Urbano seguía siendo un hombre mucho más vivaz que su hijo, un sujeto de espaldas anchas y afición por las canciones de José Tejedor. A pesar de su corpulencia, tenía un andar ligero, botando el cuerpo hacia arriba a modo de pistón en plena actividad, elevando los talones mucho más que el resto de la gente, como si tuviera espinas en el tacón.
Había sido y era todavía un levantador de pesas, pero su respiración torácica y unas aletas de la nariz que solían abrirse más de lo habitual, lo hacían parecer un boxeador veterano. Igualmente seguía siendo un fisiculturista curtido en mil batallas, en sesiones de pesas cuya intensidad se había visto obligado a reducir con el paso de los años. Tiempo atrás también había participado en competencias: unas improvisadas, con dinero por debajo del mantel, para aquellos cuyos bíceps fueran más prominentes o para quienes cargaran un mayor peso, y en otras tuteladas por las autoridades, en las que el ganador obtenía un diploma de cartulina y un búcaro de barro cocido, brilloso, con los rebordes dentados.
Pero muy pocos lo conocían como Urbano. Todos lo llamaban Oliva: una identidad que había sido el mejor de sus logros, ahora que llegaba el momento de los balances. A su edad, todavía se le veía a diario en el mismo gimnasio donde había forjado sus músculos, una construcción de una sola planta de ladrillo visto, con un puntal alto y un techo de tejas coloniales que habían soportado todo tipo de calores, intentos de demolición, cagadas de palomas y ciclones tropicales.
En aquel sitio se había hecho hombre, una expresión que, a su hijo, cuando lo conocí, todavía le arrancaba una sonrisa. Por su salón, con su olor a zarzamora, a rábano picante y a Flor de Peo, había visto pasar a miles de hombres en cerca de 50 años. No se equivocaba en su cálculo: tenía apuntados los nombres o las señas de casi todos. La historia del país podía relatarse a partir de los muros y los fierros de aquel panteón para el músculo. Solo bastaba con asomarse a la columna de cuadernos de escolar que el padre de Modesto había ido amontonando en una esquina de su cubículo.
Aquellos habían sido hombres llegados con suficiente ímpetu: blancos, negros, algunos de origen asiático, altos y enclenques que terminaban con una hernia discal tras tanto peso mal orientado y tanta premura por esculpirse; bajitos y alardosos, de orejas atrofiadas, como peleadores de lucha grecorromana; guapos de postín que se encogían apenas empezaban las broncas; parlanchines de la capital, altaneros, obreros del puerto en horas bajas; tres campesinos hijos de asturianos llegados de un pueblo lejano llamado San Germán, convertidos en policías para sanear a conciencia la sociedad después de que en la primavera de 1980 casi se vaciaran de hombres jóvenes los barrios de la capital y el gimnasio se quedara con tres o cuatro nada más; uno que se llamaba Nelson, que tenía nombre de marinero y que nunca regresó de la guerra en Etiopía; otro de apellido catalán, nacido en Güines, que fue expulsado de la pastelería donde laboraba cuando se robó cinco libras de harina; un tal Marticorena al que tantos a sus espaldas llamaban Mariconcera, pero al que todos le tenían mucho miedo; un hombre de apellido Bocalandro, un negrito de nalgas prominentes, estilo pelotero moroso, del que se comentaba que le habían cogido el culo cinco compañeros de prisión después de haberle puesto un puñado de diazepam triturados en la comida… todo por una deuda remota; un adventista del séptimo día, muy correctico, un sacerdote aparentemente arrepentido (hacia 1971) y un joven dirigente de la sede municipal de la Juventud Comunista, también muy serio y formal, con una halitosis profunda; Eugenio, un periodista con pinta de asexuado, que se ponía inyecciones con frecuencia para paliar su bajo nivel de testosterona; Ibrahim, un matancero que ocultaba que muscular era su secreto para combatir el asma; Raulito El Yulo, que amaba a la tumbadora por encima de todo, que fue fundador de la orquesta Van Van y que murió aplastado entre los fierros de su propio auto unos años antes de que yo me enterara de tantas cosas.
Igualmente, en los apuntes de Urbano aparecía Basulto, que solía untarse cantidades ingentes de agua de violetas; Laffita, que en 1992 hablaba un inglés marrullero, del que presumía ante el resto del grupo; Pastrana, cuyo diseño de labios, el llamativo desprenderse de sus encías y la disposición de sus dientes recordaban imponentemente a Enrique Jorrín; Joaquinito Pérez, pinareño, tipo noble y sano donde los hubiere, que un día quiso ponerse musculoso y que después de los tumbos que acarrea un divorcio terminó trabajando en las rotativas de El Diario La Prensa, en Nueva York, a donde se había mudado años atrás; un tal Mambí; un francés de apellido Ratté que llegó a la Isla en el 64 para ayudar a construir el socialismo y que escogió el gimnasio como base de operaciones, especie de laboratorio donde lo primero que pretendía llevar a cabo era la conversión de los forzudos al marxismo más estricto (nada de Althusser ni de Castoriadis), para luego soltarlos a la calle, en busca de adeptos, como Testigos de Jehová, hasta que quedara tejido, decía, "el enorme sudario que necesita la izquierda para expandirse", y sin que reparara aparentemente en el sentido escatológico y mortuorio que le imprimía a su imagen.
Durante décadas, pudiera decirse incluso que desde siempre, había una señora que pasaba con un bolso de tres generaciones atrás colgando del antebrazo y el cabello acoplado, recogido con una redecilla, se detenía ante el umbral de la puerta, rechinaba la lengua contra los dientes, dejaba escapar un leve bufido y decía: "gente ordinaria". Luego se iba.
Adentro también habían estado El Nene, Tito y Cheremboco, tres hermanos adolescentes, de buen ver, que a inicios los 80 llegaron a jugar en los Industriales; Valiente, un viejuco eufórico y fortachón que era conocido en el barrio y en la empresa donde trabajaba por sus panegíricos patrióticos cada vez que se presentaba un entierro; un chileno exiliado y libidinoso al que llamaban Poroto, que regresó a su país con el fin de la dictadura pero que, horrorizado con las exigencias del capitalismo, optó por volver; otro joven espigado y de ojos muy verdes, de apellido Muguercia, nacido en 1984 en Santiago de Cuba, que al parecer había conseguido un trabajo "muy bueno", decía, en la capital; Walfrido, un muchacho tranquilo, llegado de Colón, que preparaba una tesis universitaria sobre Horacio Quiroga a partir de su relato "La gallina degollada" y que veía en la dificultad de las pesas —que a fin de cuentas no le cautivaban para nada— un modo osado de enfrentar a la naturaleza y a la crueldad humanas…
Estuvieron, además, Onofre, que se hizo fotógrafo de escorts, modelos y trabajadoras sexuales para clubes y revistas en México; un tal Dorantes, que todavía en 2007 repetía como papagayo los supuestos "logros históricos de la Revolución"; y Gilbertico Lavandera, que se graduó de Cultura Física en 1998, se mudó a Buenos Aires y más tarde se hizo moderador de contenido y revisor de denuncias sobre violencia y odio en Facebook, tras lo cual empezó con episodios de pánico, de tanta miseria que había visto pasar.
Y ahí no acababa la lista.
Todos, sin que faltara ninguno, hombres de muy variados tipos, habían sido eternizados por sus nombres y alguna que otra señal (una nariz demasiado ancha, una mirada huidiza, una gaguera impertinente) en aquellos cuadernos, esa especie de bestiario puntilloso que algún día iría a parar a la basura.
El Urbano de todas las épocas tenía gestos de esquimal, simples, que combinaba por momentos con exquisiteces de la más intrincada urdimbre. Se trataba de un hombre complejo, más allá del aire chato que se empeñaba en transmitir en el gimnasio. Si los ladrillos de aquel almacén reconvertido en sala de musculación pudieran dar testimonio de casi cinco décadas de ajetreo, se vería en una única secuencia cuánto había cambiado Urbano desde que, con apenas 15 años, se asomó a esa puerta, cómo se fue ganando la simpatía de quienes movían los hilos del lugar y sobre todo cómo, por su parecido con un tal Sergio Oliva, tuvo la habilidad para manejar la historia.
En 1962, puestos uno al lado del otro, Urbano y Oliva tenían mucho parecido entre sí: en la talla, el color de la piel, la sonrisa fácil para unas ocasiones, la seriedad para otras, la afición por las grandes comilonas …, si bien Sergio era seis años mayor y Urbano, a pesar de su apetito, todavía estaba chupado como hollejo de mandarinas. Pero esto no era un problema. Apenas fue aceptado, dedicó todas las horas que le fueron posibles a muscular a tren completo. No dejaba de arrimarse a su nuevo amigo, lo perseguía taimadamente en el salón, buscaba su conversación, procuraba hacer las pausas junto a él, y hasta alguna vez se atrevió a caminar calle abajo con quien empezaba a ser su ídolo.
Ya entonces Fumero, Mora, Tamakún y los otros habían empezado a llamarle Olivita, un apelativo que al adolescente no le molestaba para nada. Todo lo contrario: tendía a alimentarlo con malicia. Hasta que a Sergio lo llamaron y le propusieron integrar el equipo nacional de levantamiento de pesas, con el que se hizo campeón en las 198 libras.
Enviado por unos meses a Moscú, su amigo tuvo que ausentarse. Urbano lo extrañó y continuó trabajando su cuerpo, cumpliendo el plan de pesos y de frecuencias que Sergio le había indicado, conservando sus revistas Muscle Power con fotos de Clarence Ross y de Armand Tanny, vistiendo las ropas que el otro le había dejado y hasta agenciándoselas para usar su misma agua de colonia Spanish Leather.
Oliva regresó, pero de inmediato tuvo que alistarse para participar en los Juegos Centroamericanos de Jamaica. La última vez que se vieron parecían hermanos gemelos. Sergio pasó por el gimnasio en un Impala del 58 para despedirse de los amigos. El nuevo Olivita lo acompañó al pie de la calle, lo abrazó emocionado y le aseguró que velaría por sus cosas, que lo esperaría, que regresara con una medalla.
—¡A ver si echas un poco de cuerpo! —le dijo Oliva—. Y ponte duro, que aquí te comen los leones.
—¡Despídete de tu gemelo, Sergio! —bramó en una carcajada Tamakún, recostado a la puerta de la nave—. Y regresa pronto, que el niño se nos va a ir en lágrimas.
—¡Prométele que no te demorarás! —gritó Fumero—. ¡Que sin ti no somos nada!
Habían pasado demasiados años desde aquel día. Algunos de los testigos de esa escena habían muerto, otros se habían esfumado. Ya nada era igual, por suerte. Urbano recordaba sus nombres, se alegraba de que los vivos ni siquiera residieran en el mismo barrio. Era un alivio, era como haberse quitado un peso de encima. A Tamakún, su mujer le había prendido candela mientras dormía, apenas unos días después de casarse, sin que nadie supiera por qué. Fumero se había hecho escolta de un comandante y unos años después había aprovechado su arma reglamentaria —tampoco se conoció la razón— para rascarse de manera definitiva el velo del paladar. Mora se había empatado con una jovencita de Holguín y al parecer todavía vivía por allá, en la calle Cervantes, criando puercos y esperando la muerte. Y de Isaías Cadalso solo le quedaba en la retina una foto de los años 70, de un color mate y textura ligeramente corrugada, en la que, convertido en vendedor de alarmas para oficinas en el condado de Brazos, aparecía en una piscina mirando a la cámara de lado, con el tatuaje de una bandera tejana en su omóplato derecho.
45 años era demasiado. La memoria colectiva se había diluido, y eso no dejaba de reconfortarle. Haberse ido quedando solo era un regocijo para Urbano.
Cuando se corrió la voz de que Sergio Oliva no regresaría, que había huido del hotel de la delegación y que se había refugiado en la embajada norteamericana, durante par de días Olivita no le dio crédito a la noticia. Esa misma semana apareció una nota en la prensa: Sergio era un desertor. Su ídolo empezaba a penetrar en esa nebulosa en la que entran los muertos, de camino al olvido total.
Gerardo Fernández Fe nació en La Habana, en 1971. Ha publicado dos novelas: La falacia (Bokeh, Leiden, 2012) y El último día del estornino (Madrid, 2011). Este fragmento pertenece a la novela Hotel Singapur (Audere Libros, Miami, 2020).