Busco a mi Padre. Me he sentado junto a él que ha perdido la cabeza y a veces no recuerda que soy su hijo. Se lo digo, se lo repito, cuando lo llevo al baño y lo limpio, cuando lo lavo y me pregunta qué cosa es un calzoncillo, cómo se pone, cuando le doy el beso de buenas noches y me golpea y me tira una manotazo, y me dice que lo quiero envenenar con las pastillas que conseguí a sobreprecio y que él escupe.
Estoy sentado solo, engendrándome. Como se engendra la tierra a sí misma.
Como se engendran los animales mitológicos. Bestialmente. Sin nostalgia del cielo.
Esa carne entre mi madre y yo: mi padre. No me reconozco, no nos parecemos, aunque algo en común debemos de tener. El nombre. Me llamo como mi padre. Pero el acento español me suena raro. Esa jota despótica. Y un aire de Galicia y Santander que desconozco.
Tiro de ese cuerpo. Lo arrastro. Lo siento junto a la enfermera.
—Es mi Padre, le digo, le falta el aire.
—A toda la isla le falta el aire. —Y sigue de largo.
Me quedo junto al cuerpo de Ese, que, como si fuera toda la isla, se hincha como una ballena, intentando respirar. Los pulmones de mi Padre: tienen una mancha. Los pulmones de todos tienen manchas, como si los disparos a quemarropa, en las piernas, en la cara, se reflejaran en los pulmones.
La ballena se infla: un trapo, la vela de una embarcación menor.
Los Doctores dicen que le puncionarán el estómago, que le sacarán el líquido, el agua que rodea la isla. Le meten levines, cuchillas, lo faenan.
No sé quién es, no distingo, pero grito igual Es mi Padre, no lo dejen morir, a ese cuerpo, ahora morado, violáceo, cetáceo. Ya no me siento a mí mismo, no siento el dolor del grillete. Solo veo gente que corre, solo veo al animal inmenso, que se levanta y se sacude y boquea, y finalmente se desploma. Y los Doctores corren y las enfermeras y le aplican corriente al cuerpo de mi Padre y le hacen un masaje cardíaco, pero ya no se levanta más. El cuerpo yace como una estrella apagada.
Entonces llegan los otros hijos de mi Padre: mi hermano, ciego, tanteando las paredes, Su Hija, que se pone a llorar a gritos. Y yo le digo que un poco más de recato, que aquí muere gente a cada minuto y todo el mundo recoge su cadáver.
Recogeré las cenizas de mi Padre, o de quien sean, de un negro, un chino, un mahometano, cuando me las entreguen como si fueran las de mi Padre.
Caminaré sin mirar atrás, sin nostalgia del cielo, y las esparciré allí donde me pidió: donde antes había un rosal ,y ahora, solo cardos secos.
Damaris Calderón Campos nació en La Habana, en 1967. Entre sus libros de poesía publicados: Las pulsaciones de la derrota (Ediciones LOM, Santiago de Chile, 2013), La soñante (Efory Atocha Ediciones, Madrid, 2014) y Entresijo (Bokeh, Leiden, 2017), ¿Y qué? (Ediciones Las Dos Fridas, Isla Negra, Chile, 2018).