Se prende la frase con el Churchill de Arturo Fuentes, tabaco dominicano que por su calidad contrasta con los Bermúdez venezolanos que yo suelo reducir a ceniza y humo.
—I always have Cuba on my lips.
Yo también. Siempre tengo a Cuba en mis labios. Eso, por dos motivos. Fumo ergo soy cómplice de la flor de Churchill. Nada en ella me es ajeno, conozco al dedillo cuanto se esconde tras la cortina de humo.
Fumo y además soy cubano. Y lo soy obsesiva y dolorosamente. Cubano contra viento y marea. Cubano a pesar de Cuba. Hipérbole, paradoja, podrían concluir quienes sepan que en el 2020 se cumplirán 60 años de mi segundo exilio. No así. Cubanía truncada, la mía. Cubanía castrada, para decirlo con penosa precisión. Y por lo mismo, intensa, viva en su herida.
Con la isla en mis labios por merced de Sir Winston, una parrafada y el humo que acabo de aspirar, sopeso el compromiso: por la caja de 20 Churchills debo una charla —una chachacharla— sobre el rito de la cohoba entre los taínos y sus abuelos barrancoides.
Me encanta el trueque: humo a cambio de palabras que se llevará el viento.
Miro la caja, que sigue a mi lado, como si fuera una botijuela repleta de peluconas o un libro de durísima encuadernación, quizá una novela difícil de abrir pero fácil de disfrutar. No menos extrañeza provocan sus páginas, apretadísimo peristilo dórico tan bien conservado que hasta ahora solo ha perdido una columna.
Acaricio tanto humo en potencia como si se tratara de un minino geométrico, un paralelepípedo que ronronea; luego abro el árbol cuadrado otra vez y toco los antiguos pergaminos disimulados como tabacos.
Gracias al fuego que las compartirá conmigo podré descifrar las hojas meticulosamente enrolladas. Fumaré sol, fumaré candela, fumaré isla, fumaré las escrituras de tanta luz antigua, como si entre mis labios ardieran Cuba y una diminuta biblioteca. Un archivo de desapariciones y ausencias. Una ruina, como yo.
Devuelta la caja a la inercia del espacio, se cierran en dóciles volúmenes el libro, el peristilo y el gato, que al fin ha cedido su ronroneo al peligroso aroma de un cuerpo oscuro en un poema de Baudelaire y se estira como el viento en otro de Lezama.
Quiero ser una espiral en las espirales de mi pausada respiración, expresión plena de lo abierto, vivido, consumido.
—Vuelto humo de Vuelta Abajo, me digo tras la bocanada; y entonces, como si fuera mi propio nombre, me detengo en la palabra y lentamente la pronuncio:
b o c a n a d a
Y la repito, la r,e,s,p,i,r,o al espirar espirales, llamas para llamarme a gritos en el laberinto del oído: n a d a, n,a,d,a, nada.
No fumamos, advertía Baudelaire, somos fumados.
Ojo de huracán, ojo de cíclope la palabra a punto de ser; calendario que no reconoce antes ni después, que no pone fechas sino fichas, y las apuesta, rodando dados que colocan el aquí allá y el arriba abajo.
Delicadas manecillas las espirales, capaces de medir tiempos fugaces dando vueltas hasta quedar en disueltos ceros de humo cada vez más grandes, cada vez más ceros, como si al desaparecer pretendieran resumir el infinito en una enorme, creciente nada, solo para enroscarse otra vez tras la siguiente bocanada, destapándome, descorchándome, hasta vaciarme y entregarme como más nada a la nada.
Y sin embargo, latente en la invisibilidad que de repente asume, el tirabuzón que amarra mi aliento al aire sigue atornillándose, conjugándose —y conjugándome— en pretéritos cada vez más remotos, donde yo, también fatídico estirón de alguna espiral, me disuelvo y desaparezco.
Las espirales hilvanan tiempo y espacio. En la inercia del espacio muestran el ímpetu del tiempo; aparecen y desaparecen, vaciando las tres dimensiones en cilindros deshilachados, círculos que rinden las circunferencias a soluciones de continuidad, luego a espirales cada vez más amplias, más tenues, donde el amago de cuerpo aún resiste al tiempo que le da forma y lo deforma, hasta que rebasa sus propias curvas y cede.
Vueltas y más vueltas revueltas sin vuelta atrás, que trazan una frontera vacía entre el espacio y el tiempo, entre lo visible y lo invisible, y la cruzan, describiendo en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada la prisa fatídica de un verso final.
Empiezo a recordar.
Soy Schliemann y busco a Troya excavando en el humo.
Troya soy yo, me digo, presintiendo que hallaré teselas chamuscadas con indicios de mi fascinación por el ritual de la cohoba.
La historia como obstinado lejos. Paisaje de tiempo más distante que aquel otro, cuadriculado en el pueblo, sin orden ni límites en su envés, El Uvero, la playa cuyo precipicio de azules tantas veces se llevaba la mirada.
Vago por la infancia con mapas que registran dudas, vacíos, ausencias. Sé que ando perdido pero por buen camino. Tropiezo con olvidos. Y eso me alienta: cuando recuerdo que he olvidado algo me nace de inmediato la alegría del puente y se vuelven irresistibles las seducciones de la perspectiva.
Al fin tengo cinco o seis años y acompaño a mi padre, que está reunido con varios amigos en La Bombilla, frente a la panadería de Miguel García, calle Emilio Giro entre Pedro A. Pérez y Calixto García, si mal no recuerdo. Juegan coroto. El perdedor pagará la espuma y los camarones.
Huele a cerveza, jamón serrano, tabaco. Oigo el alboroto de los dados en la copa de cuero y luego su estrépito cuando choca boquiabierta contra la barra. Entonces el pequeño tambor explota, suelta los cinco dados y aguarda boca arriba a que lo vuelvan a llenar de triquitraque y dinamita. Tras cada explosión hay risas, burlas, guiños, palmadas, más espuma. Y humo.
Nunca he estado tan cerca de un fumador. Y no me resulta fácil empalmar lo que él hace con la imagen que hasta entonces tenía del humo de tabaco, que solo conocía de muy lejos, de la pantalla del cine, cuando en un pequeño círculo mis héroes favoritos aspiraban, turnándosela, la pipa de la paz. Eran los mal llamados indios, los salvajes, guerreros que firmaban con humo los tratados de paz.
Yo soy y no soy yo, me diría en aquel entonces, porque quería ser el otro. Me soñaba Red Cloud, Sitting Bull, Crazy Horse, deseoso de sentarme con apaches o sioux alrededor de una fogata para compartir el humo de la larga pipa.
Me intriga cómo el amigo de mi padre estira los labios y con esa trompa hace círculos al espirar; círculos perfectos, círculos grises, azulosos, que al ascender se convierten en espirales, y tras cuatro o cinco giros se desatan, y al alejarse dibujan variadas y tenues tonalidades de gris, o de azul, tal vez añorando sumar su destino a un cielo encapotado o cabalmente raso.
La magia sucede a mi lado, justo sobre mi cabeza, que se imagina metida en la pantalla donde los guerreros me dan un nuevo nombre, bautizándome con fuego, con humo. Quiero llamarme animal, río, nube. Ser círculo, espiral, mancha azul en el viento.
Mi temprana y acaso definitiva noción del cero se la debo al fumador euclidiano. Lecciones magistrales impartidas en el pizarrón del aire, cifras de la nada que flotaban hasta desintegrarse y desaparecer, como comprobaba cada vez que abría el pequeño puño vacío. Lo existente pero fugaz, inasible, que no podía apretar ni retener; y lo inexistente que está ahí, a la vista, ocupando un lugar con la misma gracia que un pino o la sombra de ese pino.
No recuerdo cómo se llamaba aquel amigo. Pero todavía adivino su rostro fantasmal. Sigue al otro lado de la sonrisa que curvó en franco semicírculo al percatarse de mi fascinación por el ritual que compartía conmigo, yo entregándome en tobogán al precipicio de la abstracción, y él esmerándose en perfilar los círculos con rigor, y despidiéndolos para que quedaran al alcance de mi mano, porque el discípulo agradecía la geometría salvaje tratando de atraparlos con el puño.
Una y otra vez lo intento. Y siempre en vano. Al abrir el puño no hay círculos ni espirales ni rastros de color. No hay nada.
Pero esa nada me asombra. Y desde hace tiempo me empeño en repetirla.
No aspiro a la perfección pero quiero aspirarla. Y retenerla, aunque mi puño apenas sea una página.
Aquellos círculos de humo que desaparecían en mi puño fueron mis primeros poemas.
Caracas, 23 de junio 2018