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Narrativa

La tertulia sobre Tarkovski

'No hay arena, el agua de las pocetas es fría incluso en julio, pero eso no es problema para las dos familias rusas con las que compartimos la puesta de sol en Dobrota.'

Londres
Fotograma de 'Nostalgia' (1983), de Andrei Tarkovski.
Fotograma de 'Nostalgia' (1983), de Andrei Tarkovski. Jotdown

Las campanas de la catedral de Kotor suenan cada media hora. Día y noche. Y cuando la melodía es replicada por la decena de iglesias medievales que se amontonan en esos cuatro kilómetros amurallados, el eco retumba en los cristales y hace temblar los cuadros en las paredes de las casas y las tazas de café en las mesas. Desde la verde ventana de mi apartamento —casi todas las puertas y ventanas son verdes en Kotor— en una pequeña plaza en la parte más vieja e intrincada de la ciudad medieval, puedo ver el campanario de la catedral de San Trifón sobresaliendo entre los tejados rojos y las paredes de piedra grisácea. Los edificios renacentistas y barrocos han sido convertidos en hoteles y casas para turistas que nada saben de los escudos familiares y las gárgolas que adornan las fachadas. Veo capiteles renacentistas y románicos manchados con la pátina de los siglos, pero rejuvenecidos con fragantes tiestos de flores.

Así es cada rincón de esta compacta ciudad que las murallas de veinte metros de alto no dejan ver desde fuera. Hay que entrar a la villa intramuros para ver el laberinto de palacios, plazas e iglesias construidos a lo largo de varios siglos, particularmente entre 1420 y 1797, cuando la ciudad perteneció a Venecia. No solo la muralla anchísima e intacta aprieta y protege a Kotor, detrás queda una montaña rocosa que la aísla de otros pueblos, y por el frente, a pocos metros de la puerta principal, están las aguas del fiordo más meridional de Europa. El golfo se abre a partir de Kotor, unos cien kilómetros mar adentro hacia otros pueblos de monasterios y palacetes costeros.

A nuestra casa se llega zigzagueando sobre adoquines de mármol que enlazan callejas sin nombre donde los gatos andan a las suyas. Hacia todas partes un laberinto de museos, galerías y boutiques se traga a los turistas que llegan en los cruceros de la mañana. La ropa cuelga hacia fuera, agarrada a los balaustres de hierros de los balcones. Como los afluentes de un río llegando al delta, las callejas desembocan en plazas sin forma, como esta plazuela bajo nuestro balcón con un único restaurante de manteles azules.

Fuera de la muralla, en lo alto del monte Lovcen, cuatro kilómetros arriba, está la Fortaleza de San Juan. Construida en el siglo XV en el mismo lugar donde estuvieron los primeros fuertes romanos del siglo VI, es grande y ostentosa como si fuera destinada a proteger no una ciudad diminuta como Kotor, sino Venecia misma. Los bastiones enraizados en la montaña han visto combates entre todos los poderes que han gobernado la ciudad desde entonces: otomanos, rusos, austríacos, austrohúngaros, franceses, italianos, yugoslavos. Desde 1996, luego de la Guerra de los Balcanes, Kotor está en Montenegro.

A los restos de la fortaleza se llega andando por un sendero de más de mil cuatrocientos escalones, en zigzag, loma arriba. Si el sol es clemente, el ascenso por los bordes rocosos de la montaña junto al camino es más llevadero que la escalinata misma, eso sí, con un viento resuelto a lanzar al intruso cuesta abajo por su atrevimiento. En cada curva del camino la ciudad se va volviendo más pequeña, los pasajes entre las plazas se disipan, como si Kotor tuviera un único techo y debajo quedara apenas un hormiguero. Y a cada paso hacia la Fortaleza de San Juan, el dibujo del fiordo va tomando sentido hasta que aparece la imagen de postal del Mediterráneo: los edificios de piedra, los techos rojos, las murallas y el mar apabullantemente azul. Se parece al laberinto que se aprecia desde la muralla de Pirán, la ciudad eslovena con la que comparte historia similar, pero aquí en Kotor el dibujo es más misterioso, pues la cortina de montañas que bordea y abre el fiordo sugiere los secretos de otros pueblos, otras historias. En uno de ellos está Villa Galeb, una de las residencias de verano de Joseph Tito, el hombre que construyó y gobernó Yugoslavia a su medida desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y hasta su muerte en 1980.

Todo el que pase por Kotor debería llenarse de coraje y subir a la fortaleza, salir por una de las puertas traseras de la muralla, bordear la pequeña iglesia de Nuestra Señora de la Salud a mitad de camino y llegar a la cima, ese mirador donde el viento se vuelve torbellino entre los agujeros de los torreones. La armonía de los colores y las texturas de las piedras de los muros, los techos, las montañas y el mar es ridículamente perfecta.

Mientras cae la tarde los grupos de turistas desaparecen de Kotor, y los que andaban visitando Perast, Risan, Herceg Novi y otros pueblos de la bahía se lanzan al mar en cada esquina donde la profundidad es razonable. No hay arena, el agua de las pocetas es fría incluso en julio, pero eso no es problema para las dos familias rusas con las que compartimos la puesta de sol en Dobrota, una de las playas más cercanas a la ciudad antigua. Hablan sin parar, seriamente, argumentos de un lado y de otro. La clarísima pronunciación de Tarkovsky finalmente nos indica de qué va la animada charla, la suave entonación del idioma ruso como único sonido a esa hora de la tarde. Entonces, mientras nos toca la onda de agua que un barco dejó en su paso fiordo adentro, una vez más, oímos el repique de las campanas. Creo que esta vez anuncian la puesta de sol, la hora de salir del mar, tomar una ducha y pasar la noche a la luz de las velas comiendo risotto de calamares.

 


Iris Cepero nació en Camagüey, en 1970. Periodista, editora, traductora y ex diplomática. En 2014 inició un blog de relatos de viajes con el mismo título del libro al cual pertenece este texto: Viajes de una guajira (Hurón Azul, Madrid, 2021).

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