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Ensayo

Yo, la tercera persona

'El sentimiento religioso se convirtió en fervor patrio. La hostia, que ha sido Himno de Bayamo, revolución, ira impotente, más tarde pasaría a ser la página en blanco. '

Caracas
Soldaditos de plomo.
Soldaditos de plomo. Museo CJV

Se entrega a la tortura del reclinatorio hasta sentir cómo el dolor transforma al cuerpo en un altar. El reclinatorio es la cruz; sus rodillas, los clavos. Solo como cruz y cristo de carne y hueso podrá recibir al que imagina crucificado en la hostia.

Porque está inquieto permanece quieto. Tieso. La respiración lo llena, lo vacía. De nada, de todo. Los nervios se asoman a los poros. Teme que Dios se le pegue al cielo de la boca y resulten inútiles los intentos por desprenderlo con la punta de la lengua, lo cual, piensa, equivaldría a escenificar una caricatura de la Ascensión.  

Advertido además de que no se puede morder la lámina de pan ácimo que le colocarán como una limosna entre los labios, si descuida la cautela y lo muerde, o si la moneda se desliza entre los dientes sin que pueda evitarlo, habría un castigo eterno para él, alcancía de pecados que jamás obtendría la absolución, por repetir en una diminuta pero terrible escala la Crucifixión.

Aunque de aquel niño queda muy poco, las fotos remueven viejas heridas. En una donde viste el traje de la primera comunión se sorprende como en un espejo, conjugado en verse y conmoverse a la vez: acababa de cumplir entonces los siete años que ahora mismo ha vuelto a cumplir.    

Las fotos le parecen cicatrices. O vendas. Ahí está en el traje blanco: él, su infancia, sus sueños, el presente del pasado que aún no tenía, en comunión con Dios, con el cielo y con la tierra, y también con el paisaje, cuadriculado en las calles del pueblo, abierto en los horizontes de El Uvero y cerrado en el patio de Regino.

Se ve pequeño, pequeño, pero más grande que ahora. Para sortear el desconcierto podría jugar con las palabras. A punto de retratarse en la primera

                                                       i,m,p,e,c,a,b,l,e

que le cruza en voz alta por la mente, la reconoce como una mueca burlona y dolorosa.  

En blanco y negro cada foto dibuja ausencias. La suya, sobre todo. ¿Quién es? ¿Quién era? ¿Está ahí? ¿Quién, él o aquel? ¿Ninguno? ¿Nadie?

Con el tajo de la ironía se podría separar de lo que ve, de lo que era y sigue siendo en las imágenes donde nace, crece, muere. Bastaría ponerse una palabra en vez del traje de primera comunión.

Decide quitarse la palabra.

—Una herida la historia, se dice. De décadas. De siglos. Una herida mía. De todos.

Jamás mordió la hostia; sí tuvo que disimular un par de veces que la tenía pegada al cielo de la boca como si fuera una estampilla que lo enrumbaba hacia lo alto; y por supuesto ofendía a Dios durante toda la semana, incluso los domingos, pero siempre quedaba absuelto en la iglesia de Santa Catalina de Ricci y podía recorrer el Parque Martí sin cargos de conciencia.     

Lejos de aquellos ejercicios de rodilla, la costumbre del mal ha seguido vigente. Ya no ofende al Todopoderoso crucificado; sí a sus semejantes, o a sí mismo, y eso resulta tan doloroso como masticar a Cristo.

Con los años la fe sumisa de la infancia, luego las especulaciones de la adolescencia, hasta la fe pensada, o crítica, que cuestiona y se cuestiona, se han reducido al mínimo.

Ya no sabe pecar. Ya no cree en el pecado. Pero la mentira existe, la flaqueza existe; y a veces, cuando el arrepentimiento no basta y la culpa amenaza con quitarle el sueño, extraña los ejercicios de rodilla.

Quiere que se le perdone lo que él no se puede perdonar. Escasa teología que cifra en una frase: no creo en Dios, pero lo necesito.

Como la energía, la fe ni se crea ni se destruye: se transforma. El sentimiento religioso se convirtió en fervor patrio. La hostia, que ha sido Himno de Bayamo, revolución, ira impotente, más tarde pasaría a ser la página en blanco.  

Eslabonándose con lo prevalente de la fe primeriza, la poesía como vocación arrancó por lo cívico con poemas escritos entre los 13 y 14 años, todos de exaltación patriótica y malos.

Hostia sangrienta, fatídica, la que sustituyó al domingo de reclinatorio y comunión de los santos: la comunión de los héroes y mártires de la siempre fiel isla de Cuba.

Se pone otra vez el traje de la primera comunión. Vuelve a los siete años. Hasta entonces había vivido a ras del aquí y ahora. Las guerras eran sucesos de tiempos idos, que tenía que imaginar o soñar, y cuyas imágenes le llegaban, como de un abismo de luz, desde la pantalla del cine América, luego la del Luque, y por narraciones escuchadas a los mayores o leídas en algún libro.

De repente el aquí y ahora se volvió un abismo incesante. El 26 de julio de 1953 unos jóvenes atacan el cuartel Moncada en Santiago; otros, en una acción paralela menos conocida, el cuartel Carlos Manuel de Céspedes en Bayamo.  

Retazos de la memoria: estaba con amigos cuando se enteró de la noticia pero no tenía cómo ponerle un marco adecuado: Moncada era manigua, no muros, y machetes Collins, no cuartel.  

Al llegar a casa sus padres le hablaron de lo sucedido. No, no habían atacado al general mambí. No se trataba de un encuentro entre españoles y cubanos sino entre compatriotas: los había buenos y malos; y no tenía ningún motivo para alegrarse. Los buenos habían perdido. 

Nada sorprendente la derrota: los suyos, aquellos entre quienes se contaba de domingo a domingo durante sus películas favoritas, eran los indios, que siempre perdían. Desde entonces, desde siempre, aceptó que debía contarse entre los perdedores.

Así aprendió a ser poeta. A ser pobre. A ser negro.

Solía revivir las batallas imaginarias con sus soldaditos de plomo para ejercer a gusto y con decisivo rigor la justicia poética. En el patio de la casa o, si llovía, en el último cuarto para que la lluvia no interrumpiera la guerra, vencía a los vencedores. Vencía a la pantalla.

Además, como se sentía indio por dentro, y como quería serlo por dentro y por fuera, se pintorreteaba la cara con pintura de labio de la mamá hasta convertirse en guerrero apache o sioux. Esto, entre las paredes de Guantánamo; en El Uvero, la trusa de taparrabo y armado con arco y flecha, iba como cazador de búfalos monte adentro, atravesando la explanada que llamaban el Aeropuerto hasta la Punta de la Mula, con la esperanza —y el temor— de acercarse a una vaca fajadora o a una iguana enorme.

Hasta el 26 de julio del 53 su cubanía fue impermeable a la actualidad. Nunca se había tenido que asomar al calendario del ya. Como los indios de las películas, la historia era cosa del siglo XIX: los Maceo, Gómez, Periquito Pérez, Guerra Grande, Guerra Chiquita y ante los máuseres ¡arriba los collines!, vernáculo criollo para realzar la hombría —los cojones— de la caballería.

Para comprender lo desubicado que estuvo aquel 26, basta con valerse de preposiciones: lo del Moncada, creía, no había sucedido en un cuartel santiaguero sino al santiaguero Guillermo Moncada, un oriental casi de las orillas del Guaso por el renombre que le había dado Regino Boti.

Temprano recuerdo acerca de Guillermón: tenía los brazos largos y fuertes y eso era bueno para la carga al machete. ¿Acaso le debe este recuerdo al poeta de Arabescos mentales, cuya amistad fue santo y seña de su infancia? Es probable, pues décadas más tarde sintió muy presente a su viejo amigo cuando hermanó a Guillermón con otra figura heroica de largos brazos, Manita en el suelo. Por algo sería.

Engañado —traicionado— por su inocencia, se llenó de ira y sed de justicia hasta convertirse en fervoroso creyente de la revolución que arrancó aquel 26 de julio. Creyente, no militante. La fe —queda dicho— ni se crea ni se destruye: se transforma.

Entre los diez y 14 años, hubiera estado dispuesto a morir por la patria, cumpliendo como guion el Himno de Bayamo, que lo estremecía cada viernes cuando junto al estudiantado en pleno lo entonaba en el patio del Colegio Sarah Ashhurst:

Al combate corred, bayameses,
que la patria os contempla orgullosa.
No temáis una muerte gloriosa,
que morir por la patria es vivir.

En cadenas vivir es vivir
en afrenta y oprobio sumido.
Del clarín escuchad el sonido.
¡A las armas, valientes, corred!

Ahí, entre invocados redobles y clarines, resuena una tradición antigua ya en una oda de Horacio: "Dulce y hermoso es morir por la patria; la muerte además persigue al soldado que huye y no perdona las corvas ni la temerosa espalda de una juventud cobarde".

Variante de la misa dominical, el viernes por la tarde era casi un verso sencillo: morir por la patria es dulce y hermoso, morir por la patria es vivir, que marcó su ingenuo credo político, primero paralelo, luego alternativo al religioso, como si la existencia fuera un empeño por embarcarse con los aqueos para destruir a Troya.

¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué empezó a sentirse excluido de la letra tantas veces entonada con tanto brío? La respuesta acaso no sea menos sencilla que el credo: por imaginarse a la patria contemplando su muerte y por contemplarse a sí mismo muerto pero matando, matándose.

En la letra coreada —coreografiada— se aprovecha una certeza como hechizo subliminal: es más fácil morir que matar. Se sobreentiende que a los bayameses llamados a morir se les exige matar. De ahí la artera omisión: todos morimos, muy pocos matamos.

Ni ha matado ni ha muerto por la patria; en cambio, sí ha vivido dos exilios y sabe que morirá lejos, huérfano de su historia y su paisaje.

¿Acaso no tuvo Martí —¿lo sabe? ¿lo intuye? ¿será un consuelo para él?— la misma convicción? En Dos Ríos muere sin matar, suicidado por terceros.

Allí, contemplándolo orgullosa, Cuba lo suicida dos veces: al aire el revólver culatín nácar que no iba a disparar, cae baleado por españoles; luego lo reconoce y lo remata, burlón, el práctico Oliva, un mulato cubano:

—¿Usted por aquí, Martí?

El escarnecedor saludo quedó sin respuesta. Martí no pudo contestar. Al intentarlo se muerde la lengua y deja los dientes materialmente clavados en ella. Se traga sus palabras el orador; muerde la hostia elocuente que los cubanos se pegan al cielo de la boca.

¿Se dio cuenta entonces de su fracaso? ¿O se había dado cuenta antes, quizá mucho antes, y por eso se entregó a la muerte gloriosa?

Recuerda la "Clave a Martí", que ha sido un viaje de ida y vuelta a la infancia desde los exilios. Cierto: aquel sinsonte cubano no debió de morir. Lo hizo para cumplir al pie de la letra su proclama: "La Patria necesita sacrificios. Es ara y no pedestal. Se le sirve, pero no se la toma para servirse de ella". Sin embargo, es difícil disimular su error: cara —no ara—, la patria ha sido pedestal de muchos, demasiados, que no debieron morir, y de unos pocos dispuestos a matar.  

Desde niño lo ha acompañado la figura de aquel Cristo que mordió el cielo. Con frecuencia lo ha encontrado en mármol de carne y hueso durante sus andanzas y lecturas: en una entrada al Parque Central de Nueva York, donde luego llevaría amigos para que lo vieran; a la entrada de Chacaíto en Caracas; o aún más cautivador el azar, a la entrada del cementerio de Passy, en París, cuando se quedó un par de semanas en el 16e arrondissement.

Las lecturas multiplicaban las carambolas. Algo de asombro y extrañeza le provocó una en particular, muy oblicua, por lo inesperada: el 16 de junio de 1904 dos jóvenes irlandeses, Buck Mulligan y Stephen Dedalus, están en las primeras páginas del Ulysses y meditan sobre su isla en el Martello Tower de la bahía de Dublín; intuyendo otra isla, la suya, el lector cómplice de inmediato se sumó al diálogo.

Ahí estaba Martí. El fortín dublinés remitía a una de sus escasas fotos, tomada en 1893, donde aparece entre un nutrido grupo de emigrados cubanos que hacían práctica de tiro en otro Martello Tower, el de Cayo Hueso.

Martello, martillo, a Martí solo le faltaban dos años y una r para ser mártir. En blanco y negro, y entre blancos y negros, parece rodeado de fuerza. Está en un fortín, hay rifles, balas, preparativos de invasión. Su voz era entonces un himno, convocaba, arengaba, suplicaba, llamando a una extraña guerra sin odio, como llegó a definirla.

Martí, que lo dio todo como mártir, como martillo no dio en el clavo. "En Cuba —insistía en "Mi raza", artículo publicado en Patria aquel mismo año 1893— no hay temor a la guerra de razas." En 1912, recién nacida la República, estalló una guerra de razas.

Antes, en un discurso de 1891, había ofrecido una Cuba con todos y para el bien de todos.  ¿Acaso él, vestido de hostia a los siete, huérfano de patria o muerte a los 12, y luego otra vez y para siempre a los 14, acaso él no estaba incluido en esa patria con todos y para el bien de todos? ¿Ni él ni su familia? ¿Ni millones de otros cubanos? ¿Cuántas veces, ante la promesa incumplida, no habrá invocado a un multitudinario Segismundo para responder: "Qué delito cometí/ contra vosotros naciendo"?

Si lo supiera, lo confesaría. Y sin reparo acataría el castigo de padrenuestros y avemarías para vivir y morir pegado al cielo de la boca. Para morder el cielo como Martí, que supo ser poeta, pobre, negro.

Un último vistazo a su foto le arranca una sonrisa lastimosa, pesada: parece estar disfrazado de mármol.

Canturrea la "Clave a Martí". Para no hacerlo en voz alta, se muerde la lengua y firma,

yo

 

Caracas, 14 de marzo 2022


Octavio Armand nació en Guantánamo en 1946. Poeta y ensayista, sus poemas han sido recogidos en los dos volúmenes de Canto rodado. Poesía reunida, 1970-2015 (Calygramma, Querétaro, México, 2017) y sus ensayos en Contra la página. Ensayos reunidos, 1980-2013 (Calygramma, Querétaro, México, 2015). Este ensayo es inédito.

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