Nunca puedo comenzar al comienzo sino antes o después. Por ejemplo, comencé esta charla ayer, solo que ustedes no estaban. La continuaré hoy, pero quizá yo no esté. No malinterpreten mi ausencia. Quiero hacer visible lo invisible para ustedes; quiero que vean cómo desaparezco en mis propias palabras; voy a ejercer la máscara y la transparencia simultáneamente, como si fueran una y la misma cosa.
En la pintura renacentista las ventanas parecen cuadros colocados dentro de los cuadros. Entra la luz con su acuarela invisible de siete colores y empapa la superficie de lo mirado y la mirada, humedeciendo lo visto y la vista como una gota de sol suspendida entre los párpados. Y uno siente que es esa luz dentro del cuadro la que lo ilumina a toda hora, y no la luz del día o de la noche, o la que improvisamos apretando un conmutador. Se siente y agradece además la frescura de la brisa rectangular detenida en la piel de los colores, como si el cuadro fuese un abanico.
Al asomarnos a la ventana reflejada en el ojo de la liebre joven de Durero, nos asombra un brillo geométrico pero apenas perceptible. Como un punto de fuga dentro de un punto gramatical, el detalle retiene nuestra mirada en el ojo de la liebre y desde ahí la rebota, lanzándola fuera del cuadro.
Mirada mirada, la de la liebre; mirada pulida, esmerilada, la nuestra; miradas que por un instante comparten la transparencia gracias a la ventana que está y no está en el cuadro.
Siglos antes que Edison, los pintores inventaron el bombillo. Inventaron también la gracia del abanico detenido que impulsa al paisaje, que nos lo trae y se lo lleva, como el que Mallarmé celebra en la muñeca de su mujer o de su hija.
Se pinta lo invisible: la luz en sí, la luz aún no desprendida en sus siete pétalos, la que aún no ha llegado a tocar la superficie, lugar —según el Poema de Parménides— donde la luz tiene lugar; y se pinta el viento que ronda como un tigre los alrededores de la ventana. Ese tigre sin rayas es el paisaje de aliento contenido a punto de llenar la habitación y los ojos como el vino y el agua llenan vasos y copas.
Un enlace entre fuera y dentro, esto y aquello. Un tú a tú entre el paisaje y nosotros. Luz o viento —fenêtre o ventana—, la dialéctica interior/exterior convierte al paisaje en una energía radiante que no existiría sin la mirada. No está ahí: lo ponemos ahí, como ponemos el cuadro en la pared y como el artista puso la ventana en el cuadro.
La ventana como punto de fuga, escapatoria, libertad para quienes —fijos, inmóviles—, permanecen dentro del cuadro; o para quienes lo contemplan desde afuera, acercándose o alejándose a su antojo, pero con la visible opción de quedarse atrapado en su rectángulo, pasando de una supuesta realidad a otra.
El paisaje es relación, pacto, signo de igualdad, acaso un presagio de la revolución, que una y otra vez dejará caer la guillotina democrática como si abriera o cerrara ventanas, desatando en la sangre ventarrones llamados Libertad, Igualdad, Fraternidad.
Abanico de paisajes que son poemas, Lezama abre ventanas de palabras para que la mirada del lector alcance misterios en lo cotidiano. Es un diccionario que aclara los términos habituales como si fueran jeroglíficos o enigmas, dándole a lo soslayado la caricia de sorprendentes acepciones.
(Cabe recordar los manuscritos iluminados de Andrea Mantegna, con sus iniciales esculturales, initiums que contienen, como cuadros o rosetones, imágenes religiosas, y que a veces adquieren una tercera dimensión en la página, a tal punto que arrojan una pequeña sombra.)
Escribe con la tinta de un pulpo etrusco y con la sombra de las palabras, haciendo visible lo invisible, acercándolo a nosotros para que no solo lo veamos sino que lo toquemos, lo acariciemos, como el viento que se extiende como un gato para dejarse definir.
Diccionario del exceso: vuelvan a esa maravilla: "el viento, el viento gracioso,/ se extiende como un gato para dejarse definir". Para que lo sintamos de lleno, el sentido escapa de las palabras; y lo que acaso iba a ser un poema de catorce versos, uno más de tantos sonetos incluidos en Enemigo rumor, llega al repentino quince y se deja definir precisamente al quebrar el molde de la definición posible.
Eso a Lezama le viene del tuétano de la cubanía. Es como si en cada poema encarnara la ritualidad del tabaco, exhalando bocanadas de palabras para que con su escalera de caracol el humo retrate al dios Huracán. Fotuto mudo de la música taína, el humo se endurece en el caracol; y entonces el viento nos habla con la voz del dios.
Sueña y suena Lezama. Gracias a él, también el terrible Huracán se estira como un gato para dejarse acariciar.
Caracas, 9 de noviembre 2016
Este texto son las palabras iniciales del ciclo de charlas sobre José Lezama Lima, en el Programa de Estudios Liberales del Valle de San Francisco, Caracas, Venezuela.