Digamos que, de pronto, a media lectura de un cuaderno de simpleza aparente, despliégase (formulada o mental) frente al lector posible, una pregunta: ¿a qué sirve la banalidad en la poesía? Y luego, la siguiente: ¿acaso puede hablarse de una insustancialidad devenida poética personal, una insustancialidad devenida concepto para la poesía? ¿Puede hablarse, ciertamente, de algo así?
Digamos que, después, ya arribados al fin de la lectura de tal cuaderno (Me fui a sembrar tomates donde los agrestes ofrecían semillas de ophrys fusca), se piensa en la dirección ad hoc de esa poética: el trazo estilístico-discursivo al modo Larry J. González (Los Palos, Mayabeque, 1976). Una poética tan personal como actualizada en el uso de los contenidos de realidad que representa…
Y en este punto pensemos que, en la poética del autor citado, esos contenidos emergen casi siempre —costumbre, que sepamos, desde La novela inconclusa de Bob Kippenberger (2011), y más aún en Osos (2013)— de grupos sociales e identidades culturales divergentes, cuya movilidad se ubica en contextos de la Gran Urbe: miquis, frikis y seudointelectuales; cultores del fitness y paseantes de cualquier estrato social; conglomerados y comunidades de prácticas sexuales plurinormativas o meros noctámbulos de ciudad.
Sin embargo, ese Larry J. González que testimonia modos, normas y rutinas de sujetos reconocibles como portadores de una condición y estereotipo urbanos, ahora en Me fui a sembrar tomates… procede, en cambio, a trabajar con capas simbólicas sobrepuestas —entiéndase: ensartadas las unas en las otras—, conformadas por esa misma condición urbana y los elementos kitsch de lo rural.
Así, la primera contraposición de estos pares lingüístico-simbólicos aparece en la misma entrada del cuaderno, como proemio de lo que vendrá (insistirá) en el trayecto de lectura en todo el texto: ese choque de planos superpuestos donde el urbanismo y sus fetiches culturales contemporáneos se vinculan con la rugosidad (agreste) de la escena de campo (y aquí véanse la fricción simbólica entre un calzado deportivo denotado ex profeso en el texto como marca Nike Air, y el mito campestre —siempre kitsch— que evoca/implica un vocablo como "fango"):
"Miro las Nike Air sobre la carretera de Los Mangos. Hasta La Tranca.
Corro hasta La Tranca dos veces por semana.
El aire y los ojos. Miro las zapatillas Nike Air y las vastas grietas encima del fango."
Ello, sin embargo, no impide que ambos planos retengan su identidad, su procedencia o propiedad simbólica.
Es decir (y dicho de otro modo): no hay, en el texto, indicio de un trasiego de significados entre los elementos que informan a cada plano en discusión, sino su aproximación, su acercamiento azaroso y arbitrario, su meeting:
"Fango: diseño zigzag en la resistente suela de caucho que fabrica Nike.
Fango. Gotas de sudor en el desnivel romo de La Tranca."
Y esa reunión incidental, ese meeting, sucede en el interior de un texto que ha sido "colocado" en prosa: una prosa dislocada por la frialdad de lo avant-garde —es decir: una prosa sin emoción—, en la que la anulación del deseo de pensar el texto como "ficción poemática" determina la intensidad del puntillismo posimpresionista con que el ojo del poeta inmoviliza, siempre en el texto, diversos objetos (o bien, materiales fetiches) de la realidad:
"Tapia de concreto:
Detrás de líneas verdes que evocan surcos de cañas están los macheteros macilentos. Pintados uno encima de otro.
Las líneas verdes no cruzan por encima del primer machetero. Las líneas verdes le llegan hasta el cinto y gotean secas por el letrero que recorre toda la parte baja de la tapia."
En la construcción del "relato" de tal prosa, en su abúlico proceder, el autor incurre en lo que se ha señalado antes como su "trazo estilístico-discursivo": el exteriorismo como fachada lingüística del texto, y un objetivismo procesal vacío de interés significativo, según el cual no debe seguirse vestigio alguno de importancia (fonética, lingüística, versal…) más allá de la simple puesta en escena del objeto o elemento en cuestión que haya sido expuesto en el poema.
"El buen poeta del porvenir no representa más que las cosas reales despreciando […] objetos vagos y desvalorados, hechos de supersticiones y semifranquezas", escribe Nietzsche sobre lo que él mismo denominó como "moral del estilo escogido".
Pero (acotamos nosotros), ¿qué relevancia tienen —tendrían, de hallarse en este texto—, en la moral del estilo escogido en este autor, esas "supersticiones y semifranquezas"? ¿Cómo imaginar tales objetos o elementos fetiches de lo exterior, expuestos ahora en el poema, sin otra pretensión que la de asediar, delimitar, exhibir una dolosa práctica de la insustancialidad como existencia o destino?
En efecto: sirve aquí solo un vistazo a cualquier segmento del libro para determinar, en el relato textual, la espesa bruma de banalidad que envuelve el horizonte de dicción de un sujeto manifiesto en un "yo" exótico; un sujeto lírico que entra, de bruces, en el apartado taxonómico del extraño, cooptado por la cantidad de realidad que porta (urbana) y la cantidad de realidad que ve (rural), y cuya expresión en la escritura es una voz mental, una especie de soliloquio descriptivo…
"Abro la puerta. Ahí está la oscuridad cerrada sobre la acera, luces del alumbrado, otra cuadra, la esquina del parque de la iglesia, la carretera al Huerto de Dios, la curva a la salida del pueblo. Donde no llego a ver la portada del CD The warm and tender soul of Mahalia Jackson."
Prosa, entonces, vertida en moldes de narración forzada por un ojo posimpresionista; prosa compuesta por capas y capas (agrestes) de lo banal: un atrezzo que procura aplicar la banalidad de un dato como rebote de la banalidad que representa —en conjunto, para un "yo" exótico o para un sujeto que clasifica en el apartado taxonómico del extraño—, toda esa realidad:
"Celofán: detrás del pomo de creatina chisporrotean las pequeñas bolsas.
A esa hora no utilizo azúcar.
Pero vi las pequeñas bolsas. Con estampas a plumilla de un cañaveral:
Sugar —Made in Thailand—
Azúcar excesivamente blanca encima de la meseta.
Rota una de las mini-dosis, se disolvía al instante de tocar el agua."
Y esa banalización del discurso poético es, dicho sea de paso, una relación-de-lugar: Me fui a sembrar tomates… quiere ser percibido como un trip citadino a lo rural, un recorrido al interior de un pueblo olvidado de provincia (sea Los Palos, sea cualquier sitio con escena de campo avistados en la experiencia del sujeto).
Esa relación de lugar pasa por la catadura de un espacio originario en el que el individuo ya no se identifica (Los Palos, escenas de campo, ruralidad…), y por el acto de "cosificar" ese espacio físico (fango, estiércol, agrestes, pueblo, surcos, chozas, semillas…), y de injertar en él una gran variedad de símbolos culturales que comprenden carteles y marcas comerciales, productos y gestores audiovisuales contemporáneos y de culto, mensajería instantánea y redes sociales, softwares…: exteriores (materiales o no) que denotan —o más bien representan— la insustancialidad del discurso textualizado.
Y en el centro de ese espacio, moviéndose como un Meursault desinteresado de la dirección de su "relato" —es decir, como un extranjero que atiende solo al trayecto en sí y a los pequeños eventos encontrados en él—, se halla un sujeto abúlico, figurado en ese "yo" exótico, ese "yo" sin identidad contextual.
"Dos mensajes y varias notificaciones en Facebook. Apuntes en la foto Cisnes Negros. Una vieja amiga de mi hermana no sabía de la existencia real de los cisnes negros. Una nueva amiga de mi hermana le declara a la vieja amiga de mi hermana que asumir a los cisnes negros como llana representación de ballet es un desliz mayúsculo. En Facebook estoy rodeado de las nuevas amigas de mi hermana que alimentan cisnes negros encaramadas en puentes europeos. Las muy putas lanzan horrores ante la ignorancia sobre el ave de culto."
Pero el libro también quiere ser percibido en la frivolidad estilístico-discursiva de su imaginario —esas "semifranquezas" y "supersticiones" de las que habla Nietzsche—; quiere ser percibido en su objetivismo procesal vacío de interés significativo. El mismo vacío de interés con que se escucharía una retreta de domingo en un parque municipal: esa retreta a la que, aun no habiendo otra cosa, tal vez, en paraje semejante, salvo la duración inocua de la propia existencia, los paseantes/lectores del municipio no prestan demasiada atención, siquiera al paso, porque en el fondo nada representa allí.
La banda —el libro, la prosa, el "relato continuo" en la prosa del sujeto— se presenta en el escenario. Puede incluso repetir su número del mejor modo, pero esa música se oirá siempre a la sordina, sin gesto de atracción. Su atractivo, si acaso alguno tiene, es esa compulsión por el "relato" mismo (sonar la música), esa necesidad de incluir en él a la serie actual de fetiches culturales para explicar la frivolidad estilístico-discursiva de su imaginario, y por ende, lo banal de su presentación. La insustancialidad devenida poética personal, la insustancialidad devenida concepto para la poesía…
Los Palos: campos/ agrestes/ de tomates.
Los Palos: surco y semilla. Formación (infancia) y trip citadino a lo rural, donde un sujeto extraño, que ha perdido todo rasgo de filiación con tal sitio, prefiere el sport antes que el fango, el fitness y no el surco, la charla intrascendente y la web primero que las nubes de polvo de ese lugar.
¿Qué otra cosa pedir a ese sujeto extraño, a ese individuo sin predicados, frente a la banalidad de esos "agrestes", frente a la banalidad (agreste) de lo rural?
Así, en algún punto del The Dreamers de Bertolucci se dice que "una petición es un poema y un poema es una petición". Y estos poemas piden, igualmente, un ojo insípido y puntillista, es decir, un ojo banal; un ojo-agreste que prefiera (a priori) sacar lascas, aun sin interés significativo, del vacío.
Larry J. González, Me fui a sembrar tomates donde los agrestes ofrecían semillas de ophrys fusca (Selvi Ediciones, Valencia, 2020).