Los poetas no escriben sobre la flor del café, mucho menos de las deliciosas palmas. El tabaco no crece por accidente en los patios de las casas. Los muchachos han olvidado hacer resistentes jaulas con las varetas. Pero puede que todavía alguno juegue con el guano bendito en un Domingo de Ramos. O que una niña siembre una enredadera de cundeamor para ver cómo trepa afincando sus zarcillos.
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Verde esmeralda, el mullido musgo se extendía gracias a la gotera de la autoritaria llave de paso, aquella compuerta misteriosa que dejaba al agua entrar o no a la casa. Rincón propicio donde acampaba de niña cuando amenazaba con marcharse para siempre.
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Este será un herbario a veces tradicional, que evitará los recuerdos de plantas consagradas en invernaderos o museos. Es un herbario abierto a la maleza campestre y al desorden de lo no catalogado. Pero las muestras carecerán de valor porque existirán malheridas: estará la flor y no la raíz, y otras veces estará el fruto y no el botón. Caben plantas de todo tamaño en este herbario, incluso tendrá hasta árboles enteros, remembranzas lo que se dice frondosas y arraigadas. Lo que sí no haremos es obviar las cortezas, con sus atropellos a filo de navaja.
Incluirá más hojas viejas que nuevas.
Más botones que flores abiertas.
Más frutos verdes que maduros.
Mientras que en ocasiones será todo lo contrario.
Porque este es un herbario caprichoso, concebido bajo el cuidado de una anotadora torpe, que va con su bitácora vegetal más fiel al herbario de la abuela, donde la prensa profesional se sustituía con la novela de turno. No siempre conservaban los colores las plantas-memoria. Como pasará aquí, las atacaba el moho y la humedad, estropeándolo todo. Porque nuestro herbario permanece al borde del desastre y la devoración.
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Este herbario no necesita de utensilios ni papeles secantes. Ni siquiera demanda la exploración o el movimiento físico. Es un herbario desde el estatismo de quien escribe. Es además un herbario impreciso en sus largas etiquetas. Como en los antiguos, unos pocos podrán dilucidar si aquel o este recuerdo fue tomado en la América boreal o la Nova-Hispania.
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Alguien se ha atrevido a cortar la ceiba frente a la colina universitaria. Como en un trono, se alzaba sobre una gran base de cemento llena de tierra. Han desterrado con la tala a los muertos y a las deidades que la habitaban. La orden se ha seguido sin preguntas. Se ha olvidado el mal y la desgracia inconmensurables que acarrea. Entre tantas cosas perdidas, también comienza a extinguirse el miedo a los dioses.
Elizabeth Mirabal nació en La Habana en 1986. Estos fragmentos pertenecen a su libro Herbarium (Ediciones Alacrán Azul, Miami, 2021).