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Narrativa

El bar del precipicio

'Es en lo alto de las murallas que aparecen en todos los folletos de viaje, irónicamente, donde Dubrovnik se siente menos turística.'

Londres
Dubrovnik.
Dubrovnik. Iris Cepero

Mi recuerdo de Dubrovnik sigue tan nítido como la primera vez que puse pie en ese montón de edificios medievales apretujados entre murallas hace ya muchos años. Más que cálida, la recuerdo calurosa; más que llena, abarrotada; más que un lugar vivo, mi memoria de la ciudad es una instantánea de postal, siempre igual: el sol imponente sobre la piedra caliza vuelve nácar las paredes y plateado el mar. Bien sé que puedo estar confundiendo los recuerdos de mi primera visita con mis fotos, o las que una y otra vez aparecen en las revistas de viajes. O quizás es por Juego de Tronos, que me llevó de vuelta a Dubrovnik tantos domingos por la noche durante una década. Y es que la ciudad es perfecta como escenario de películas y series de televisión basadas en fantasías medievales, con personajes que pelean, conspiran y se aman en palacios e iglesias como las de Dubrovnik, que poco han cambiado en los últimos siglos, pues cada vez que la naturaleza o las guerras los destruyen, la gente los vuelve a levantar, idénticos.

El nombre de Dubrovnik viene del vocablo eslavo dubrava, bosque de robles, los que rodeaban a la ciudad original y proveyeron de excelente madera a sus astilleros, pero ya en el siglo VII el pueblo era conocido como Ragusa, que viene del griego precipicio. Siempre fue más importante que su vecina Kotor, y controló la pesca y el comercio del sur del Adriático salvo por un periodo de 150 años, desde los inicios del siglo XII hasta mediados del XIV, cuando Venecia le arrebató la hegemonía. Ahora Dubrovnik se expande más allá de las murallas del pueblo
histórico para acomodar a unos 40.000 habitantes y miles de turistas que llegan y se van cada día en cruceros decenas de veces más grandes que los palacios mismos que vienen a admirar. Los cruceros atracan en el puerto de Gruz, dos kilómetros al norte del Dubrovnik intramuros, y cuando sus pasajeros regresan de un recorrido de unas pocas horas por la vieja ciudad, apenas lo suficiente para tomar unas fotos, continúan viaje hacia Venecia, o Trieste, o Brindisi. O hacia Kotor, que está al lado.

Ya no hay bracetas en el puerto, como en tiempos medievales, solo alguna réplica con velas similares que algunos visitantes alquilan a precio de oro para admirar las murallas desde el mar, navegar hacia islas cercanas, o incluso tirar una red al agua y sentirse pescador por dos horas. Todo lo demás es real, incluido el olor a pizza recién salida del horno.

Llegamos a Dubrovnik en autobús desde Split a fines de primavera y la encontramos repleta de gente. Tratamos de imaginar cómo sería la ciudad sin esa muchedumbre, sin cruceros, sin guías turísticos halando a sus grupos a través del Stradum hasta la fuente de Onofrio, ese raro edificio circular con un óculo en el centro, que a veces parece una miniatura del Panteón en Roma, y otras una mezquita. En la fuente,
ese día, un guía animaba a sus turistas a beber el agua que salía de la boca de las gárgolas, como hace la gente del pueblo desde el siglo XV. Sin hacer una pausa, automáticamente, como había hecho quizás cientos de veces antes en este tramo de su recorrido, mencionó que el Monasterio de Santa Clara, al frente, había sido orfanato y convento, y severa prisión para mujeres. Pero nadie lo estaba atendiendo, los turistas estaban entretenidos jugando con el agua que sale de las grotescas caras talladas en piedra.

Las calles perpendiculares al Stradum son escaleras repletas de cafés y tabernas, uno en cada peldaño, o eso parece a primera vista. En uno de esos cafés nos sentamos a esperar que el Stradum se vaciara un poco. Sin suerte, cuando un grupo avanzaba, otro venía detrás, la misma explicación: Onofrio, Santa Clara, prisión de mujeres, solo que en otro idioma. Hay que madrugar para ver la calle principal desierta y de paso
ir al mercado cuando los vecinos negocian precios con los pescadores recién llegados de una noche en alta mar sin temor de que los turistas aparezcan para tomar fotos también de eso.

Cuando el guía vio que su grupo se aburría de la fuente de Onofrio y ya habían tomado grandes tragos de agua, los llevó hasta el final de la calle, señaló la Torre del Reloj, y discretamente echó un vistazo a su propio reloj, calculando cuanto tiempo le quedaba para describir cada edificio renacentista de los alrededores antes de la hora reservada para la comida del grupo en un restaurante que —les había asegurado—
era absolutamente típico, ninguno mejor ni más auténtico, madam. Quién sabe si después de todo el hombre tenía algo de razón, pues ya en el siglo XII los sicilianos habían inventado los espaguetis que hay en cada esquina, y Sicilia no está muy lejos. En esa plaza, donde solían ejecutar a los criminales, la calle principal toma un giro a la derecha hacia los dos grandes palacios de Dubrovnik. El Sponza es un edificio
gótico con un pórtico renacentista que descansa sobre columnas corintias. Aunque inicialmente sirvió como aduana, los miembros de la Academia dei Concordi —la primera institución literaria de Dubrovnik, fundada a finales del siglo XVI por un grupo de poetas— solían reunirse en el salón del primer piso. También estuvo la Tesorería y es hoy la sede de los archivos de la ciudad. El otro, el Palacio del Rector, que fue además armería, polvorín y cárcel, tiene un patio interior grandioso, un amplio portalón con arcos, y una plazoleta enfrente que ayuda a admirar los detalles gótico-renacentistas de la fachada, todo un lujo en una ciudad con tan poco espacio. Es la sede del Museo Histórico de Dubrovnik.

A fines del siglo XVII, en los apenas dos kilómetros cuadrados de la villa, había casi 50 iglesias y conventos. Al convento de los dominicos entramos para echar un vistazo a su pinacoteca de arte religioso. A la Catedral de la Asunción de la Virgen María, a ver el tríptico de la Ascensión de la Virgen, de Tiziano, que tiene colores más tenues que la versión de la misma escena que hiciera en 1518, treinta años antes, para la Basílica Menor de Santa María Gloriosa de Frari, en Venecia. La Iglesia de San Salvador, mucho más pequeña, conserva la fachada renacentista original, y por dentro es modesta e íntima, un buen lugar para escapar del ruido. La Iglesia de San Ignacio tiene una campana de 1355, la más vieja de Dubrovnik, y los frescos narran la vida de Ignacio de Loyola, fundador de los jesuitas, quienes administran la iglesia y el colegio adyacentes. La iglesia se llena especialmente los domingos, cuando decenas de turistas escuchan la misa en inglés, en la nave principal, y si no caben, se sientan en las larguísimas escaleras que llevan a ella.

Al convento de San Francisco entramos buscando la antigua farmacia de los frailes menores, abierta ininterrumpidamente desde 1317. Al final nos quedamos admirando los incunables y los miles de manuscritos antiguos en exposición. En una pared vimos dos agujeros abiertos por proyectiles que impactaron el monasterio durante el asedio de la ciudad en 1991. Una empleada se desvive por enseñarnos el catálogo de las 50 balas que hicieron blanco en el edificio y los cascos de los proyectiles.

La guerra de los Balcanes, en los años 90, es solo la última que ha padecido Dubrovnik. La pequeña ciudad tuvo a menudo que defender su independencia con las armas. Se convirtió en un protectorado de Constantinopla después que el emperador Basilio I el Grande la liberara de 15 meses de asedio por los árabes, en el siglo IX. Fue vasalla de Venecia y de Hungría. Recuperó su independencia en el siglo XIV, pero a
cambio de pagar suculentos tributos anuales al Imperio Otomano, un trueque aceptable por la paz. En 1806 llegaron las tropas del general bonapartista Jacques Lauriston, quien pidió que dejaran a sus tropas descansar en la ciudad antes de continuar hacia Kotor. Apenas entró a Dubrovnik, Lauriston la ocupó en nombre de Napoleón y puso fin a la República de Ragusa, después de 450 años. La ciudad fue
sitiada por los enemigos de Napoleón, rusos y montenegrinos, que la bombardearon despiadadamente, pero fueron eventualmente repelidos. Dubrovnik fue incorporada al Reino de Italia, un estado vasallo del Imperio francés. Unos años después cambió otra vez de metrópolis y fue anexada por el Imperio Austrohúngaro. A partir de 1945 fue parte de la República Socialista de Yugoslavia, y después de la Guerra de los
Balcanes pertenece a Croacia.

Durante la guerra que puso fin a Yugoslavia, Dubrovnik fue asediada por serbios y montenegrinos durante siete meses desde las alturas del monte Srdj. Arrinconada al borde del mar, quedó a merced de los proyectiles; muchos rebotaron contra las murallas, otros perforaron las paredes de más de 11.000 edificios y de cientos de vidas, civiles y militares. La mayoría de los tejados de Dubrovnik fueron destrozados
por los obuses, o ardieron. Ahora las tejas son de un rojo muy vivo, muy pocas tienen el escarlata desgastado de un tiempo anterior a 1991.

Cada mañana, a la hora del desayuno en la casa donde estamos hospedados, nuestra anfitriona nos habla de la guerra. Mariska se declara una ferviente nacionalista croata y católica empedernida, y no quiere oír hablar de sus vecinos del otro lado de la frontera. Pero a su hijo Mario no le interesa recordar la guerra, él era un niño entonces. Mario es marinero, como su padre, como su abuelo, como todos los hombres de la familia antes que él, y prefiere contarnos su fascinación por Singapur, donde había estado en su viaje más reciente. Quizás alguno de mis
parientes se enroló con Colón en sus viajes hacia América, porque había marineros de Dubrovnik que navegaron con Colón, dice muy serio.

Es en lo alto de las murallas que aparecen en todos los folletos de viaje, irónicamente, donde Dubrovnik se siente menos turística, y uno puede notar lo que no se ve en el Stradum: la ropa colgada en los ventanales, las latas de pintura y brochas dejadas en un balcón a medio pintar. En una terraza dos mujeres tejen manteles que seguramente luego estarán a la venta en las tiendas de souvenirs; hay
juguetes rotos en recovecos de acceso imposible, pescado frito en una mesa recién servida, gatos callejeros hurgando en una esquina sucia, algún buen samaritano ha dejado algo para ellos. Y también se ve toda la costa, las playas llenas de gente hasta el anochecer, centenares de cabezas saliendo del agua bochornosamente azul; los cuerpos apenas cubiertos por bikinis descansan sobre la costa pedregosa, y en
algunas partes hasta se escuchaba la gritería de los niños corriendo en los guijarros de la orilla y los gestos de molestia de quienes leían bajo los parasoles. Donde el agua es aún más azul, y la costa mucho más profunda, se veía algún que otro nadador que había usado un arrecife como trampolín, un salto hacia el precipicio; sus amigos lo vigilaban desde las piedras, atentos a las siempre peligrosas corrientes.

Una tarde, caminando más allá de la catedral, por las calles más desiertas en dirección al fuerte Margarita, encontramos un acantilado que sobresalía al lado de la muralla. En medio de los guijarros había un trozo de roca plana de apenas un metro, donde habían colocado una mesita de hierro y dos sillas, al borde del barranco. La isla de Lokrum queda enfrente, la muralla a nuestras espaldas nos separaba del mundo, y en otro pedacito de roca lisa, un metro más allá, había una barra de madera, una nevera, una banqueta y una camarera. Ella se acercó sorteando los desniveles de las piedras a grandes zancadas y la jarra de cerveza Ozujsko que nos trajo sabía a gloria.


Iris Cepero nació en Camagüey, en 1970. Periodista, editora, traductora y ex diplomática. En 2014 inició un blog de relatos de viajes con el mismo título del libro al cual pertenece este texto: Viajes de una guajira (Hurón Azul, Madrid, 2021).

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