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Crítica

John Robinson Jeffers: el paisaje como religión

'Una cabaña, un bosque, caballos de corral, lengua de tierra, granjas, graneros, tierras altas, helechos, laderas en el sol: un orden infinito y estático...'

Holguín
John Robinson Jeffers
John Robinson Jeffers Monterey Weekly County

 

En 1913, Una Call Kuster y el entonces poco conocido John Robinson Jeffers contraen nupcias, después de varios incidentes y un escándalo ordinario. El matrimonio terminará retirándose, poco después, a Carmel Point, en la costa central del estado de California, donde Jeffers construirá una casa (Tor House) y una torre de estilo irlandés (Hawk Tower), para su esposa. Ambas construcciones son de piedra, y están rodeadas del paisaje natural de la zona: mar y bahía, pero también —y sobre todo— grandes extensiones de montañas. Hoy se sabe que el poeta norteamericano John Robinson Jeffers (1887-1962) debe su fama a su asunción de ese paisaje, en medio del cual vivió, desde entonces, el resto de su vida.

El nombre de Jeffers está ligado a cierto ambientalismo que llamaríamos "naturalista", por su poderosa  frase versal, en la que el tópico del paisaje —es decir, su indiferente existencia— discurre con la misma tranquilidad con que se oye moverse al viento entre el ramaje alto (siempre alto) de una secuoya (y suponemos que de una Sequoia sempervirens, es decir: una secuoya californiana).

Porque, ¿qué son sino viñetas de "lo-bucólico-como-realidad" esos "sujetos" que pueblan el poema de Jeffers?

Una cabaña, un bosque, caballos de corral, lengua de tierra, granjas, graneros, tierras altas, helechos, laderas en el sol: un orden infinito y estático —aunque regulado— de entes paradigmáticos de cualquier serranía, en la que ese conjunto (o su resultado en el texto) es la subordinación del ojo poético al segmento de realidad que lo atraviesa y antecede.

Así se lee en la obra general del autor (Tamar and Other Poems, Roan Stallion, The Women at Point Sur, Give Your Heart to the Hawks, etc., que le valieran una connotada fama, sobre todo, en los años 20 y 30 de la centuria anterior). Y así se lee también esta edición de Los poemas de Tor House, con prólogo y traducción de Rafael Ramírez.

Para intentar lo que Jeffers denomina como "extensiones de la mente idólatra" —la experiencia de subordinación a la circunstancia/realidad—, el poeta expone la imagen simplificada (léase: argumentada mediante símil-sutil-de-igualdad) de lo real. Y lo real corresponde, en este caso, tal y como se ha dicho ya, al paisaje:
   
     […] cuenca de bosques
donde secuoyas de doscientos pies lucen
    como pelos en una
alfombra turca.  

O donde el paisaje, así visto, termina siendo una metáfora efusiva al oído, una imagen congregada de recursos-de-devoción:

Colina sobre colina,
riscos nevados más allá de la montaña congregan
el aire azul de la altura.

Entonces, puede decirse que en Los poemas de Tor House no existe aquello que Brodsky llama "racionalidad del proceso creativo" o "racionalidad de las emociones" —la máquina de extracción del residuo sentimental del verso—, sino el empuje de cierto tipo de subordinación a (o de genuflexión ante) la circunstancia/realidad, en un gesto que intenta hallar sentido a esa misma circunstancia/realidad.

Si un día de Jeffers equivalía a 1) ver-oír lo exterior (léase: paisaje-realidad), y 2) intentar hallarle sentido a ese exterior dentro de la escritura, no caben dudas de que se trataba, a todas luces, de un tipo de homo religiosus...

Cierto personaje de no-ficción, de Svetlana Aleksiévich, apunta en algún sitio: "Cuando tratas de darle un sentido a las cosas, te sientes de algún modo un hombre religioso". Y en Jeffers, ese "sentido de las cosas" viene directamente de regreso junto a lo exterior, o lo real (es decir, junto al paisaje-realidad), puesto que ambos planos —la observación devota y su realización práctica en el texto— se enlazan en el proyecto (único) de su escritura:

Bien: el día es un poema: pero se parece demasiado
a uno de Jeffers, incrustado con sangre y bárbaras
    profecías,
doloroso hasta el exceso, inhumano como el grito
    del halcón.

De lo que emerge una poética que exalta a los elementos del paisaje-realidad ("halcón"), que proclama una ética afectiva de las emociones ("doloroso hasta el exceso"), y confiere validez a lo que hemos llamado metafórica efusiva ("incrustado con sangre"), y a su aspiración —la del autor textual— a trascender en el canon de los poetas custodios de la eticidad, cuyas páginas están llenas de "bárbaras profecías".

(Aunque, en realidad, en el texto de Jeffers no se trata simplemente de eticidad, sino de cierta "etología", en cuyo centro se ve al hombre como un animal más que debe ser incorporado —sometido— al paisaje, para ser borrado en él).

Así, la "lección moral" cumple su cometido: amonesta y predica; y (en su expresión versal en el poema) focaliza una parábola de linaje bíblico para un público que puede acreditarse como "humanidad":
   
entonces nada quedará de la edad de hierro
y de toda esa gente nada sino un fémur
    o algo así, un poema
clavado en el pensamiento del mundo,
    astillas de vidrio
en los vertederos, un dique de concreto lejano en la
    montaña…

Y la presencia de lo real —o mejor: su intensidad visual reflejada en la apoyatura de la montaña— determina la jerarquía (preeminencia) del paisaje, si es allí donde (creemos que) comienza y termina el mundo. De ahí la necesidad de la imprecación, de la amonestación, de la prédica: 

Cierto, el tiempo, a ese que no ama las farsas,
y si debe haber miseria la escoge como lo más
     noble, revela vicios aparentes;
al menos provee la cura para la ambición.

Y puesto que en Jeffers se trata, en efecto, de hacer desaparecer al hombre en el paisaje, rara vez se descubre aquí algún "personaje", "tercera persona" o cualquier otro interlocutor del yo en el poema, salvo en los casos ético-preventivos de ciertos textos que, por esa condición, habría que nombrar como "oratorios".

Así, surge el discurso pesimista de un extraño que parece que habla en nombre de un orden civilizatorio al que suponemos en decadencia: "un redentor"; un mesías nietzscheano, febril de modernidad; una versión cínico-Jeffers del superhombre y su aborrecimiento elitista del hombre común —aborrecimiento que, por otro lado, abusa de la misma intensidad con que cuida de él—:

"Nunca
     hubo", dijo, "gente
que cosechase tanta ruina.
Los amo. Trato de sufrir por ellos. Sería malo
que llegase a morir, me cuido
de los excesos".

Y luego:

[…] estoy aquí en la montaña
    fabricando
antitoxina para todos los felices pueblos y fincas,
    para los inocentes
niños, y las terribles
arrogantes ciudades. Solía creerlas terribles: su gris
     prosperidad,
su orgullo: desde aquí arriba son
manchas de moho.

O la secuencia lógica en que se superponen las diferencias campo-ciudad, naturaleza-hombre, puestos bajo lupa de la "lección moral" (o sea: agigantados), donde Jeffers manifiesta su apego incondicional a un estricto y particular reglamento de valores: la filosofía del inhumanismo, el choque de lo trascendente con la soberbia de lo humano frente a lo trascendente. Una vuelta, subrepticia, a la naturaleza, toda vez que la humanidad sigue siendo ególatra. O mejor, y dicho de otro modo: toda vez que la humanidad adolece de un antropocentrismo artificial, lo que le impide disminuirse ante la "asombrosa belleza de las cosas".

(Y en Los poemas de Tour House esas "cosas" vuelven a tener el significado de "lo-bucólico-como-realidad", si es que acaso alguna vez, en Jeffers, lo perdieron.)

Pero, ¿quién sino un pequeño Dios, un paisajista subordinado a la voluntad de trascendencia del paisaje, puede ser "naturalista"?

Una Call murió en 1950, y Jeffers, 12 años después. Tor House y Hawk Tower siguen ahí, en Carmel Point, California, hoy propiedad de la Robinson Jeffers Tor House Fondation.

Pero lo que sobrevive, finalmente —en la lección de Jeffers de estos poemas de Tour House—, es lo trascendente, el paisaje envuelto en una dinámica de valor: una línea arbitraria del verso libre que arrastra consigo la dignidad de lo real en una imagen congregada de recursos-de-devoción; una música compuesta como metáfora efusiva al oído, como si hubiera sido hecha para ser cantada al ritmo (anciano) de la fe:

y contempla la extensa montaña de la costa vibrar
    del bronce al verde,
del bronce al verde, año tras año, y todas
    las corrientes
secarse e inundar, secarse e inundar,
    en la estación lluviosa;
y conoce que exactamente este y no otro
     es el mundo […].


John Robinson Jeffers, Los poemas de Tor House (traducción y prólogo de Rafael Ramírez, Ediciones La Luz, Holguín, 2017).

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