Al principio de la Revolución hice cosas. Bueno, en honor a la verdad, hicimos… Píriz, la conciencia hidráulica, lo que se llama conciencia, no existía a principios de la Revolución. ¿Te acuerdas del Flora? Ese ciclón nos permitió, incluso en un breve lapsus de tiempo, horas, tener uno de los ríos más caudalosos del planeta, el Cauto. ¿Y sabes por qué? Simple, Píriz. Ochenta kilómetros. ¡Ni el Amazonas! El Cauto alcanzó un ancho de ochenta kilómetros. De buenas a primeras teníamos en Oriente nuestro propio Amazonas, dijo Felixberto. Estábamos encaramados en el techo de su casa clavando las tejas de fibrocemento con un viento sostenido de ciento cuarenta kilómetros por hora… ¡Alerta máxima! ¡Por precaución se cortará el servicio eléctrico! ¡Los edificios con riesgo de derrumbe serán evacuados! ¡La solidaridad es clave en la protección ciudadana! ¡Alerta máxima!, anunciaban desde una patrulla con altavoz. Deja eso ahora, Felixberto. Vamos, date prisa. Hemos perdido todas las tejas de la cocina, le avisé. Pero él siguió: Voluntad hidráulica. Este tipo de fenómenos nos enseña a tomar conciencia. Sí, Píriz, lo dije en el sesenta y nueve. ¡Debemos controlar las aguas! ¿Para qué? Para evitar las inundaciones. Alcantarillas. Una red funcional de drenajes y alcantarillas. ¿A ver, qué hizo Batista para evacuar a la población en momentos de catástrofes como esta? ¡Nada! Más alcantarillas, seguía. Y el viento silbando. Desde luego, todo lo que decía era cierto. Sin embargo, por una extraña razón desde el setenta a Felixberto lo trasladaron a la Isla de la Juventud para construir embalses. No puede decirse que el cambio fuese del todo mal. Hasta casa le dieron. Allí conoció a Obdulia, trabajaba como jefa de personal en una OFICODA. ¿Quedarnos aquí? ¡Ni muertos!, le dijo Obdulia cuando salió embarazada del primer retoño. Renunciando al puesto, e incluso echando por tierra su escalafón, los méritos que había alcanzado en el campo de la Hidrología a nivel nacional, Felixberto cruzó el golfo de Batabanó para instalarse en una azotea de Centro Habana. Él mismo construyó aquel bajareque que con la más mínima lluvia sufría unos desperfectos inimaginables. Deja eso ahora, compadre. Céntrate en lo que estamos haciendo. Esto no es juego, le repetía. Su suegra, su mujer y sus hijos se iban resguardando de las goteras dependiendo del lugar donde clavábamos las tejas. Pero las tejas, en la misma medida en que las clavábamos, se volvían a desclavar. Y así sucesivamente. ¡Apúrate, papá! ¡Papá!, chillaban los hijos. Macetas, antenas, llantas de bicicletas, tendederos, palanganas, incluso palos que parecían balas, todo volaba como polen por aquel cielo plúmbeo, inmisericorde. Un ciclón con todas sus letras y Felixberto hablando de la voluntad hidráulica: ¡Ni el Amazonas! El Cauto alcanzó un ancho de ochenta kilómetros. Yo intentando ayudarlo, pero seguía: A raíz de la creación del Grupo Hidráulico Nacional del DAP lo planteé. Y en esto hubo dos criterios, el de Geranio Zaldívar y el mío. Él creía que Proyectos y Construcción no debían estar unidos. Y ciertamente, aunque en principio no objeté la idea, después de pensar y analizar los pros y los contras, expresé que, a mi juicio, en el momento en que él planteaba eso, debían unificarse las dos instituciones porque me parecía que el DAP estaba en condiciones de arrojarse… ¡Ay!... Él mismo interrumpió su arenga. Bueno, él no, una teja. La teja de debajo de nuestros pies voló quedando Felixberto, menos mal, como pato en una sola pata sin más soporte que una viga de madera. ¡Pégate a la viga, Felixberto! ¡Pégate a la viga!, le advertí. Una manga de agua me lanzó hacia donde estaba el fregadero. Al constatar que no me había roto un hueso me movilicé. Rapidez. En casos así cada segundo cuenta. ¡Trata de coger la soga, Felixberto, que Alberto no es jarana! Fueron dos, quizás tres intentos, hasta que Felixberto agarró la soga y la enrolló en la viga. En ese instante me hubiese gustado saber si aún pensaba en la conciencia hidráulica o si había tomado conciencia de que su casa se iba al garete. Temblequeando en medio de la ventolera, Felixberto logró ponerse en cuclillas encima de la viga, y aferrándose a la soga, miró con ojos vacíos, con ojos grandes como platos, hacia abajo. Abajo se encontraban la mujer, la suegra y los hijos que, a su vez, también lo miraban a él a través de un nylon transparente que les servía de capa. ¡Bájate ya, so imbécil! ¡De qué coño te ha servido la ingeniería! ¡Baja y mira! ¡Amazonas es lo que tenemos aquí!, gritó la mujer saliéndose del nylon protector con alaridos de loca. ¡Bájate ya, so imbécil! Razón llevaba. El ciclón Alberto no solo tupió la azotea, sino que, con toda la fuerza de una crecida, de un río caudaloso, las aguas sacudían los pretiles de aquel llega y pon para pronto descender en forma de cascada escaleras abajo llevándose calderos, sillas, tejas, incluso la cocina de luz brillante. ¿Alcantarillas? En aquel sitio, y es cierto el refrán: en casa del herrero, cuchillo de palo, no había un tragante que valiera la pena. ¡Alerta máxima! ¡Por precaución se cortará el servicio eléctrico! ¡Los edificios con riesgo de derrumbe serán evacuados! ¡La solidaridad es clave en la protección ciudadana! ¡Alerta máxima!, anunciaban desde una patrulla con altavoz. ¡Nos vamos, Felixberto! ¡Si te quieres morir, muérete solo!, vociferó la suegra agarrando a los nietos. Y bajaron socorridos por unos compañeros de las MTT que iban de puerta en puerta sacando a los rezagados y a quienes se resistían a abandonar el inmueble… Hace un par de años me lo encontré en el Siglo XX. Me contó, pues también yo tenía intención de comprar dulces y aproveché su posición en la cola, que se acababa de jubilar como maestro de obra en la ECOA del Este. Nada que ver con aquel ingeniero hidráulico que se sentía como un genio no reconocido que, además, tenía una pasión morbosa por algo tan devastador como lo fue el ciclón Flora. Vadeando colados y moscas al fin llegamos a la caja. Al pagar, con aire casi infantil, de triunfo, sacó una jabita que traía en el bolsillo del pantalón para meter un pan de gloria y cinco panetelas borrachas. ¿A dónde los mandaron, Felixberto?, le pregunté. Porque ni Perucho ni el Negro, ¡y mira que compartimos después de Alberto!, me supieron dar información de su dirección exacta. ¿A nosotros? Ahora te respondo, Píriz, espera. Entonces en una especie de ritual, se paró, se quitó los espejuelos para ponérselos de cintillo en la cabeza, y se embutió una panetela borracha. A todas estas ni él ni yo nos sentamos porque las mesas, ¡cuánto le gusta el dulce al cubano! estaban llenas. ¿Qué me preguntabas?... ¡Ah, sí!, para dónde nos mandaron. Retomó el hilo de la conversación en lo que sacaba de la jabita el pan de gloria que también se embutió no más salir del Siglo XX. A que no adivinas, Píriz. ¡Para el Mar de los Sargazos! ¿Y eso dónde queda, Felixberto, en Alamar, la Güinera?, averigüé. No, Píriz, en Tapaste, a catorce kilómetros de Jaruco… ¡¿Tapaste?! Deduzco, por discreción, o por sentirme en una situación embarazosa, la única pregunta que se me ocurrió fue la siguiente: ¿Está bueno el pan de gloria? Unjú, afirmó Felixberto.
Dolores Labarcena nació en Santiago de Cuba, en 1972. Ha publicado el libro de poemas Las puertas dialogadas (Editorial Abril, La Habana, 2004) y la novela Kruschov (Verbum, Madrid, 2015). Codirige la revista literaria on-line Potemkin ediciones. Este texto pertenece a la novela No quiero llanto, de próxima publicación por la editorial Betania, en Madrid.