sus filmes Melaza y Santa y Andrés tuvieron grandes éxitos en Toronto, Nueva York, Rotterdam y Guadalajara. Ha publicado los libros En brazos de la mujer casada (Hypermedia, Miami, 2020) y, junto a Adriana Normand, Ni Santa, ni Andrés (Verbum, Madrid, 2022). Este año se estrenará Vicenta B, su tercera película. Este fragmento pertenece a una novela en preparación.